martes, 1 de septiembre de 2009

Un cuento para la yaya Cari, con mucho cari-ño!

Llevamos juntas un montón de años. Exactamente desde que ella tenía diez y seis. Y ya está jubilada...Recuerdo su sonrisa de adolescente. Su afición por la moda, por el diseño de la ropa. Era una artista de sonrisa resplandeciente y una montaña de ilusiones que guardaba celosamente en el cajón de los sueños secretos. Le gustaba mirar la raya del horizonte cuando volvía de sus clases de costura; se imaginaba siempre viajando a otro lugar, conociendo otros mundos donde se hablaban otras lenguas, donde había otras costumbres menos aburridas que en aquel pueblecito de la Cataluña profunda y labradora. Era de trato fácil, se desenvolvía con soltura entre los conocidos y amigos, pero no abría con facilidad las puertas de su intimidad. Realmente nadie la conocía de verdad. Rumiaba en silencio las huellas de la infancia aún tan próxima y las mezclaba con otras: las del caballo del príncipe azul que cualquier día podría dejarse caer por allí y llevársela a la grupa alada, blanquísima y veloz, entre nubes de seda y cintas de terciopelo.
Le gustaba escribirse con gente lejana y le encantaba conocer otras culturas, otros ambientes.

Recuerdo aún el día en que nos encontramos por primera vez. Me miró varias veces antes de decidirse a mezclarme en su vida, me revisó concienzudamente y por fin tomó la gran decisión: compartiríamos la misma habitación, el mismo horario y los mismos trabajos. Yo siempre he sido dócil y estaba cansada de llevar una vida impersonal, siempre quieta en aquel rincón donde nadie significaba nada para mí y yo tampoco significaba nada para nadie. Por eso me sentí tan halagada y contenta cuando se decidió a llevarme con ella. Cuando me eligió entre otras compañeras.
Conocí todas sus historias. Fui silencioso testigo de sus confidencias a las pocas amigas íntimas que tenían el privilegio de escuchar lo que no le contaba a casi nadie.
Llegué a conocerla tan bien que podía detectar cuando se enamoraba y cuando se desilusionaba.
Le encantaban las fiestas de Nadal y la Festa Major. El baile y la música. Escuchar la radio y hacer planes para el futuro. El pa tomaca amb oli y sentirse una princesa encerrada en su castillo escondido.

Pasó el tiempo y apareció el príncipe. Se llamaba Tony y era una estrella del balón. Un mago del remate de cabeza. Diseñó su traje de novia y se casaron. Fueron felices, de vez en cuando comían pedices y tuvieron tres hijos maravillosos que nacieron envueltos en pentagramas de luz y notas tejidas en colores: Do era organdí salmón. Re, satén turquesa. Mi, de muselina pistacho. Fa, seda natural marfil. Sol, batista fucsia perforada. La, tul magenta. Si, brillantina blanca estampada en pequeñas flores violeta. La casa era el arcano de un pintor misterioso que diseñaba conciertos futuribles en el papel pautado de los rizos y las pupilas de aquellos niños soñadores y agradecidos a la vida. Mientras tanto, ella, la maga de los patrones y el diseño, seguía proyectando los rincones de su fantasía aún sin estrenar, en todo lo que inventaba. Viajando por el pais de norte a sur, me enseñó geografía y culturas diversas. Conocí a sus amigas nuevas. Y disfruté de muchos cambios de ciudad y de casa.

Cuando la estrella de Tony cambió el firmamento del estadio por el cosmos creativo de los fogones y demostró que se podía conseguir un sistema planetario gastronómico manejando las primicias de la madre tierra entre los pucheros y las sartenes, por entre los que Dios acostumbra a pasearse, como ya descubrió Teresa de Jesús, ella, mi amiga de tantos años, me trasladó a vivir junto al mar, a su lado, como siempre. Me buscó un rincón junto a la cristalera de la terraza, frente al puerto, donde se balancean los yates y los veleros en verano y donde el mar se queda solo y lleno de luces de purísimo azul en las mañanas soleadas del invierno. Entre el canto de los pájaros y el roce suave de las palmeras del jardín percibo la delicadeza de los jazmines y las voces nuevas de los niños que vienen a sentarse junto a mí.

He vivido de sensaciones. Del tacto de ella, de su proximidad. De los fragmentos de conversación. De las piadosas gotitas de aceite reparador. De los silencios. Del repicar de la lluvia en las plantas y los toldos. Del aroma del café y el regusto de paellas indescriptibles. De la quietud en la noche cuando sólo los reflejos de la luna se hacen mis confidentes impasibles. Inexcrutables. De las idas y venidas. De los regalos del Tióm y las canciones en catalán. De los destellos de las cuentas, perlas y brillos del brocado y el raso en la falla textil. De los relatos de viajes ultramarinos, mamenrober y mágicos. He sentido las manos pasar por mi piel llena de cicatrices cromáticas, por mi cuerpo horizontal y la torre vertical de mi cuello sólido y potente. Las notas del piano, del trombón, el clarinete y el bajo, la guitarra y la voz...deslizándose por mi melena transparente de caricias necesarias. Por la rueda de la fortuna que me pone en movimiento y me da el empuje para continuar sintiéndome esa vieja amiga imprescindible todavía. He aprendido a enrollar y estirar los hilos de mil historias, a contemplar en silencio caras familiares y desconocidas que desfilan cada día delante de mi discreta y modesta presencia. Por la puerta de servicio. En el rincón oculto del probador. Bajo la sombra del maniquí, el polvo del jaboncillo y la guirnalda de la cinta métrica.

Y aquí estoy, tranquila, envejeciendo en mi rincón mediterráneo con dignidad, como ella, como Tony. Después de tantos años me pregunto por qué no tengo un nombre. Me gustaría que antes de jubilarme para siempre, ella, la única amiga, la única familia que he tenido de verdad, me dijese por fin algún día, mientras suena la música en el taller y Noa ladra a algún tímido rayo de sol en la terraza, que aunque no tenga nombre, he sido la más fiel y servicial colaboradora, ésa que nunca le ha pedido nada a cambio de dejarse llevar y traer, trabajar sin sueldo ni cotización... Su inseparable máquina de coser.

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