jueves, 29 de diciembre de 2011

El camino que lleva a Belén

Aprovechando las fiestas del solsticio de invierno que la iglesia católica desde el siglo IV, por decreto, decidió asimilar al nacimiento de Jesús de Nazareth para eclipsar de una vez por todas las fiestas paganas (solstitiales) donde se celebraban los ciclos de la luz solar y de la oscuridad, podemos dedicar un poco de tiempo a profundizar lúdicamente, usando la ocasión para revisar los porqués y los comos del festejo y de sus repercusiones en nuestras vidas.
También nuestros cuerpos y nuestro ánimo cambian con las estaciones y acompañan a los fenómenos cósmicos y telúricos porque nada está aislado y todo interactúa. Lo mismo el tiempo meteorólogico, los cambios térmicos y el ciclo de la luz, tienen una influencia inmensa en el curso temporal y espacial de la misma vida, de la que todo lo creado forma parte. No hay cabos sueltos en la naturaleza ni en la normalidad humana. Los cabos se sueltan cuando el hombre se olvida de su esencia y se maquiniza, se fragmenta, se aliena, se cosifica, pensando por un lado una cosa y haciendo lo contrario, por otro. O sea, rompiendo su equilibrio a causa de sus fantasías y sus abducciones enrarecidas en el mismo sistema aparentemente confortable con se distrae en vez de vivir plenamente. Por eso, un fenómeno temporal, como unas fiestas "obligatorias", si se le da el sentido inteligente que tienen, pueden ayudarnos a descubrir una dinámica mucho mejor que la que ahora está disfuncionando, agobiando y tantas veces deprimiendo al teórico beneficiado por un extra que no le dice nada, que le fuerza a consumir para no desentonar en la trampa emocional de la familia y los amigos. Porque no encuentra nada que celebrar. Tal vez porque está solo, vacío, en paro, enfermo, aislado, maltratado, decepcionado, harto o simplemente indiferente.

En estos casos los días festivos de la Navidad pueden ayudar a recomponer el universo personal golpeado y desestructurado por la inercia que vacía de sentido nuestros actos y nuestra existencia, si aprendemos a cambiar el punto de mira y a salir de las rutinas festeras que seguramente para quien no tiene hábitos religiosos ni familiares, representan un agujero negro e invernal, que sólo le aporta melancolía o agudiza sus periodos de malestar porque los días de ocio sin negocio, se hacen insoportables y pone en evidencia todos los puntos débiles de nuestra precariedad. ¿Qué hacer con esas sensaciones difusas y molestas que se producen cuando todo alredededor de uno parece en desacuerdo con el estado de ánimo personal?

Sin tener que ir a trabajar. Con tiempo para uno mismo. Se puede intentar hacer un hueco en el interior. Pillar y reservar un trozo de tiempo para echar un vistazo al paisaje ninguneado por las rutinas, para mirar de frente a ese enemigo íntimo y maltratado, que es nuestro núcleo personal. Ese ser silencioso y discreto del que nuestra personalidad egorrágica, absorbida por las fenomenología externa, no hace caso ni tiene en cuenta.
Podemos hacer este experimento en un rincón tranquilo de casa y si no es posible, podemos ir a un parque, a una biblioteca pública, a la sala de un museo que tenga bancos para sentarse, a un jardín, a veces a alguna iglesia que no esté en funciones de culto, sino casi vacía. También podemos aprovechar un viaje en tren, en autobús o en metro, sentados y en silencio. Contemplando el cielo o el espacio vacío entre los viajeros.

La puerta de entrada es la respiración, así que podemos practicar con todo tipo de facilidades, centrando la atención en el llenado y vaciado del aire, en la sensación de entrada y salida del fluído respiratorio. Al principio conviene hacerlo con los ojos cerrados suavemente porque la concentración es mayor y puede reconducir con más facilidad la atención plena. Cuando alcancemos, en pocos minutos, un estado sereno y sintamos que nuestra mente se ha calmado y no sufrimos el baile constante de los pensamientos en cascada que normalmente no pensamos, sino que nos "piensan" y nos invaden, entonces comencemos a "repartir" intencionalmente esa respiración placentera y llena de vida, por todos los rincones de nuestro organismo físico, si queremos relajarnos, comencemos desde la cabeza hasta llegar a los pies, si queremos activarnos, comencemos por los pies hasta llegar a la cabeza. Luego, podemos abrir los ojos y mirar atentamente a nuestro alrededor. Si hay plantas, al mirarlas, las sentiremos como parte nuestra, lo mismo que a los animales y las personas con que nuestra mirada se va encontrando. Observemos como ha cambiado nuestro estado en el sólo contacto con el núcleo interno. Observemos la serenidad de la mente, el tipo de pensamientos que cruza por ella, sin juzgarlos ni condenarlos ni seguirlos, y empecemos a descubrir como esos pensamientos traen emociones adjuntas, ideas fijas y recurrentes que se imprimen y manifiestan en sensaciones corporales, picor, estornudos, cosquilleos, latidos parciales de un miembro coporal, sensaciones térmicas, incomodidad ,prisa repentina por hacer algo que de pronto se convierte en urgencia, necesidad de ir al baño, que basta querer eliminar para que se aferren aún más porque con ese deseo se colabora con ellas y nuestra atención profunda se convierte en superficial y dirigida por algo que no controlamos, sino que nos controla. Recurriendo y reconduciendo la respiración, observaremos como todo esa revolución en la granja, desaparece por sí misma. Sin obligar, sin violentar, sin forzar.
De ese modo se descubre la mecánica inútil de la "lucha". Cuanto más esfuerzo se pone en combatir una idea recurrente o una manía o un defecto, más se agranda su frecuencia y su volumen. Su importancia. Sin embargo quitándole la atención por medio del ejercicio respiratorio intencional, esas ideas y pensamientos se desvanecen. Ese mecanismo nos enseñará que todo empeño violento por "eliminar" o "arrancar" algo, lo afianza y lo hace crecer. A la mente no hay de darle materia de trabajo obsesivo, sino quitarle obstáculos para que pueda serenamente hacer sus funciones auxiliares de ordenar, clasificar, analizar, asociar y sintetizar. Construir. Cada vez más al servicio de ese núcleo sereno, pacífico e inteligente que tenemos postergado y silenciado por el ninguneo, en nuestro interior. O sea, nuestro Belén íntimo. El punto neurálgico del nacimiento de nuestra conciencia superior. Nuestra conciencia superior, adulto, tao o espíritu, nace de la unidad de la parte yang/padre-madre y de la parte yinn/niño-niña. Los instintos y las ideas son la mula y el buey que, humildemente, regulados por el trabajo interior consciente, calientan el pesebre y se ponen al servicio de ese mismo trabajo consciente y responsable de sí mismo. Adulto por fin. Autónomo y por ello, realmente solidario, amoroso y atento al entorno. Benéfico, sereno, útil para todos. Verdaderamente divino porque se está convirtiendo en plenamente humano.
Con este plan navideño, no sólo no tendremos que evitar el tópico de la fiestuki deprimente postizo-religiosa e (ir)rito-social, sino que habremos convertido un obstáculo en el camino que lleva al verdadero Belén, al encuentro con la mejor parte de nosotros mismos.
Las cosas y los acontecimientos son importantes y tienen sentido solamente cuando la conciencia humana superior se lo concede. Y para eso la conciencia humana superior lo primero que necesita es saber que existe. O sea tiene que nacer y comprobarlo.

Ahora, sí. Feliz Navidad!

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