Cada cual interpreta la realidad según sus preocupaciones y sus
necesidades. Pero conviene que la meditación no se quede en la
superficie, porque la actualidad es un espectáculo de síntomas fugaces
que tienden a ocultar con su ruido el origen de los males. Por ejemplo,
una gran parte de la minoritaria prensa crítica está muy entretenida con
las torpes explicaciones del PP sobre sus finanzas y su tesorero. La
verdad es que no se puede hacer peor. Lo peligroso es que este ridículo
sistemático de los portavoces del PP acabe ocultando y desviando la
atención de lo verdaderamente grave: la deshonestidad del partido del
Gobierno, las evidencias de que ha funcionado a través de dinero negro,
venta de favores y reparto de los beneficios obtenidos por la
corrupción. No olvidemos en la polémica el origen de todo: la corrupción
sistemática es más grave que el desatino de los silencios y las
explicaciones cercanas al chiste.
Ocurre lo mismo con los problemas de gran calado. De la situación
generalizada de crisis en la política española y europea, donde ocupa
también su lugar importante la corrupción, conviene no olvidar una
realidad decisiva: los poderes financieros no creen en la libertad. Esta
advertencia resulta indispensable para saber de qué hablamos cuando nos
referimos a la democracia.
El capitalismo ha cacareado mucho su fe en la libertad. Una y otra
vez esgrimió la libertad de mercado, la libertad de prensa, la libertad
de comprar y vender la fuerza de trabajo, la libertad política. Pues
bien, el paisaje actual desmiente este cacareo. El mercado no es un
equilibrio de intereses en libertad, sino un campo minado de presiones
ocultas, chantajes, sobornos, paraísos fiscales, fraudes, estafas,
corrupciones, violencia y opacidad. La prensa ha estallado como oficio
independiente de información veraz y control del poder en nombre de la
opinión pública. Hoy las noticias están al servicio de los gabinetes de
prensa de los Gobiernos y de los intereses de los poderes financieros.
No se puede hablar tampoco de libertad en el contrato de trabajo cuando
se han dinamitado los derechos laborales y los empresarios tienen el
poder de maltratar, despedir y explotar al factor humano de la economía
productiva. La libertad política parece también una quimera cuando se ha
liquidado la soberanía popular en favor de la decisión opaca y anónima
de los especuladores.
Vivimos en un estado de servidumbre. Los síntomas de corrupción y
pobreza apuntan a una democracia desahuciada y a un concepto de libertad
que se identifica con la trampa y con la ley del más fuerte. Libertad
minoritaria para explotar y condena mayoritaria para ser explotado.
Estar contra la corrupción supone en el fondo devolverle la honradez
civil al concepto de libertad, ya sea económica, laboral, informativa o
política. Y la honradez cívica sólo es posible cuando la libertad no se
define con los impulsos del egoísmo individual, sino con la elaboración
de un marco público de convivencia. La libertad democrática es el
espacio jurídico y social que permite a los individuos realizarse
personalmente en la convivencia justa. No olvidemos que la conciencia
democrática nació cuando le fue reconocida a la libertad una
indispensable dimensión social.
Los ideólogos del capitalismo utilizaron la deriva estalinista del
socialismo en el siglo XX para enfrentar de un modo tajante los
conceptos de libertad y sociedad. Se ha identificado de forma tramposa
el pensamiento social con los campos de concentración y con la falta de
libertad. Empezó a rodar así una paradoja. Todo lo público se ponía en
sospecha, al mismo tiempo que se pactaban espacios de bienestar por
miedo a que la pobreza abriera más procesos revolucionarios en Europa.
Terminado el miedo, se refuerza hoy el discurso antisocial de la
libertad y se cancelan los espacios de bienestar propios de la
socialdemocracia europea y de la Transición española.
Debemos de aprovechar ahora el espectáculo de corrupción, usura,
crueldad y mentira para romper esta inercia y reivindicar la dimensión
social de la palabra libertad. La democracia justa supone una política
no esclavizada por los poderes financieros, consciente de su capacidad
para dictar leyes de convivencia que regulen la economía, dignifiquen
las relaciones laborales y aseguren una prensa en libertad.
La cuestión cultural más importante de nuestros días es la batalla democrática por la palabra libertad.
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