sábado, 1 de enero de 2011

Año nuevo... ¿de verdad?

Cada fin de año el ritual del acabamiento y del comienzo me trae una reflexión parecida: El engaño necesario del rito. Unas preguntas sin contestar. ¿Qué urgencia rutinaria tiene el género humano de celebrar principios y finales totalmente virtuales? ¿Qué nos separa de ayer? ¿Qué aspectos han cambiado radicalmente o sutilmente al sustituir el cero por el uno o la tiniebla nocturna de anoche por la luz esplendorosa de esta mañana, como nos sucede cada día? ¿Por qué nos pasamos la vida sometidos a los plazos que vamos creando en cada cultura? Creo que amo la vida nómada porque no se somete con tanta facilidad a la convención pactada de divertirse por obligación, de hacer compras compulsivas "porque toca"o de amontonarse en la Puerta del Sol para engullir uvas a toda pastilla mientras un cómico o un guaperas, junto a la presentadora más glamurosa del momento se balancean en los tópicos de cada año, hacen idénticas afirmaciones y calcadas negaciones, iguales memorias tópicas. Ni siquiera los personajes saben romper la inercia del absurdo ritual del rebaño convocado al olor del mazapán y del cava, del matasuegras y de la borrachera mediática. Ni siquiera aflora la espontaneidad de un programa en directo. Todo está enlatado y frío al calor esteriotipado del micro-ondas de la pantalla. No queda un sólo hueco para la expresión de la vida en directo. Grupos musicales y cantantes envueltos en la naftalina de una nostalgia calculadísima y ramplona. No hay un verdugo más cruel que la imagen envasada al vacío del contenido. Festivales y concursos del año de la pera. Divas pintarrajeadas y con unos peinados como el de la Winehause o de Madonna, vestimentas, patillas y melenas masculinas, absolutamente patéticas se mezclan con ese otro patetismo exhibicionista de hoy. Cambian los nombres pero debajo no cambia nada. Todos son la misma marioneta danzando en el mismo escenario. Fantasmas sin dirección. Suspendidos en ese noespacio de ondas paralelas o digitales y terrestres. Da igual que la tecnología trate de perfeccionar y refinar los métodos de transmisión cuando la base transmitible sigue en la brecha del pleistoceno, nutriendo emociones corrosivas e inútiles. Desgastantes en su curso devastador, en su superficialidad repetitiva.
Y sin embargo queda un vínculo que sigue vibrando en el aire. La música. Aún se puede enlazar algo de frescura en lo rancio si te aparece el tembleque de Serrat cantando que hoy puede ser un gran día, siempre único, que quizás sea el último que te toque vivir. Y que por eso mismo vale la pena vivirlo por completo. Menos mal. O Juan Luis Guerra te regala una bendición con la sonrisa de los niños de su pueblo a los que dedica una parte importante de lo que gana cantando. O Ricky Martin que ventila su casa y les cuenta a sus hijos que tienen un padre gay que ya se ha cansado de mentir entre rubias explosivas que le importan un rábano. Y que educa en valores de verdad y mucho más y mejor, un padre valiente que deshace mentiras, más decente que un padre muy macho en apariencia que vive tapando su verdad y enseñándoles a mentir.
Un mezcladillo siempre igual del que se puede aprender a distinguir qué te importa o qué no significa nada. Al menos para ti. Que cada uno lo agarre como pueda. Lo tome como mejor le cuadre.

Personalmente me quedo con Vivaldi, que a eso del medio día me cuenta sus historias sin tiempo. Y me deja en el alma un montón de respuestas sin que le haya formulado ninguna pregunta. Será la magia de las notas. O el suspiro cadencioso de la eternidad que se disfraza de año nuevo para no contradecir los sueños limitados y dejarlos irse. Y que así brille la evidencia del infinito.

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