jueves, 24 de septiembre de 2009

Virtudes capitales: II

Humildad
El segundo desafío del catálogo de "pecados mortales", era la soberbia. Un vicio, que como todos, está más cerca de la enfermedad que de la irregularidad. La soberbia consiste en una alteración grave de la autopercepción, que se inclina a sobrevalorar los contenidos del propio ego, a imponerlos como norma o ley a los demás y a infravalorar cualquier iniciativa que no provenga de uno mismo o de sus campos relacionales afines, es decir, de su cultura, nacionalidad, familia, etnia, religión, empresa, etc. El ego tiene muchísimas formas de darse a conocer. Por ejemplo, en la xenofobia y en el racismo, en las guerras "santas" e inquisitoriales, somos víctimas de una inflaccción del ego colectivo. La importancia de los daños que ese estado ocasiona está relacionada con el volumen y extensión de masa psicoafectiva ocupada por el ego y su soberbia concomitante, que suele camuflarse bajo otros nombres como "orgullo", "dignidad herida", "derecho a esto o a aquello", pero siempre a favor de unos y en contra de otros, olvidando que jamás el verdadero derecho de alguien puede lesionar el derecho de otro, a no ser que se esté confundiendo derecho con abuso, en cuyo caso se entra en el terreno de la delincuncia directamente, sea como presión, chantaje, calumnia, etc, que normalmente son hijos subterráneos de la misma soberbia incapaz de admitir sus errores y sus limitaciones. En el terreno social esto produce emfentamientos, guerras y luchas devastadoras; en el terreno individual esta patología causa desajustes graves en la personalidad y detiene el proceso de maduración del carácter. Verdadera locura en los casos agudos, que unidos a la ira, pueden ser destructivos en todos los niveles.
El tratamiento que cura para siempre ese "pecado"-enfermedad es la humildad. Al contrario exactamente, esta virtuosa medicina, coloca la ecuanimidad en el autoconcepto. Ser humilde no significa infravalorarse, sino aceptarse y eso es el sano principio del autoconocimiento objetivo y dela aceptación de los defectos y vietudes de los demás. Quien es capaz de aceptarse con todos sus defectos y fallos, también puede reconocer las cualidades que maneja, con naturalidad y sin descuentos falsos. Pues negar una cualidad que está a la vista es una pose. Una mentira existencial, que encubre cierta vanidad soterrada. Y un detalle muy feo con la divina creación providente que ha querido regalarnos algo especial y noble para que lo empleemos en el servicio a la humanidad y en la mejora y embellecimiento de la vida y del mundo, aunque sea en lo más elemental y cotidiano.
La humildad es sencillez. Claridad. Inocencia. Aceptación natural de la realidad. Un premio Nobel, un artista destacado y válido, por ejemplo, no pueden negar que tienen un talento especial para esas parcelas del conocimiento. Pero si se es humilde -e inteligente- no ninguno de ellos envanecerá , porque se sabe que es el trabajo que toca realizar, como el buen cocinero o los empleados de la limpieza desarrollan funciones vitales e imprescindibles, sin las que la vida ordenada y civilizada sería mucho más difícil. La humildad nos coloca en el verdadero lugar que ocupamos en el universo. Nos equilibra y nos centra.

Un método útil para trabajarla, es desmitificarnos, aprender a reirnos de nuestras manías,de nuestras obsesiones, de nuestra "imagen", de nuestro mundo dramático-ilusorio que intenta colocarnos en la cima de cualquier cosa en cuanto se ve frente a otros, olvidando que realmente perder el tiempo en discusiones, descalificaciones y desconfianzas, sólo nos divide por dentro y debilita el crecimiento de la conciencia, el despertar de nuestro ser superior. Por ejemplo, cuando alguien trata de insultarnos o de humillarnos, es bueno escucucharlo, seguramente en su rabia y rechazo, haya algo de verdad acerca de nosotros que aún no percibimos. Seguramente se equivoca en el modo de hacérnoslo saber, porque quizás tenga problemas de carácter, alguna frustración y carezca de mecanismos autoreguladores de la emoción primaria y violenta, ésa que tiene un tinte sádico y vengativo, que no es fácil aceptar, pero con mucha frecuencia, esos "maestros" molestones, nos indican los puntos flacos de nuestras conductas. Y conviene analizar sus mensajes subliminales. No quedarse en el insulto recibido, sino intentar ver qué lo ha provocado y qué colaboración nuestra inconsciente, casi siempre, ha intervenido.

La humildad nos desmonta la vanidad, que es la hija pequeña de la soberbia. Nos permite mirarnos sin careta ni antifaz. Y ver lo que hay y lo que no hay en nosotros. La humildad es la honestidad. Y también la que nos da el valor de la verdad. No es una verdad teórica, ideológica, de valores genéricos, sino la verdad íntima, concreta y personal, que no desea ni puede mentirse a sí misma.
Sólo desde ese estado podemos denunciar la injusticia, los excesos y barbaries de la sociedad y de los individuos que delinquen. En ese estado no se busca el castigo, sino la mejoría de todos, incluídos los delincuentes. Y se les da ayuda y socorro igual que a los honrados. Pero se denuncian los hechos para poder repararlos y corregirlos. Nunca haciendo alarde del poder ni de la "razón" personal o partidista. La humildad no se toma revancha ni se venga. Está sana y es lucidísima. No necesita machacar a otros para autoafirmarse, ni eliminar "contrarios" para no tener que plantearse sus errores. Ni combatir a nadie para probar vanidosa y soberbiamente la falsedad de que áun es incapaz de vencer sobre sus propios enemigos internos que son los que destruyen de verdad. "No enferma ni mancha al hombre lo que viene de fuera, sino lo que sale de su interior" , dice Jesucristo en el Evangelio. Y como siempre, acierta. Al fin y al cabo quienes nos señalan nuestros errores con objetividad e inteligencia no son nunca enemigos, sino grandes ayudas para nuestra mejoría. Los que nos recomiendan con sus actitudes, el camino de la simple e imprescindible humildad.

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