lunes, 26 de diciembre de 2011

La mejor herencia

En medio de esta crisis infinita encontramos el miedo al futuro, sí, pero mucho más al presente. Hemos desarrollado un apego ansioso a una seguridad ficticia y se ha hecho crecer a los hijos en un nido virtual, aislado de la realidad planetaria y universal. Han nacido envueltos en confort, regalos, caprichos, tecnología punta en manos de niños de dos años, casi siempre hijos únicos, que ya manejan un móvil o un Ipod, con una naturalidad pasmosa, como si hubiesen nacido con esos artefactos incorporados. Cualquier necesidad o capricho se les ha proporcionado inmediatamente. Mucha más ropa de la que necesitan, muchos más juguetes de los que podrán usar antes de cambiar de etapa. Golosinas y usos de gourmet precoz, reproductores de musica o pantallas y teclados que controlan sin que nadie les diga como funcionan.

Luego crecen. Pero en medio de esa abundancia de objetos y atuendos o alimentos, hay algo que crece también con ellos: el miedo a la vida, a salir del nido, a arriesgarse, a separarse de la fuente nutricia. Las figuras hiperprotectoras de padres y madres facilitadores de todo, cómplices de sus errores, capaces de enfrentarse a los maestros para defenderles si un día llaman la atención del retoño vago o indisciplinado o irrespetuoso haciéndole un daño tremendo inconscientemente y fabricando un pequeño monstruito endiosado y egocénrico.
No es extraño que en ese estado nuestros jóvenes tengan pánico a la vida separada del núcleo algodonoso que les ampara hasta que les salen canas. El corte natural del Edipo infantil ya no se produce a su debido tiempo. Se alarga y se enquista en la personalidad miedosa y asustada de cara al mundo de las relaciones interpersonales, pero iracunda y exigente en el círculo familiar, donde se ha convertido en la estrella. Crecer no representa para esta generación un reto gozoso, sino una inseguridad mortal, que no quieren asumir, por puro pánico. Eternos opositores. Eternos novios que nunca dan el paso de la convivencia y cuando lo dan tropiezan con el fracaso, la intolerancia a la frustración y la desilusión. No están habituados a preocuparse por otro que no sea ellos mismos y si lo hacen no saben hacerlo adecuadamente, se apoderan del otro,o lo intentan, como han hecho en casa con la voluntad de sus padres. Y el resultado es un desastre.

Mientras tanto los padres se preocupan por ellos con angustia y obsesión, y les avalan o les compran un piso en su mismo edificio, les recomiendan para trabajos a los amigos o los tienen trabajando con ellos y comen en casa de los padres aunque duerman en "su" apartamento, y la ropa la lavará mamá y la revisión del coche y los impuestos serán cosa de papá. ¿Puede crecer y madurar un individuo en semejante entorno? ¿Qué sociedad podría evitar y/o resolver una crisis si está formada por esta clase de personajes en manada? ¿Qué estamos haciendo con nuestros hijos, qué clase de vida les espera sin recursos personales desarrollados? ¿Qué visión del mundo tendrán y como afrontarán cada problema? ¿Qué fortaleza emocional les facilitará la adaptación a la renuncia, al "no", al despido laboral, a la ruptura de relaciones afectivas, a la muerte de un ser querido? ¿Podrán superar sanamente la ausencia de las figuras parentales cuando por ley de vida deban desaparecer? ¿O serán patéticos personajes "adultos" de relato tipo Marco, el protagonista de "De los Apeninos a los Andes", de E. De Amicis buscando a la mamma ausente, de por vida?

El amor de padres es uno de los más difíciles y más generosos, porque incluye el trabajo doloroso de procurar a los hijos la autonomía afectiva, la independencia, la autogestión, la responsabilidad sobre sí mismos, para no generar eternos huérfanos desterrados del paraíso familiar y recreando paraísos familiares paralelos que reproducirán, como fotocopias, en sus familias futuras, con idénticos fallos estructurales, con idénticas lagunas en la maduración y de trumas heredados porque no se ha sabido superar en su momento y toda patología no superada por nosotros la transfundiremos a nuestros hijos. Lo mismo que ocurre con la solución de problemas que deberían afrontar y resolver desde pequeños, adecuadamente a su capacidad, claro está. Solucionar la vida a los hijos es hacerles inútiles e inadaptados. Descontentos y frustados eternos. Cada día necesitamos una porción de problema que resolver si no queremos atrofiar nuestras capacidades y reflejos madurativos.

Si ese riesgo lo es también para los que están mejor acondicionados y orientados, imaginemos lo que será para quienes no hayan aprendido a autogestionarse fuera de los consejos, sugerencias e interferencias paternas y maternas. Es un raro equilibrio seguir queriendo a tus hijos pero evitando interferir ya en sus decisiones, respetar su espacio individual para que no se sientas disueltos en el concepto "familia" y desamparados cuando la familia no está presente, no atropellarles con los consejos, tener ganas de estar con ellos, pero saber preguntarles si a ellos les apetece estar contigo cuando a ti te apetece, o prefieren encontrarte en otro momento, porque han quedado con sus amigos, sus novios y novias y tú quedas relegado/a para mejor ocasión. En vez de tristeza, esa situación debería producirnos una gran satisfacción, porque es el signo de que nuestros hijos están emocionalmente sanos, no han hecho de nosotros el pilar de su existencia, porque lo han construido dentro de sí mismos, en su salud emocional y psíquica, aunque como es natural, esa construcción se ha hecho con los materiales que nosotros les hemos proporcionado, que son los valores intemporales y el equilibrio referencial para mantener la construcción en pie. Como afirma Khalil Gibrán, conviene recordar que los hijos no son nuestros y que nuestros padres tampoco son de nuestra propiedad, que nosotros, padres, sólo somos el arco que lanza la flecha, que es el hijo, y que realmente el arco y la flecha pertenecen al arquero, que es la Vida.

Durante años me sorprendía desagradablemente una frase del Evangelio en la que Jesús dice "El que no odia a su padre y a su madre no es digno de mí" y la veía en contradicción con el 4º mandamiento de la ley mosaica e incluso con el mensaje del propio evangelio que fundamentalmente predica el amor y el perdón, hasta que ya siendo madre, un día la comprendí desde mi esencia. Seguramente la traducción no hace justicia a la expresión vibracional que emana la frase. Y empecé a contemplarla en otros términos: "Quien no supera los lazos animales en la relación con sus padres y con sus hijos , no puede evolucionar", porque está atado al apego, a la carne y a la sangre, como los animales y también a los prejuicios y convenciones; no ha logrado subir en la escala de la evolución desde la emoción y la idea posesiva hasta el sentimiento supremo que contempla la libertad responsable del que ama y del amado. Para que una sociedad avance de verdad las familias tienen que renovar sus lazos y colocarlos en un registro más avanzado, que ama con mucha más sutileza, respeto, desapego y generosidad. Con más alegría y menos dramatismo histriónico que es lo que sucede cuando los seres racionales y pensantes, se comportan como animales domésticos o como los amos de esos animales. De tal manera que hay familias que prefieren adorar al perro o al gato, antes que demostrarse cariño entre ellos. Ese comportamiento tiene una lógica: los animales de compañía son totalmente dependientes y adoran y temen al dueño. No necesitan el diálogo ni tienen opiniones propias. Obedecen al más fuerte como su especie les indica. Por ello son unas relaciones despóticas perfectas para ejercer un poder sobre ellos y estar siempre gratificados por su obediencia, su temor a perder el cuidado del amo y su devoción irracional a cambio de la seguridad y de la pertenencia mutua y compulsiva. Es muy triste tener que conformarse con ese tipo de relación desigual hasta en la especie, porque uno no consigue acercarse por amor a un igual, sobre el que no puede mandar y ser obedecido o ser sometido por él ya sea por la admiración o por el poder adquisitivo o social, sino que deberá preguntar, escuchar, dialogar y llegar siempre a un acuerdo pacífico. Un verdadero trabajo de crecimiento y de madurez adulta que da resultados espléndidos cuando se ama en el mismo nivel y se intercambia la energía en planos semejantes de conciencia y sentimientos.

Paradógicamente cuando conseguimos amar así a nuestros padres o abuelos o seres que nos han educado y querido, nunca se van de nuestro lado. Ni la muerte siquiera lo consigue. Ellos se han quedado a vivir dentro de nosotros y nos guían y nos iluminan convertidos en luz silenciosa. A ese nivel de unidad nadie pierde a nadie. Por eso deberíamos trabajar para alcanzarlo y transmitirlo en la educación. Haríamos caminar a la humanidad con un paso más rápido, más seguro y más feliz.

Quizás esa visión de los vínculos sea la mejor herencia que podamos dejar a nuestros hijos, mucho más útil y provechosa que el dinero, las posesiones, el afán de acumular o de ser importantes y que el miedo a perder aquello que no vale gran cosa si no hemos conseguido despertar del sopor de las inercias culturales, religiosas o sociales. Sin ese despertar, todo es basura que tarde o temprano se pudre y se quema.

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