Opinión
Trumpismo: el poder de la utopía
Filósofo, escritor y ensayista
El éxito del fascismo, en el período de entreguerras del siglo pasado, fue el de saber combinar lo viejo y lo nuevo a los ojos de poblaciones cansadas de democracia. El trumpismo, como rubro integrador de distintas variantes del fenómeno, ha sabido encontrar hoy de nuevo esa conexión, como quedó claro en la ceremonia de investidura (o de coronación) del pasado día 20, donde reaccionarios cavernícolas y libertarianos digitales compartieron el protagonismo público en la tribuna. Esta conexión es a veces reivindicada de forma muy consciente por los pensadores (que los hay) del trumpismo. Hace unos días, por ejemplo, leía en Le grand continent una entrevista a Curtis Yarvin, “profeta de la ilustración oscura”, quien propone para el mundo, como garantía de “eficacia” y buen gobierno, una “monarquía tecnológica”: regímenes dictatoriales muy jerárquicos dirigidos por CEOs geeks, esos expertos en gestión de empresa que han demostrado su capacidad para hacer crecer sus negocios desde un garaje. Esta conversión del Estado en una start-up implica al mismo tiempo una dimensión exterior y otra policial: restauración del dominio imperial y reclusión perpetua de todos los ciudadanos “inútiles” (en celdas, eso sí, virtuales o metavérsicas en las que a los remanentes sociales se les mantendrá cebados de imágenes, como a bestias de una granja de Matrix). Yarvin no es un autor marginal; yo sí. Lo leen J.D. Vance, vicepresidente del Imperio, y Peter Thiel, el guru de las utopías libertarianas de Sillicon Valley. A mí no. Recogiendo la idea de Guillaume Lancereau, podría decirse que el aceleracionismo reaccionario de Yarvin sintetiza el pensamiento de Aleksandr Dugin (uno de los inspiradores ideológicos de Putin) y el icarismo de Elon Musk, el millonario juguetón que quiere colonizar Marte.
El trumpismo, como nuevo fascismo mundial, sacia, pues, estos dos apetitos de las clases medias amenazadas: el de seguridad y el de aventura. Ofrece lo más viejo y lo más nuevo. Promete patria, familia, sexo antiguo, imperio y guerras de religión; y al mismo tiempo espolea la fantasía del consumidor con un excitante horizonte de bitcoins, viajes espaciales y soluciones tecnológicas basadas en la IA. Trump cita la Biblia y recibe el apoyo incondicional de un poderoso piquete de propagandistas cristianos (Jerry Fallwell Jr., Billy Graham o la televangelista Paula White-Cain) mientras se subleva contra la OMS, promociona las criptomonedas y se rodea de milmillonarios digitales: Musk, Zuckerberg, Bezos. La idea de una “monarquía digital” resume perfectamente la síntesis de lo más viejo y lo más nuevo: si la democracia no funciona, volvamos a la dictadura; si solo funcionan las empresas capitalistas, pongamos el poder, sin mediaciones políticas ni restricciones, en manos de los que las gestionan. Los valores del antiguo régimen, pues, junto a la libertad sin límites, muy antisistema, para creer en cualquier cosa y vivir contra el otro: promesas apocalípticas, negacionismo “revolucionario”, felicidad virtual; un rey viejo y divertido que frena a las abortistas, los homosexuales y las feministas, rodeado de una corte de ricos soñadores libertarianos, rebeldes contra las leyes humanas y provistos de los medios para hacer realidad sus fantasías. Esta doble dimensión (la reaccionaria y la utópica) convierten el trumpismo en la propuesta más transversal imaginable, una propuesta irresistible en la que los intereses de los más ricos y los de los más pobres convergen sin asperezas (por ahora), al igual que, en sentido contrario, convergieron en Francia, en 1789, los intereses de los abogados revolucionarios del Tercer Estado y los de los sans-culotte.
Frente a esto, ¿qué ofrece la izquierda? Nada verdaderamente viejo y nada verdaderamente nuevo. Lo más viejo de la izquierda es en realidad recientísimo: democracia, derechos humanos, legalidad internacional, ciencia; es decir, límites a la libertad de mentir y de matar (o, más a la izquierda, un “obrerismo” sin sujeto, y casi sin enemigo, mucho menos atractivo que la publicidad de Tesla). Lo más nuevo, por su parte, tiene ya más años que el último iphone y, en lugar de excitar, irrita: se ha quedado atrás sin haber creado una tradición o habiéndola creado solo en pequeños espacios limitados: así el feminismo o el ecologismo, virtualmente hegemónicos hace diez años y hoy bestias negras de los neorreaccionarios de la ilustración oscura, pero también de ese sector de la población que tiene miedo de perderlo todo, incluidas las palabras, incluido el suelo bajo los pies, y que encuentra un último placer “revolucionario” en negar los hechos y en linchar a quienes los enuncian. Contra esa convergencia libidinal, seamos sinceros, puede hacerse muy poco.
La izquierda, lo he dicho otras veces, ha perdido la lucha de clases y la batalla cultural: no ha sabido ser ni lo bastante vieja ni lo bastante nueva para convencer a las mayorías sociales. La batalla ideológico-material, por su parte, la ha ganado ya China, vanguardia del autoritarismo tecnológico, cuyo poder centralizado y discreto le proporciona dos ventajas frente a EEUU: la de no depender de una oligarquía desinhibida y fantasiosa para crecer económicamente y la de no estar desprestigiada frente al Sur Global. En cuanto a la batalla geopolítica, la gran perdedora es sin duda Europa, cuya hipocresía democrática queda ahora desarmada frente al cinismo desnudo de lo que Vladislav Surkov, ex-asesor de Putin, ha llamado “retraducción imperial” o, lo que es lo mismo, frente al retorno desnudo de la fuerza como último árbitro en los nuevos litigios interimperialistas. Surkov cita con pionero orgullo la invasión rusa de Ucrania, pero también las declaraciones de Trump sobre Groenlandia y el canal de Panamá, el genocidio de Gaza, la intervención turca en el Kurdistán sirio y las ambiciones chinas sobre Taiwan.
(En la historia, digamos entre paréntesis, hay cosas que ocurren por primera vez: pensemos, no sé, en el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima en 1945. Pero casi todas se repiten de nuevo según el principio de que lo que ha ocurrido una vez puede ocurrir -y hasta inevitablemente ocurre- otras veces. Durante cinco siglos, entre Beda el Venerable y Dante, Europa se deslizó en la penumbra de un mundo global cuyos centros eran China y el Islam. Puede volver a ocurrir. El mundo, de hecho, ya no es eurocéntrico y la propia victoria de Trump revela la desesperación de un país que defiende (con 800 bases militares y un presupuesto armamentístico de 900.000 millones de dólares) una hegemonía cada vez más insegura y dañada. Hace unas semanas vi una interesante película del muy recomendable director mauritano Abderrahmane Sisako, Te negro, en la que se cuenta la historia de amor entre un chino pudiente de Guanghzou (Cantón) y una inmigrante africana de Costa de Marfil. Es una película, por así decirlo, suave, tranquila, relajada; el espectador se deja acunar dulcemente hasta que de pronto repara en que esta apacibilidad civilizada está asociada a una ausencia clamorosa: en la película, en efecto, no sale ni un solo hombre blanco. Este parece ser uno de los mensajes laterales de la obra: basta eliminar a los occidentales para que la historia se desacelere y las relaciones interculturales se pacifiquen. En la película todo es reconocible: las costumbres autóctonas se inscriben en un universo tecnológico familiar; los personajes viajan por el mundo, tienen sus negocios, se enamoran, sufren, disfrutan de la vida. Hacen lo mismo que hemos hecho los europeos durante los dos últimos siglos, pero ahora, sin nosotros, los gestos son más pausados, los discursos menos grandilocuentes, los conflictos menos agresivos, los intercambios culturales menos coloniales, las relaciones de género más igualitarias. Sisako, mientras cuenta bien una historia muy bonita, emite dos enunciados provocativos: el primero, que otro centro del mundo es posible; el segundo, que hay ya mucha gente imaginando cómo será una historia sin el protagonismo europeo. No se trata de combatir esa imaginación emancipadora, que los chinos y los africanos necesitan también contra sus propias tiranías internas; lo que hay que hacer es, a partir de ella, imaginar con realismo (frente a la idea narcotizante de un “destino manifiesto” de felicidad neoliberal) nuestra inminente marginación histórica; e imaginar, al mismo tiempo, para evitar ese derrumbe, una Europa distinta, más unida, más integradora y más independiente, capaz de oponerse sin cinismo a la ilustración oscura, al autoritarismo tecnológico y a la retraducción imperial; capaz de vencer, en suma, a la utopía posthumanista y a la reacción fascista. “Imaginar”, lo recuerdo, es lo contrario de “fantasear”).
La izquierda no tiene nada lo bastante viejo ni lo bastante nuevo que ofrecer; y en diez años la Europa que conocemos podría desaparecer. El diagnóstico es tan duro como desesperanzador. ¿Qué hacer? En primer lugar, no engañarnos: en estos momentos no hay en el mundo ningún factor imperial de nueva estabilidad global y, aún menos, un proyecto alternativo de democracia no liberal; no hay en perspectiva, digamos, ninguna hegemonía de recambio y ninguna revolución. A la espera de que se nos ocurra una idea genial (y qué miedo dan también las ideas geniales), habrá que trabar vínculos en las anfractuosidades más próximas y dar batallas en todos los huecos y todas las colinas, corporales o digitales, sin olvidar que el propósito debe ser el de construir cuanto antes una internacional de la supervivencia, lo que significa sin duda imaginar y buscar alianzas amplias y realistas: con el capitalismo verde frente al capitalismo marrón, con el papa Francisco (y con la obispa Mariann Edgar Budde) frente al fundamentalismo racista y criminal, con las instituciones liberales (allí donde aún existan) frente al libertarismo digital.
Y si alguien de veinte años (o de setenta) tiene una idea genial, que no se la calle, por favor. O que la debata, al menos, con sus amigos del barrio. Nunca se puede saber a dónde irá a parar.
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