domingo, 23 de octubre de 2011

Muertes inútiles

Cada vez que alguien joven y lleno de posibilidades se mata en un accidente o se muere a causa de una pelea callejera o por un colocón de droga, o en una guerra de diseño, me invade la misma sensación de impotencia y de inutilidad. Hoy me ha pasado lo mismo con la muerte de Simoncelli, el joven piloto de motociclismo que ha muerto en Malasia golpeado en una caída y atropellado involuntariamente por dos compañeros, uno de ellos, Valentino Rossi, su compatriota.
24 años. Sólo y nada menos. 24 años de vida y todo el futuro por delante para llenar esa vida de frutos reales, mucho más allá que "llegar" a los podios, que andar ganando batallas contra sí mismo chafando el ego del rival, a favor del egocentrismo y del negocio redondo para los promotores y las firmas fabricantes. Una pena. De verdad. Morir cuando aún no se ha descubierto qué es de verdad la vida. No lo digo como un juicio, sino como una constatación personal y transferible. La vida sólo se hace realidad cuando se despierta del sueño vano del culto al "mejor", al más hábil, al más rico,al más guapo, al más veloz, al más potente y al más glamuroso. Cuando la fama y el triunfo dejan de ser valores por los que dejarse la piel y el alma en el camino. Y está claro que morir en esos empeños significa donde está puesto el interés existencial de alguien.
No es la muerte en sí la gran tragedia, sino la vida a velocidades supersónicas que impiden detenerse más de cinco minutos en algo que no produzca un beneficio o un placer inmediatos. Una carrera contrareloj. Contra uno mismo y su propia esencia. Una dinámica que te vacía de contenido y te reduce a una marioneta pilotada y teledirigida por un sistema inhumano en le que has nacido y has crecido. Donde desde pequeño, como en el caso de Jorge Lorenzo, eres el juguete de un padre ambicioso que a los tres años ya te ha comprado una moto a tu medida y te ha lavado el cerebro con la idea de una carrera fulgurante como campeón mundial de algo, que a él no le han concedido los dioses caprichosos. Y entonces asumes que es tu destino dar el máximo en ese remolino de obsesión por ganar como sea, por encima de todo, hasta de la propia vida, que pasa a un plano secundario e insignificante ante la "importancia" heroica de ir batiendo records de velocidad y habilidades acrobáticas sobre un artilugio motorizado.

Todo esto es un resto atávico de las luchas de gladiadores y carreras de cuadrigas en los circos romanos, del toreo, de la guerra. Del ego colectivo que se nutre de la eclosión de los egos individuales y crea una película ilusoria como un castillo de arena o como los fuegos de artificio. Brillan un segundo en las tinieblas y se apagan para siempre. Como las vidas de estos héroes de la nada ruidosa y publicitaria. Pobre Simoncelli, qué tristeza produce ver ahora su rostro, su mirada y sus gestos, sus heridas vendadas, como el aviso de la vida, ante la inminencia de un final inesperado y sin embargo tan posible como real.

Mientras estas formas de "diversión" sigan entusiasmando a la humanidad y llenando los bolsillos de los listos de siempre, no habrá forma de despertar por completo de las alucinaciones colectivas que después derivan en crisis cíclicas cada vez más angustiosas. Mientras los valores con que educamos y transmitimos a nuestros niños y jóvenes, sean los caminos de la "gloria" banal y el olvido de quienes somos de verdad, no habrá cambios decisivos. El cambio de la sociedad es imposible sin el cambio individual, que vacíe video(des)consolas insustanciales, concursos de rivalidad, avaricia, envidia, soberbia y vanidad. Los pilares de la Tierra del Medio que sostienes las ruinas de la conciencia, los escombros de la lucidez, hasta hacer de los seres humanos un conjunto de juguetes rotos en la casa de muñecas de Barbie o en las falsas y plastificadas aventuras de Madelman.

La verdadera humanidad que ahora está despertando se merece otra cosa mucho mejor. Los niños y jóvenes del mundo se merecen saber que tener futuro no significa sólo un trabajo seguro y agradable, dinero, coche, facilidades, un móvil de última generación y un portátil, o llegar a ser una "estrella" con el riesgo de estrellarse y no llegar a nada, porque te vas deshaciendo por el camino. Se merecen saber que la felicidad la da sobre todo el encuentro sencillo y profundo con lo mejor de uno mismo y que ese encuentro feliz e indeleble, que te lleva a los otros y al infinito, no se puede producir jamás cuando no hemos salido del engaño alucinatorio del mundo confuso de la imagen y la máscara.

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