jueves, 16 de septiembre de 2021

Las reflexiones de los filósofos que no se pierden por el camino del restaurante son los mejores cubiertos para el menú cotidiano. Por ejemplo, este artículo de Santiago Alba Rico. Sin el descubrimiento y la integración de las células y los átomos vitales, no hay cuerpo social que resista y pueda regenerarse. Sin lo pequeño, lo desapercibido, lo casi invisible con las prisas y los nervios de la ilusión, las apetencias y la ensoñación alienante, es muy fácil despistarse y perderse hasta llegar al gran batacazo de la autodestrucción del gran cuerpo, que no existiría sin lo que en realidad lo sostiene: partículas, moléculas, electrones, células, tejidos, aparatos, glándulas, órganos, sistemas y funciones imprescindibles...Toda esa pequeñez casi invisible y silenciosa, discretísima, casi escondida, es la sustancia y la energía encriptada que permite la existencia de lo más llamativo por el tamaño y el ruido que hace al exhibirse e imponerse con demasiada frecuencia en plan pírricamente absoluto. El símil con la homeopatía que expone este artículo es muy acertado como metáfora, solo hay algún matiz que aclarar: la Homeopatía, sí cura, querido Santi. Lo hace a otro ritmo distinto del de la alopatía habitual, porque actúa según la naturaleza única de cada ser humano, de cada animal y de cada planta, no solo cura el cuerpo, sino que ayuda a curar todo el ser, pues la enfermedad afecta sin duda a todo el conjunto material, energético e inmaterial. La dilución de la materia en energía a distintos grados de intensidad es el fundamento del éxito evolutivo homeopático, porque no ataca sino que coopera con el 'atacante enemigo' 'hasta "educarlo" y hacerle parte de las propias defensas. Como hacer de la basura orgánica un buen abono para la tierra del huerto ontológico. En realidad la homeopatía funciona como la vacuna y ambos tratamientos están basados en la experiencia directa con seres vivos, -no en la especulación ni en las hipotesis exclusivas de laboratorio y taller mecánico- . No en vano Jenner(vacuna) y Hahnemmann(homeopatía), -dos médicos fundamentales que cambiaron las perspectivas de la enfermedad- coincidieron en la misma ola temporal. Es otro concepto de la enfermedad y de la curación, que nunca van separadas de la idiosincrasia personal e irrepetible de cada ser humano. Por eso sus preparados son incontables, nada tóxicos ni agresivos. Precisamente por su minimalismo respetuoso. No hay mejor conocimiento que la praxis personalizada y sus aportes cognitivos. ¿Dejaría la filosofía de ser la puerta abierta con más garantías para la mejor evolución de nuestra especie, porque haya aun muchos seres humanos que no la conocen personalmente, o no la entienden, ni saben quienes y qué significan para la humanidad Heráclito, Parménides, Sócrates, Platón, Aristóteles, Protágoras o Gorgias en la oposición, Séneca o Plutarco, ni qué dicen Bacon, Spinoza, Hegel o Nietzsche, ni qué es la ética ni la duda metódica o el imperativo categórico o la razón pura de nuestro querido Kant? Pues lo mismo pasa con la Homeopatía (la pongo en mayúsculas, porque precisamente su humildad, su sabiduría y sus efectos en los seres vivos en tantos niveles, lo merecen) Y porque casi cuarenta años de liberación homeopática me permiten escribir y decir estas cosas sin temor al ridículo ni al imperio del tópico, sin interés alguno por hacer parroquia; es solo el ético deber de la coherencia real acerca de lo experimentado y comprobado durante muchos años y descubierto cuando la medicina mecánica no era capaz de curarme a su aire y un médico de hospital militar me recomendó que buscase un médico homeópata. Así lo hice y todo cambió. No solo no me caí del caballo, como Paulus de Tarso, es que encontré un caballo mucho mejor adiestrado e inteligente, que oara colmo me abrió puertas insospechadas del conocimiento que empieza en la más tangible y palpable anámnesis.Tampoco rechazo la alopatía, estupenda para diagnosticar o atender en urgencias, pero se queda ahí, muy pocas vececes atina en los tratamientos y aplicaciones terapéuticas ni en las verdaderas curaciones profundas de la enfermedad que no se resuelven con un Optalidón o una droga aplicada ad hoc o algún otro veneno fantástico que sin diluir (como lo hace la Homeopatía) mata mucho más de loque cura, y yastá, hasta ahí llega el progreso... Solo le atrribuyo una inmerecida omnipotencia bastante cegata, que es solo tecnológica y por ello tantas veces se queda en mera preciencia sin conciencia, con inexplicables pretensiones de valor absoluto y demasiado dolor y complicaciones derivadas, perfectamente evitables cuando hay un concepto más profundo, más amplio, más empático, humilde, humanista y compasivo de la Medicina, que no es solo una ciencia, sino un universo en el que ciencia y consciencia no pueden ni deben separarse ya desde el inicio de la propia carrera médica . Si además de buscar un buen médico, es homeópta, mucho mejor para el enfermo. El saber y conocer práctico no ocupa lugar y no estorba ni sobra nunca. 74 años, una familia muy numerosa y una vida de desgaste constante sin paliativos, son testigos de cargo en este tema (y en otros muchos); la Homeopatía -sin duda- es un trocito fundamental y básico de la Piedra Filosofal, de la alquimia entre cuerpo, alma, elementos, química, física, metabolismo, circunstancias, debilidades, vulnerabilidad, emociones, mente, ideas, espíritu y conciencia = mejor salud y más equilibrio. Mejor mundo. Me pregunto con frecuencia y viendo lo que hay ¿Qué tal y a qué nivel evolutivo estaría nuestra especie y el planeta que la soporta si la Homeopatía fuese la medicina más común y frecuente, en vez de una rareza esotérica, raruna y un poco p'allà que solo conocemos cuando la ponen como un trapo en las tertulias cultísimas y puestísimas de tv, ridiculizando lo que no conocen, evidentemnte? En ese clima es lógico que hasta el clima salte por los aires. Muchas gracias, amigo Santi, por darme la oportunidad filosófica de reflexionar y compartir mi humilde experiencia, con tanto amor a cada ser humano como siento por mis hij@s, hacia toda nuestra familia planetaria, siempre presente y enriquecedora en el camino de nuestras historias personales y colectivas. Un abrazo!

 

Homeopatías

El camino de Damasco

Las cosas pequeñas no salvan, pero sostienen. Agarran. Por eso constituyen una garantía de supervivencia y un peligro

Santiago Alba Rico 15/09/2021

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Como todos sabemos, Paulo de Tarso, San Pablo para los cristianos, se cayó del caballo camino de Damasco y se convirtió así en el verdadero fundador de la Iglesia de Cristo. ¿Pero acaso sabemos cuántos más, antes y después de él, se cayeron en ese mismo tramo del camino? Quizás fueron decenas que no han dejado la menor huella en la memoria. Quizás miles se cayeron, se sacudieron la ropa y reanudaron la marcha, ignorando la llamada de Dios porque preferían acudir a la llamada de la amada, de la taberna o del partido de los domingos. Quizás muchos reemprendían la marcha llevando cautelosamente el caballo de la brida, no fuera que a Dios se le ocurriera llamarlos de nuevo. Quizás todo el mundo sabía que Dios se había instalado precisamente en ese punto del camino de Damasco y por eso algunos elegían una calzada alternativa y los que no tenían más remedio que pasar por allí lo hacían a pie o en un asno lento y plebeyo, para amortiguar la costalada. Quizás había incluso un letrero en la cuneta que advertía del riesgo, como los que hoy en nuestras carreteras indican “curva peligrosa”; y San Pablo lo tomó a sabiendas de lo que hacía, atraído, como era propio de él, por todas las experiencias extremas e irregulares.

La expresión “caída de Damasco” se utiliza para referirse a esa revelación inesperada que parte en dos una vida; al –así llamado– “momento de la verdad” en el que se decide el curso de la existencia. Es lo que, en los aledaños del concepto, los griegos y luego los cristianos denominaron kayros, término traducido a menudo como “oportunidad”; y no deja de ser curioso –o inevitable– que esta idea muy filosófica se la haya apropiado hoy la gestión empresarial para localizar y transmitir a sus soldados el momento “verdadero” en el que, cautivo en las redes del agente de viajes, el cliente decide comprar el producto: la oportunidad, en definitiva, de un negocio. Kayros era para los griegos, frente a Cronos, el tiempo corto, intenso, decisivo, en el que el Destino, por así decirlo, aflojaba la mano; y en el que, por tanto, el Carácter, según la reflexión de Walter Benjamin, se hacía cargo, por unos instantes o por unos días, de la propia experiencia vital. Para los creyentes, digamos, Dios es el Carácter del Mundo que, en el camino de Damasco, deshace el Destino de Saulo y lo reencarrila en un nuevo fatum ya sin retorno o, si se quiere, despojado a partir de ahora de todo Carácter propio. Para los no creyentes, en cambio, lo que los cristianos llaman “revelación” no es más que la manifestación más radical del Carácter frente al acoplamiento rutinario a ese Destino común siempre al trote, sin caídas estrepitosas, que preside las vidas normalas y norbuenas de los seres humanos de a pie: el Carácter, en definitiva, que derriba el caballo llamado Destino. Lo bonito de las hagiografías cristianas es que nos hablan de una época maravillosa en la que la gente se “convertía”; es decir, se sustraía de pronto, en un kayros fulminante, a su destino familiar, social y religioso. La idea misma de “conversión”, expresión de un volteo disruptivo y radical, nos recuerda dos cosas muy importantes: la primera, que es posible e inevitable cambiar; la segunda, que en la vida humana son más frecuentes (¡y no digamos bajo el capitalismo!) los accidentes que los cambios.

En realidad, no es cierto. En realidad cambiamos sin cesar, pero no nos damos cuenta, salvo retrospectivamente, porque los cambios no suelen ser consecuentes a una conversión; incluso los accidentes se incorporan blandamente a una vida cuya monótona continuidad es la centralidad del yo. No nos damos cuenta porque después de afiliarnos a una nueva iglesia o a un nuevo partido –valga decir– nos seguimos reconociendo en el espejo. Quizás en el recuerdo, a los sesenta años, localizamos en nuestro pasado dos o tres “momentos de la verdad” en los que –enseguida reparamos– intervinimos poco o nada o intervinimos de tal modo que, en ese momento crucial, nos parecía estar cediendo más al Destino que imponiendo nuestro Carácter. Frente a la idea de “conversión”, que ilumina un kayros o “momento de la verdad”, las vidas normalas y norbuenas van acumulando decisiones, si se quiere, homeopáticas. Es verdad: en algún sentido muy radicalmente existencialista podríamos decir, sí, que en las vidas normalas y norbuenas cada momento es el momento de la verdad porque cada momento es el momento en el que, contra la náusea y el cansancio, decidimos no cambiar de vida; cada momento es, aún más, el momento de la verdad porque cada momento es el momento en que decidimos no suicidarnos, pues es también el momento en que suena el teléfono móvil, borbotea la olla en el fogón o queda una cerveza en la nevera. Lo que ocurre es que, si cada momento es el momento de la verdad, no hay en puridad ningún momento más verdadero que otro. No hay “momentos de la verdad”. Por muy deprisa que cambien nuestras costumbres y nuestras opiniones (¡y bajo el capitalismo altamente tecnologizado cambian casi cada día!) ninguno de esos cambios, mientras lo vivimos, podemos fecharlo o anclarlo en una experiencia de revelación paulina.

Nuestras vidas, por tanto, se componen de decisiones y transformaciones homeopáticas. La homeopatía es completamente inútil para curar enfermedades, pero provee, frente a la “conversión”, una buena metáfora para describir la normalidad y norbonidad de la existencia humana, y ello en la medida en que invierte el conocido adagio: “a grandes males grandes remedios”. La homeopatía, en efecto, nos sugiere más bien lo contrario, la idea de que a grandes males hay que oponer pequeños o pequeñísimos remedios, los cuales, a veces, como el famoso “recuerdo del agua”, no mantienen ya ninguna relación con el mal original. De hecho, nuestras decisiones homeopáticas discurren casi siempre completamente en paralelo al Destino de cuya entraña surgen. Es lo que en otro tiempo llamábamos “supersticiones” y “neurosis”: dos fenómenos casi indiferenciados que convergen en un gesto diminuto, concreto y reglado, que nos relaja de una tensión estructural, abstracta y gigantesca. Pondré un ejemplo negativo y otro positivo. El negativo: un hombre (o una mujer), abrumado por el paro y la pobreza, privado de todo poder y que acaba de escuchar una noticia realista y apocalíptica sobre el cambio climático, propina con alivio un bastonazo al perro que se acerca a lamerle la rodilla. El positivo: un hombre (o una mujer), abrumado por el paro y la pobreza, privado de todo poder y que acaba de escuchar una noticia realista y apocalíptica sobre el cambio climático, acude a la cama donde duerme su hijo de cuatro años (ahora que precisamente no hace frío) y lo arropa y le ahueca la almohada para protegerlo de todo mal.

Las cosas pequeñas no salvan, pero sostienen. Agarran. Por eso constituyen una garantía de supervivencia y un peligro. Miles de millones de personas haciendo gestos pequeños en paralelo a la Historia que trabaja contra ellos ofrece la imagen más tierna, esperanzadora y preocupante que cabe concebir en un mal momento.

¿Cuáles no lo son? ¿Cuáles no lo han sido? Porque no es ya el Destino sino la Historia la que preside, como un destino, nuestras vidas. Curiosamente, si la vida humana, la normala y la norbuena, está compuesta de decisiones homeopáticas sin “momentos de la verdad”, percibimos la Historia, en cambio, cada vez que bregamos en ella, como compuesta sólo de “momentos de la verdad” a cuya llamada sería irresponsable o criminal no responder. Pero ni la normalidad-norbonidad es puramente reproductiva u homeopática ni la Historia, ya totalmente absorbida en el capitalismo, es el camino de Damasco. Podemos percibir como un peligro la normalidad y norbonidad de los que, derribados del caballo, se sacuden el polvo y reemprenden a pie su monótono avatar. Pero podemos percibir como no menos peligrosa la concepción de la política que considera la Historia un permanente sobresalto de kayros de emergencia, frágiles, apremiantes y finalmente desperdiciados. Es como si no hubiera enlace posible entre la homeopatía humana, sin la cual la vida social no es posible, y la intervención en la Historia, sin la cual la salvación no es posible. Ahora bien, la única solución para la especie es que haya alguno: que el lujo –pues es un gesto innecesario y hermoso– de arropar a un niño cambie, y no sólo sostenga, el mundo y que cada kayros desperdiciado se funda con la vida y no se pierda para siempre.

Pensemos en la política española de la última década.  ¿No nos queda un poco la sensación de que hemos perdido muchas oportunidades por el temor a perder la oportunidad irrepetible en que se decidía nuestro destino? Y esa impaciencia, en la medida en que ha dejado fuera muchos gestos homeopáticos, ¿no ha abierto una “ventana” –aún más que la normalidad del que no atiende la llamada– a la política del enemigo?

Los grandes remedios son también grandes males. Ni siquiera la urgencia del cambio climático debería llevarnos a olvidar esa gran enseñanza del siglo XX. No debemos dar bastonazos al perro; no debemos dejar de arropar al niño.

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