jueves, 1 de octubre de 2009

Virtudes capitales VII: La Diligencia

Diligencia

Aunque evoque el título de aquel legendario film de John Waine, la diligencia es, además, una hermosa y sana virtud encargada de suprimir los estragos que hace la pereza en su lugar, cuando nos abandonamos a esa tentación. Y hay que supervisar el concepto de ese vicio capital, porque la pereza no es simplemente un "dolce far niente" que nos deja catatónicos, pasotas e indiferentes. No. Es bastante más complicada de lo que parece. Y está camuflada de muchos aspectos que en apariencia no tienen nada que ver e incluso, parecen ser lo contrario a ella.
La raiz profunda de la pereza es la tendencia a escapar de aquello que tarde o temprano deberemos asumir. Es decir, la pereza es miedo paralizante, que cristaliza en diferentes formas.

a) Miedo a decidir.

b) Miedo a tomar la iniciativa en cualquier asunto.

c) Miedo a no ser lo suficientemente buenos y competentes.

d) Miedo a cambiar.

e)Miedo a no controlar y a sufrir las consecuencias.

f)Miedo a decir la verdad, que deriva en la mentira.

g)Miedo a no ser aceptados, a no ser como los demás esperan.

h)Miedo a estropear las cosas si intervenimos, lo que lleva a postergar las actividades necesarias y a veces urgentes.

La lista puede hacerse interminable, pero el motor y el resultado de todas estas barreras psicoemotivas, es la pereza. Que no sólo es ausencia voluntaria de acción, sino también hiperactividad. Aunque no lo parezca.
La hiperactividad es una escapatoria perfecta hacia la dispersión del ser. El mismo refranero popular lo incluye desde hace tiempo: "Quien mucho abarca, poco aprieta" y así es. Una actividad desenfrenada, inagotable, extensísima, no deja espacio interno en nuestra atención para que aquello que vivimos deje en nosotros huella suficiente para hacernos crecer. El hecho de vivir es también valorar lo vivido, discernir como vivirlo, elegir conscientemente, erradicar de nuestra vida el automatismo y dar paso a la creatividad que con los reflejos mecánicos de la mente y las reacciones inmediatas, se anula, se deja siempre al ralentí. En el trastero de nuestra casa interna.
Es cierto que la mente pensante tiene un poder inmenso si no aprendemos a controlarla y es ella la que marca el ritmo de nuestra actividad, la que no para ni un momento para que desde el fondo de nuestro ser se vaya manifestando la esencia, la sustancia que da coherencia y sentido a nuestra vida personal y a nuestras actividades externas.
Una manifestación clarísima de este vicio que frena las potencias superiores lo tenemos en el afán de "triunfar", "ganar", "luchar" y "vencer". Son infitos los casos en que el éxito mata a sus elegidos. Y no sólo los mata por agotamiento y estrés, sobre todo les mata la conciencia de sí. Les deja vacíos,sin sentido,como hojas caídas y arrastradas por el viento. Cuántos personajes famosos en la cima de su éxito se hunden en una depresión oscurísima porque ya han conseguido todo lo
que deseaban y la necesidad de "luchar" que les motivaba, ya no existe. A un tío mío, hombre de negocios brillantísmo, cuando le ocurrió esto mismo, el psiquiatra le dijo que lo que necesitaba era arruinarse para empezar otra vez a levantar su imperio. Menos mal que mi tío fue lo suficientemente inteligente como para cambiar de vida de un modo radical : Reunió a sus hijos, les repartió responsabilidades en las empresas y él se retiró del todo, primero pasó un año con la tía, su mujer, en su casa de verano, junto al mar en el Cabo de Gata, pescando, conviviendo con la gente del pueblo, yendo a la compra, usando transportes públicos y echando partidas de dominó en el bar por las tardes. Dando larguísimos paseos por la arena, observando que ni los amaneceres ni los crepúsculos eran jamás los mismos. Los dibujaba y coloreaba, con lápices de color, como un niño. Salía a navegar cuando llegaba la primavera y el verano.Y leía todo lo que no pudo leer en sus tiempos de vértigo empresarial. Después de aquel año sabático,en que se dedicó a demostrar a su mujer cuánto la quería y qué importante era para él, los tíos volvieron renovados y se incorporaron a la familia de un modo distinto. Como abuelos en activo. Cuando el chófer se jubiló el tío se ocupó de conducir, y era el encargado de llevar y traer del colegio a los nietos, aprendió a cocinar y sustituía a su mujer en los fogones, "déjame hacer algo, que ya has trabajado demasiado en estas cosas y yo soy un aprendiz" . Viajaron solos a pesar de ser muy mayores. Cuidaban el jardín y le dejaban comida a los pájaros y a las carpas del estanque. Mientras miraba cada movimiento, se dejaba encantar por los trinos que distinguía perfectamente.
Y así llegó al final del camino. Cuando una de sus nietas murió en el incendio de una discoteca, en una fiesta de la universidad, él se apagó de repente. Nos dijo que se iba, porque,seguramente , Cristina estaba demasiado sola al otro lado. Y él que siempre la había acompañado a la escuela no iba a dejarla perdida por esos cielos de Dios. Y se fue. Sin sufrir, sin ruido. Feliz. Igual que vivió sus cambios y supo gestionarlos. Recuerdo una de sus frases: "Hay que ser lo suficientemente diligente como para saber pararse a disfrutar la vida. Quien no aprende a pararse y a vivir lento, es un perezoso". Entonces no lo entendía. Hoy sí lo entiendo. No es más diligente quien más cosas hace, sino aquél que consigue dar sentido a su vida haga lo que haga o aunque aparentemente no haga nada. No es lo mismo el sereno ritmo lento a veces de un ser iluminado y consciente que la pereza histérica del dormido que no sabe quién es ni qué sentido real tiene lo que hace tan acelerada como mecánicamente. ¿A caso llamaríamos pereza al invernar de los animales? Es un tiempo necesario para protegerse del frío de la aceleración hiperestésica y sin finalidad ontológica
en que las prisas por tener sin ser agotan el tiempo y la energía de la existencia.

Ejercicios para aumentar nuestra diligencia pueden ser una dosis de disciplina, un horario que cumplir que incluya un tiempo para transgredir esa misma disciplina. Un tiempo para mirarnos por dentro y sentir qué somos y con esa sensación de encuentro interior, respirando y sintiendo, sumergirnos de nuevo en lo que hacemos. Como Moisés ante la zarza ardiente del Sinaí, así nos quitaremos las sandalias del pensamiento mecánico, porque estamos en territorio sagrado: en el templo del Ser. Donde la vida se convierte en milagro y una vida milagrosa nunca deriva en pereza, ni en saturación, ni en agotamiento.
Cuentan que Pedro Arrupe en Japón, cuando fue testigo directo de la explosión atómica, trabajaba incansablemente desde las cinco de la mañana a las diez de la noche, que su ritmo era tranquilo, nada exigente con los demás, todo dulzura, pero quienes trabajaban con él se contagiaban de su serena eficacia y eran los más competentes. Nadie sabía que el secreto de aquel hombre santo era un presente zen meditativo, al que dedicaba cada día una hora antes de ponerse a trabajar. Se levantaba a las cuatro de la madrugada y estaba el resto del día sin parar y sin estrés. No era hiperactivo, era un realizador consciente. Tal vez por eso el día de la explosión pudo meterse en el mismo centro radioactivo para auxiliar a los supervivientes, sin contaminarse ni sufrir niguna secuela, algo que nadie se ha explicado jamás. Y es que la disciplina, la flexibilidad y el amor, son los tres jinetes de la victoria. No hay pereza que pueda con ellos.

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