martes, 25 de abril de 2023

Moltes gracies, Guillem Martínez! Este relato es precioso, humanísimo y tierno, como debe ser la humanidad, como lo es en realidad, cuando se planta y decide ser ella misma: llena de gracia que rebosa y se comparte de un modo natural, tod@s llevamos dentro una María, sólo hay que dejarla salir para que reparta su luz y su gracia 😍🙏

 

Los domingos

Sobre la gracia

Guillem Martínez 23/04/2023

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Mi madre era graciosa. Quiero decir, que tenía gracia, ese estado, esa percepción. En el Evangelio de María, uno de los Evangelios Apócrifos más antiguos, en los que el cristianismo, aún no transitado por San Pablo, no acaba de comprenderse como algo muy alejado del judaísmo, y en donde el escritor de los textos apostaba por un estilo y por unos recursos en verdad efectivos, para describir la gracia se presenta a María entrando en el Templo, siendo una niña muy pequeña. Una vez en el interior, María, una niña al cabo, abandona todo protocolo, y se sienta en uno de los escalones anteriores al altar. La desproporción entre la niña y aquella arquitectura, perdida hace 2.000 años, hace que sus pies queden colgando de un escalón, de manera tierna, graciosa. Después de mostrarnos esa imagen, conmovedora, el narrador interviene brevemente, solo para explicar que, en ese preciso momento y sin pausa alguna, y tal y como el lector ha entendido, la gracia copaba a María. Mi madre podía tener la edad de María cuando fue expulsada del templo, y viajó varios cientos de kilómetros huyendo de una guerra. Era una niña más de aquella época, con el cabello cortando à la garçonne y, sujeto a él, un lazo gigantesco, desproporcionado como el escalón de un templo. Y, por ello, gracioso, lleno de gracia. Ignoro cómo y de qué manera se desplazó. Ignoro si lo hizo sola o, más probablemente, acompañada por un adulto, hoy olvidado. Supongo que, en ese trayecto, a partir de ese trayecto, la protegió su gracia. La gracia que ahora revivo y que me hace comprender que yo mismo, un adulto hoy, hubiera agarrado de la mano a aquella niña, fascinado, y la hubiera llevado lejos de las bombas. Mi madre, en todo caso, y como todas las personas de su generación, jamás hablaba de todo eso. En ocasiones se le escapaba algún detalle. Eran detalles que no encajaban, eran historias autónomas, sin sentido o engarce con otras, sin posibilidad de explicar una biografía. No quería explicar nada de su pasado, pero el pasado, que es como el agua, siempre descendía, buscando su nivel, a través de esas historias. En esta historia –he escrito estas líneas solo para contarla–, ella es una niña de una ciudad del siglo XX en un pueblo del siglo XV. Camina por las calles, con animales inverosímiles para los que ha construido correas y collares, y a los que pasea, como en las ciudades antes de las bombas. Las personas del pueblo no entienden eso, que nunca han visto. Pero lo encuentran gracioso, lleno de gracia. Es feliz. Justo hasta el atardecer, en el que, cada día, suena una alarma antiaérea. Nadie más parece oírla ni atenderla. Solo lo hace ella que, al escucharla, empieza a llorar y a correr, buscando refugio. Una tarde, una mujer mayor, analfabeta, pero que, pese a ello, le había enseñado a contar, recogiendo y contando huevos de un gallinero cada mañana, la agarra de la mano, y se la lleva lejos del pueblo. Caminan mucho rato, hasta la hora diaria de la alarma antiaérea. Pero hoy, a esa hora, están en la cima de una pequeña montaña. En ella hay un pastor. Y tiene una caracola marina, grandiosa, en la mano. Se trata de un objeto extraño, tan lejos del mar. Eso es lo que la mujer quería que mi madre viera. Y, en efecto, una niña, con un lazo más grande que su cabeza, y que con el tiempo sería mi madre, vio como el pastor se llevaba la caracola a la boca, soplaba por ella y provocaba un sonido parecido a una alarma antiaérea, si bien, al ser escuchado por sus cabras, hacía que volvieran a dormir con el pastor.

El mundo es absolutamente bondadoso y nuestras vidas, en contraste con las arquitecturas desmesuradas y las bombas y los gritos, quieren, tienden, a estar repletas de gracia. Es nuestra proporción. No cuelgan los pies allá donde nos sentamos. Compartimos y nos unen lazos gigantescos y, por ello, llenos de gracia. Todo nos viene grande, por lo que resultamos tiernos. Que puntualmente no sea así requiere un esfuerzo sobrehumano. Literalmente. Esto es, no humano. Desmesuras, bombas, gritos, crispación.


Autor >

Guillem Martínez

Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo) y de 'Caja de brujas', de la misma colección. Su último libro es 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama).

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