El conflicto, la democracia y la violencia
por Luis García Montero
La violencia es una consecuencia del conflicto. Pero cuando la
violencia se apodera de las calles y de las relaciones sociales, no
estamos sólo ante un conflicto, sino también ante la incapacidad de
solucionar los problemas a través de cauces democráticos. La ley, los
jueces, el parlamento, las mesas de diálogo, los convenios colectivos y
el simple pudor son formas cívicas que procuran reconocer el conflicto y
solucionarlo con mecanismos civilizados.
El Partido Popular se queja de que sus militantes y sus cargos
públicos sienten la presión de la ciudadanía. Más que presión empieza a
advertirse un desprecio generalizado y una crispación cada vez más aguda
ante todo lo que significa el PP, sus intereses, sus formas de actuar y
su alianza con unos poderes económicos que están empobreciendo a la
sociedad española. No es extraño: el PP echa leña al fuego y alimenta el
conflicto de un modo irresponsable al mismo tiempo que cancela los
cauces democráticos.
El distanciamiento entre los altos ejecutivos de una empresa y los
trabajadores ha sido una de las prácticas calculadas de la economía
neoliberal. Resultaba necesario cortar de raíz cualquier sentimiento de
unidad para introducir la crueldad como códigos de comportamiento. La
solidaridad de los colectivos humanos, incluso en los proyectos de
carácter económico, está fuera de razón cuando se quiere explotar, usar y
tirar a la gente en nombre de los beneficios. Los grandes sueldos de
los ejecutivos, la firma de indemnizaciones millonarias para las cúpulas
y la deslocalización de los centros de poder han servido para
establecer una distancia tajante entre los intereses directivos y los
trabajadores. Donde no existen vínculos sólo es posible la
insolidaridad. Nadie puede tener mala conciencia al aplicar un recorte,
una degradación de derechos laborales o un despido multitudinario. No
hay que mirar a los ojos.
Mecanismos muy parecidos se reproducen entre las cúpulas de las
organizaciones políticas y sus militantes o su electorado. El PP, desde
luego, se lleva hoy todo el protagonismo en esta dinámica. La
cancelación de los cauces democráticos para solucionar injusticias
acentúa los conflictos. La estrategia más evidente es la práctica
oficial de la mentira. Sin ningún pudor, los portavoces del PP callan o
mienten a propósito de las cuestiones más turbias con las que se
enfrentan. La mentira evita la obligación de asumir responsabilidades
políticas concretas, pero no impide el descrédito generalizado de unas
siglas. La cúpula se salva a costa de dejar entre la basura a sus
militantes y de ensuciar de forma grave la convivencia parlamentaria.
Una mentira impuesta es una forma más de gobernar por decreto.
Hay también, junto a la mentira, otras estrategias. La cancelación de
los cauces democráticos ha tenido especial importancia en la
manipulación de la justicia, en la represión policial y en la
obstaculización de mecanismos fundamentales para la democracia económica
como los convenios colectivos. En vez establecer marcos de diálogos
necesario entre empresarios y trabajadores, se impone la lógica del
ordeno y mando de los poderosos. En vez respetar y defender a los
ciudadanos, se reprime y se criminaliza a los que defienden sus
derechos. Y en vez de asegurar la independencia judicial, se presiona
para evitar una investigación rigurosa. El miedo del PP a que el juez
Bermúdez investigara las actuaciones de su tesorero Bárcenas ha sido un
buen ejemplo del estado de nuestra justicia, tan llena de aristas,
rencores y deudas. Se trata de un juez conservador, aupado por la
derecha en su carrera. Pero la derecha no se sintió cómoda —y es que hay
límites de indecencia para todo— con su actuación en el juicio sobre el
11-M. Por eso se comportó de manera poco generosa con él a la hora de
seguir apoyándolo. Consciente de sus maniobras, el PP intuyó el enfado
del juez y se llenó de nervios cuando el caso Bárcenas llegó a sus
manos.
El Gobierno empobrece a la población, degrada la vida laboral,
desmantela la sanidad y la educación pública, es decir, crea conflictos
graves. Y al mismo tiempo obstaculiza la solución democrática de los
problemas. Es una inercia temeraria que favorece los brotes de
violencia. Lo vamos a sufrir más pronto que tarde. También es un modo de
condenar a sus votantes y a sus militantes a un desprecio público
generalizado. La cúpula del PP es la responsable de que hoy en España no
parezca decente ser del PP. Resulta muy difícil compatibilizar la
corrupción y la avaricia de unos pocos con el empobrecimiento pacífico
de la inmensa mayoría.
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