viernes, 24 de junio de 2011

Las sombras del eco

Curioso es el negocio de las publicaciones editoriales como inexcrutables son los caminos del señor. Esta idea me asalta constantemente mientras pienso en el grandioso y reverberante estilo literario de Umberto Eco. Sobre todo después de leer su último folletín, al más puro aire decimonónico, "El Cementerio de Praga".
A este autor le encantan las tramas complicadas y los argumentos-matrioska, que de vez en cuando agrada leer, si no se emplean como herramienta habitual. Lo poco agrada y lo mucho empalaga.
En el caso de sus grandes novelas río, esa práctica del injerto se repite cada vez más. Y no sé por qué me viene in mente una paráfrasis de otro adagio popular: "No es más escritor quien más páginas escribe, sino el que tiene algo que decir y sabe como decirlo" lo mejor posible y conservando el interés del lector desde la primera página a la última.
La novela y el relato son géneros difíciles a pesar de que la mayoría de los novelistas y narradores no lo vean de ese modo, o al menos así lo parece, dada la profusión asfixiante de material editado, que no siempre es digno de ser leído.
Desde que me tropecé con "El Nombre de la Rosa" me interesó leer a Eco. Luego llegó "El Péndulo de Foucault", "La Isla del Día de Antes", su ensayo sobre el lenguaje perfecto, su discurso en el Palau de la Música de Valencia en el año 97, creo recordar, y me fui interesando y desinteresando según avanzaba en lectura.
De aquel primer Eco, ocupado brillantemente en los enredos monacales del medievo, queda ya poco. Quizás sean los años, o los kilos, o la jubilación, o la retro experiencia. No sé. El caso es que a lo largo de la lectura de "El Cementerio de Praga", van llegando ráfagas repetitivas, cansinas. El personaje principal se diluye en sí mismo saltando de un mundo milimetrado, circunscrito, injertado en hechos muy concretos de la historia real, hasta convertirse en un soufflè que baja de repente al abrir la tapa del horno. Se pierde. Se difumina en un elenco de actos que son siempre el mismo acto, pero no como creación narrativa de un juego de espejos para mostrar el patetismo de una personalidad recortable y pegable sobre el mismo maniquí, - que es lo que parece apuntar al inicio de la novela- sino un conjunto abigarrado de trozos de lo mismo, que resbalan inconexos y dejan inéditos, al personaje y su significado. Como alegato contra la xenofobia antisemita queda demasiado disperso y exorbitado para tener contenido suficiente. Como descripción de una patología paranoide, que habría dado mucho juego descriptivo, queda superficial y al mismo tiempo persistente hasta la saciedad. Como burla irónica del conspiracionismo enfermizo, se queda a media persiana. A lo largo del relato se siente la caída cada vez más rápida del interés del propio narrador por su obra. La desgana que de repente aleja a Simonini del barroquismo pertinaz de sus tabernas, sus bistrots y sus boulangeries de barrio. La falta absoluta de credibilidad en los estereotipos de feuilleton, la histérica posesa, los curas obscenos y sus tratos con los demonios, el tópico recurrente y sobado de los salones parisinos, el espionaje torpe de mujeres idiotizadas y hombres grises de idéntico voltaje sin interés alguno, la homofobia y la misoginia en cápsulas recidivantes, los odios hiperbólicos y aburridísimos que inciden y persisten sin venir a cuento. Las tres bandas en que se desarrolla la trama: Los diarios de Simonini y Della Piccola y el papel del narrador, descoinciden, no están acoplados narrativamente, hasta el punto de dar lugar a una sospecha, ¿este libro lo ha escrito Eco solo o es la recopilación de lo que han escrito un par de "negros" a sus órdenes? La narración fresca y vital de los lances garibaldinos, la lupa recurrente sobre la ancestralidad siciliana, con detalles y precisión tan concreta que recuerda a Tomasso di Lampedusa, aunque muy de lejos, y después, la vorágine de acontecimientos desvahídos que se traga personajes, coherencia histórica e interés por la lectura que cada vez se va convirtiendo en una relectura de lo anterior. En un refrito de sí misma.

Los orígenes hipotéticos y novelables de las maldades actuales se quedan en el chasis cuando se observa la hecatombe diaria de un mundo dominado por la imbecilidad mayestática ascendida a los cielos virtuales de un vacío sin precedentes. No espor descorazonar al autor, pero el rollo religioso ya no interesa y se hace infumable, ha perdido, gracias a Dios, hasta el morbo. La perversión ya hace tiempo que entró en declive como argumento. Los demonios, sus conjuros y rituales se han quedado en mantillas ante la maldad automática y estúpida del protohumano que convive con el humano intentando deshumanizarlo y robotizarlo a base de crisis inventadas, terrorismo enmascarado, manipulaciones impensables en un mundo donde la inteligencia brilla por su presencia mínima, infiltraciones inmundas en proyectos magníficos, asesores torpes, políticos que desbarran o se corrompen o ambas cosas y ciudadanos que despiertan mientras los rebaños del "pueblo" se suicidan; quizás un cuadro del Bosco pasado por matrix y con imágenes del Apocalipsis de Juan entre el punky y el freeky, proyectadas en el fondo de la narración, hubiese sido la performance adecuada para un relato de este tipo. Un conjunto inorgánico, a caballo entre el Cottolengo y el manicomio, que cada día supera en cretinez cualquier pronóstico imaginable y hace que cualquier truculencia narrativa y estructurada tenga menos interés que un videojuego de la Play.

En fin, mirando bien el propio nombre y apellido del autor, hasta suena irreal: Umberto -el que está en la sombra- y Eco -la repetición de sí mismo-. Y surge la pregunta curiosa ¿habremos estado leyendo siempre a un autor con ese nombre o a un colectivo recopilatorio de datos y de historias que se han unido bajo una sigla y bajo la sombra del eco de un nombre? Es sólo una hipótesis divertida. Muy a tono con el estilo complotero del autor, al que le encantan las tramas enrevesadas y las historias de triple filo. ¿Qué mejor relato que el invento de un personaje que se inventa sí mismo y pasa su vida fingiendo escribir y tomando el pelo a los lectores que pagan una pasta por la broma?


Ante esta barahunda de ideas que llegan a mi mente,- sin la intención de acusar para nada a Eco de jugar literariamente sucio, porque no tengo ni la intención ni las pruebas para hacerlo- me pregunto por qué en nuestro tiempo de prisas y ganancias que vienen y van, no se trabaja más por la claridad y la transparencia, que son el verdadero foco de atracción, porque aportan crecimiento y horizontes nuevos, frescos y diligentes. En vez de ranciedades obvias y resignada a "más de lo mismo". En este tiempo de inmundicia universal, lo verdaderamente revolucionario es la limpia normalidad y su aroma reconfortante. El grito simple y certero del chiquillo que ante el desfile disparatado e impúdico de un rey borderlaine, es capaz de ver la realidad y decir a todos que su majestad va desfilando en calzoncillos pensando llevar encima un conjunto elegantísimo de Kalvin Klein.

Ya se sabe que en época de crisis hay que recurrir al trabajo con mayor fuerza y fecundidad. Que es muy bueno colaborar entre trabajadores, por ejemplo escribiendo juntos unas novelas y repartiendo beneficios. Pero sería mucho mejor si esas colaboraciones se puliesen, se trabajasen adecuadamente y con talento suficiente adquiriesen carta de sincronicidad y de revelación, que se eligiesen cooperadores dignos y no aprendices de brujo literario. Y sobre todo que se tuviese la dignidad y el buen gusto de aclarar en la portada que la autoría es una colaboración. Sería hasta una novedad digna de encomio. Un subir del ego al nosotros. Un pasar de la piratería de los listillos a la maestría de los sabios. Un crecer y no un menguar.

Me pregunto, si a lo largo de toda esa historia pantagruélica dedicada a describir maldades y obscenidad hiperbólicas, vale la pena el resquicio final que acaba con la incógnita de la autovoladura de una entidad zombi, Simonini, que ha sido la excusa para dejar el mundo un poco más sucio, más feo y más repulsivo. Por mucha ecología que se haya empleado en papel reciclado y energía solar al imprimir este libro. Contraponiendo la verdadera crítica de Macchiavelli a la afirmación que repite un par de veces el autor: el fin no justifica los medios porque la suma de factores horrendos nunca produce un resultado mejor de lo que pueden lograr sus sumandos, una tortilla muy jugosa, bonita y bien presentada, hecha con huevos podridos es incomestible y huele a demonios. En la nueva energía que llega como llegan las estaciones, inexorablemente, para que se produzca una lieta fine son imprescindibles unos medios semejantes en excelencia a la del fin propuesto, aunque el gobierno indecente de los príncipes de este mundo, todavía, no se lo crea ni lo practique. El futuro lo aclarará todo.
Un sabio y experto jugador al poker de las palabras debería saberlo por experiencia.


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