Amar la vida
Necesitamos tu ayuda para seguir informando
Colabora con Nuevatribuna
Amar la vida es una de las obligaciones irrenunciables de todos los seres humanos, aunque a menudo nos distraigamos en cuestiones que nada tienen que ver con ella. Pelear sin descanso por ser más que el de al lado, que los otros, que los amigos o los enemigos, trabajar de sol a sol para tener un automóvil que brille como el lucero del alba mientras los demás lo hacen para subsistir, cifrar la felicidad el mundo de las cosas, en el poder adquisitivo, en la distinción que da el acceso a lo más escaso, a lo que sólo por ese motivo es apetecible, dejar de lado a los seres más queridos por tener más, por la estima de los desconocidos, por el prestigio que el sistema otorga a los más desaprensivos o a los más narcisistas, son formas de tirar la vida a la basura, de despreciarla, de destruirla antes de que se evapore por causas inevitables.
Continuaremos aplaudiendo a gilipollas tan dañinos y miserables como el jefe de la ultraderecha mundial, al hombre de confianza de Trump
No es fácil encontrar verdadero sentido a nuestra existencia, aunque debería serlo si no estuviésemos condicionados por la adquisición de bienes, por conseguir algo más grande o más valioso, si fuésemos capaces de pararnos a considerar que no hay más vida que ésta y que nuestra única misión es llenarla de sentimientos, de emociones y afectos de fraternidad, de acciones solidarias y de empatía, sin embargo conforme el mundo de las cosas se va imponiendo a los demás mundos que nos conforman, las capacidades humanas para comprender lo que pasa a nuestro alrededor, para ponernos en el lugar de los otros, para ir un poco más allá en lo que hacemos por los demás, vamos perdiendo aquello que nos hace más grandes, más serenos, más merecedores de existir en plenitud. Ahora que se acerca el final de otro año más volvemos a llenarnos de buenos propósitos, de razones para enmendarnos o para proseguir el camino, pero en el tiempo que nos ha tocado vivir seguiremos, de nuevo, viviendo al margen de los que sufren la crueldad inmensa del hombre primitivo, del que mata a mansalva, del que organiza guerras para tener más riquezas, de los bombardeos aniquiladores que arrasan campos y ciudades tal como ocurría hace tres mil años en Sumeria o Asiria. Continuaremos aplaudiendo a gilipollas tan dañinos y miserables como el jefe de la ultraderecha mundial, al hombre de confianza de Trump, al tipo que tiene como única ambición vital acumular la mayor cantidad de dinero y poder posible a costa de la miseria de cientos de millones de personas. Embebidos, borrachos como estamos de los superfluo, insistiremos en mirarnos nuestro ombligo, en rezar a dioses inexistentes, en adorarnos como si fuésemos los únicos del planeta que tenemos derecho vivir, aunque no dejemos crecer la yerba allá por donde pisemos.
Mi madre Elena ha sido hasta hace unos días una de las mujeres más buenas y generosas del mundo. Apenas fue a la escuela, hasta los diez años, a un colegio de monjas en la posguerra. Pese a ello algo había en ella que la impulsaba a ir más allá de lo que sus ojos alcanzaban, pintaba, leía a escondidas, cocinaba, limpiaba y cosía como la mayor parte de las mujeres de su tiempo. Sin saber cuando era joven quien era Monet o Sisley, copiaba maravillosamente bien sus obras, hasta el extremo que desde siempre pensé que habría sido una magnífica pintora si hubiese tenido la escuela que necesitaba ello. No la tuvo y cuando crecimos, volvió a pintar con las mismas carencias, con el mismo agrado, con la misma pasión innata. He pensado a menudo en ello, en sus cualidades, en sus capacidades, en las de tantas mujeres que pudieron hacer cosas maravillosas y no les fue posible. Empero, Elena si hizo una cosa con plenitud, fue feliz e hizo felices a quienes a ella se aproximaron. Sufrió mucho porque la vida le pegó fuerte y donde más duele, pero ni los sucesos más aciagos lograron desviar su bondad ni su capacidad para lograr que el mundo que la rodeaba fuese un poco mejor cada día, el de quienes estábamos a su lado y el de muchos que ni siquiera la conocían. Cultivó la bondad desde joven y consiguió con el tiempo, con el paso de los años, con las puñaladas salvajes que la acometieron, perfeccionarla hasta la perfección.
Elena si hizo una cosa con plenitud, fue feliz e hizo felices a quienes a ella se aproximaron. Sufrió mucho porque la vida le pegó fuerte y donde más duele, pero ni los sucesos más aciagos lograron desviar su bondad
No fue consejera de ninguna empresa, no fue banquera, ni siquiera tuvo un automóvil utilitario, tampoco riquezas deslumbrantes, pero pasó por la vida sabiendo distinguir lo bueno de lo regular y lo regular de lo malo, siempre con una sonrisa, siempre con una palabra agradable que decir, siempre con su puerta abierta de par en par. La vida, la verdadera vida consiste en eso, en personas como ella, capaces de disfrutarla y capaces de hacer disfrutar a los demás sin hacer daño, sin aspirar a tener más que lo necesario, sin complejos, con la satisfacción inmensa que da el deber cumplido desde la más absoluta bondad. Algún día, espero que no sea muy lejano, lograremos entender que ese es el verdadero sentido de la vida, que no lo del más allá importa poco, que es aquí donde tenemos y debemos hacer todo lo posible para que el mundo sea cada día un poco mejor. Elena lo hizo, muy por encima de lo que era su obligación, con desmesura, con elegancia, con amor, sin pedir nada a cambio, siendo feliz cuando pudo. No se puede dejar libro mejor escrito, lienzo mejor pintado, obra mejor concluida. Gracias por existir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario