Opinión
¿El genocidio? Otra moda

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Tenemos que defender o al menos tolerar con paciencia todas las irracionalidades de la conducta humana compatibles con los Derechos Humanos: amores perros, orgías consentidas, fiestas religiosas, supersticiones colectivas y, desde luego, malos libros, malas películas y malas canciones. En otro sitio he hablado yo, con más o menos acierto, de "prevaricación antropológica" para referirme a esas prácticas cotidianas -la mayoría- que realizamos al margen de cualquier relación con la verdad o con la justicia. Es cierto que, en el contexto del capitalismo tecnológico global, no hay ya ningún gesto inocente que no introduzca en el mundo efectos de consecuencias inconmensurables (desde el placer de comer un filete a la necesidad de usar el teléfono móvil para concertar una cita), pero conviene, por salud mental y política, conservar franjas de nuestra vida a cubierto del concepto de "pecado" (que a veces es también muy de izquierdas). En todo caso, al hablar de "prevaricación antropológica" yo pensaba en la moda indumentaria y, en general, en la idea misma de la "moda" o de las "modas" (o "tendencias"). Se puede violar la "etiqueta" en una recepción de palacio no llevando corbata y se puede, en una teocracia, atentar contra la “decencia moral” vistiendo una falda demasiado corta, pero en una sociedad democrática nadie elige su ropa por las mañanas preguntándose si su chaqueta de cuero es lo bastante bondadosa o su corte de pelo suficientemente de izquierdas. Digamos que la libertad indumentaria se ejerce en un mundo ideal sin dolores ni guerras ni crímenes.
La diferencia que quiero señalar se comprende mejor si de pronto hago esta afirmación escandalosa: "en los años 30 del siglo pasado se puso de moda matar judíos"; y si volteo enseguida la lógica consagrada por nuestras sensatas jerarquías morales para añadir: "el verdadero dilema de la época era si poner o no hombreras a las chaquetas". Matar judíos no puede ser una moda; poner hombreras -o no- a una chaqueta no entraña ninguna incertidumbre de orden moral. Me voy a atrever a decir, sin embargo, que en un cierto nivel los crímenes y los cortes de pelo no se diferencian en nada. No se trata solamente de insistir en lo que Hannah Arendt llamó "banalidad del mal" para capturar con un nombre la indiferencia reglada de los ciudadanos alemanes bajo el nazismo (y no la soberanía consciente de Hitler, que era el mal absoluto, como bien recuerda el profesor Villacañas). Es verdad, lo estamos viendo estos días, estos meses, estos años: para mucha gente -para muchos israelíes- no hay ninguna diferencia entre matar a un niño palestino o elegir un gel de baño, salvo porque la mayoría de los israelíes (alemanes de nuestra época) dedican más tiempo a pensar qué jabón tiene mejor precio o más propiedades emolientes que a considerar moralmente el asesinato de Hind Rajab, asesinada junto a toda su familia por soldados israelíes.
Pero no se trata sólo de esto. Mi afirmación es más ambiciosa y más sombría: pretendo sostener, sí, que para los humanos realmente existentes "todo es moda" y que, en consecuencia, se mata y se cambia de look por razones muy parecidas. No es que matemos con la misma trivialidad con que elegimos unas zapatillas; es que elegimos unas zapatillas con la misma seriedad con la que matamos. Tendemos a pensar que en la violencia se expresa una pulsión profunda habitualmente reprimida y que en las modas, en cambio, las apariencias flotan sin raíces, como la flor del loto; pero mucho me temo que lo más profundo (la vida o la muerte) se decide siempre en la superficie. Recuerdo que, tras el derrocamiento del dictador Ben Ali en 2011, muchos jóvenes islamistas radicales se reunían en la mezquita de Alfath de Túnez para vender ejemplares del Corán y reclutar partidarios. Lo que llamaba la atención no era tanto su juventud cuanto su “disfraz”: iban vestidos, en efecto, a la manera afgana, con turbantes blancos o negros, chalecos, chilabas cortas y pantalones blancos, muy lejos de lo que son las tradiciones indumentarias tunecinas. Iban "a la moda" y se sentían apuestos, seguros, guapos; es decir, poderosos. Al mirarlos, uno no podía dejar de pensar en esta frivolidad siniestra: en que no se vestían de afganos porque fueran yihadistas sino que se hacían yihadistas para poder vestirse de afganos. Se vestían de afganos y empezaban a rezar, a mirar mal a los infieles, a levantar la bandera negra y acababan luego yéndose a combatir con el ISIS, y todo ello como resultado -digamos- de ese cambio indumentario.
Recuerdo también una fotografía de esos años -que conservo en mis archivos- de unos jóvenes yihadistas en Siria, posando con sus armas en la mano para una revista francesa. Es imposible no reparar inmediatamente en la cuidada escenografía de esta imagen, preparada con el meticuloso orgullo de unos profesionales de la pasarela más que del crimen. Todos son jóvenes; todos se han acicalado para la ocasión; todos se muestran altivos, empoderados, las barbas limpias, los pañuelos de colores bien ceñidos en la cabeza, las camisas entreabiertas. "¿Qué nos ponemos hoy para cortar cabezas?", se diría que habían pensado esa mañana antes de empezar su jornada de terror. Uno de ellos, Abu Osama Al-faransi (porque era de nacionalidad francesa) es de una belleza arrebatadora; tiene el aire mesiánico, puro, de un Cristo pasoliniano o de un revolucionario guevarista en Bolivia. Se puede imaginar muy bien, en efecto, que cincuenta años antes esos jóvenes podrían haber acompañado a Fidel castro en Sierra Maestra o haber engrosado las filas del FLN en Argelia. Por eso, ante esta imagen es muy difícil no dar la razón al filósofo y arabista Olivier Roy cuando, en esos años negros, hablaba de una "islamización de la radicalidad" y no, al revés, de una "radicalización del islam". Si la moda te puede llevar a matar en nombre de Dios, la moda tiene que ser algo muy serio. Si te puede llevar igualmente al ISIS o a Sierra Maestra, tiene que ser una cosa muy peligrosa.
No todas las modas matan, pero la mayor parte de los asesinos siguen o imponen alguna moda. No se pueden despreciar, por tanto, como livianas o superficiales. Las modas tienen algo profundamente atractivo, sí, porque satisfacen al mismo tiempo al individuo y al colectivo: son eso que todos hacemos al mismo tiempo y de la misma manera en virtud de un impulso radicalmente individual. Sacian, por así decirlo, tanto nuestra necesidad de integración como nuestra necesidad de distinción, nuestra necesidad de repetición y nuestra necesidad de novedad. Materializan el espíritu de la época en cada uno de nuestros cuerpos, singulares e insustituibles. Contienen, pues, un componente aleatorio, caprichoso, banal, idiosincrásico y otro ferozmente coercitivo y homogeneizador. Un hombre o una mujer extravagantes -digamos- tienen un día la audacia de salir de casa con una flor en el ojal o con un sombrero de ala ancha; al cabo de poco tiempo la ciudad se puebla de ojales florecidos o de sombreros de ala ancha; y todos los que los llevan a partir de entonces se creen igualmente extravagantes. Cada uno de nosotros quiere ir contra la corriente y todos nadamos del mismo modo; todos nos ponemos el mismo uniforme para distinguirnos de los demás. Este es uno de los peligros potenciales de las modas: la ilusión de rupturismo y osadía con que nos sumamos individualmente a un estándar colectivo. Los que reivindican las tradiciones, los que sueñan con los Reyes Católicos, los que quieren resucitar a Franco se creen también -es decir- muy revolucionarios. En tiempos de internet, tanto el contagio como la tribalización son rapidísimos. En tiempos de capitalismo neoliberal, el consumo y las modas se alimentan y aceleran con reciprocidad vertiginosa.
En un momento en el que se impone la violencia, en el que el fascismo vuelve a tener fuerza electoral, en el que la "traducción imperial" amenaza con apoderarse del mundo, solemos interpretar esta pulsión de muerte como el retorno de lo más profundo del ser humano. No estoy seguro. ¿No estará volviendo, en cambio, lo más superficial? ¿Estamos todos ahí, en la misma miasma pastosa e inconsciente, esperando una ocasión para sacar de nuestro interior una fuerza tenebrosa disciplinadamente reprimida hasta ahora? ¿O hay un contagio de un humano a otro en la superficie? ¿No es eso precisamente lo que llamamos "modas"? Pero si las modas son superficiales, ¿no es lo superficial lo más serio y determinante del ser humano? ¿No fue una moda Sierra Maestra y luego, años más tardes, con las mismas barbas, el yihadismo del ISIS? ¿No fue una moda el antisemitismo y no lo es hoy la islamofobia? Y entre una y otra, ¿no han seguido siendo siempre la paciencia, la resignación, la solidaridad vecinal, la pereza amistosa, la banalidad del bien lo más profundamente humano?
Las cosas están o no de moda. De moda están el pilates y el brazo en alto, los calcetines cortos y el "Cara al sol", la melatonina y los genocidios. Las guerras se están poniendo de moda. Hoy entre los jóvenes europeos está más de moda el fascismo que entre los jóvenes tunecinos el yihadismo. Ahora bien, si realmente seguimos las modas hasta las trincheras o hasta el cadalso, entonces nuestro pronóstico sólo puede ser sombrío. Porque es mucho más difícil resistir lo superficial que lo profundo; mucho más fácil sucumbir a la moda del pádel (o del linchamiento) que respetar una regla moral. O al revés: es más fácil, sí, rebelarse contra una tentación íntima (o contra la naturaleza) que contra un señuelo indumentario o etológico. Siempre habrá héroes de la ética o de la empatía a los que admiraremos, pero a los que sólo seguiremos si se vuelven "tendencia". Una moda sólo puede ser vencida por otra moda, nunca por un impulso moral. Ni, por supuesto, por un dato o una experiencia. "Los hechos no penetran en el mundo donde viven nuestras creencias, y como no les dieron vida no las pueden matar", escribió Proust. Nuestras creencias, en efecto, se forman en la superficie de las modas, no en la profundidad de los razonamientos. Podrán ser derrotadas por una flor en el ojal (o por una "religión verdadera") pero no por una interpelación racional. Conclusión: las flores en el ojal están enraizadas en un sustrato más profundamente humano que la razón, la ética y los sentimientos morales. Son la esencia decisiva de la humanidad.
Cuidado: esta reflexión no autoriza el relativismo. Si se pone de moda el bien, el bien sigue siendo bueno; si se pone de moda la democracia, la democracia sigue siendo mejor que la dictadura. Si se ponen de moda el mal y la dictadura, el mal y la dictadura no pierden por eso su capacidad de destrucción. No matamos con la convicción sino con el sombrero. No luchamos con nuestros argumentos sino con una flor en el ojal. Pero el bien no es igual al mal ni los demócratas son como los autócratas ni los comunistas como los nazis. Ni un partido de pádel (y eso lo entiende todo el mundo) es un genocidio.
La pregunta es, pues, la siguiente: ¿cómo podemos poner de moda el bien y la democracia? ¿El feminismo, el ecologismo, la igualdad, la ciencia? ¿Cómo podemos poner de moda los principios éticos? ¿La lucha contra los genocidios? Un momento. ¿Por qué se siguen las modas? Porque, mientras hacemos lo mismo que todo el mundo, nos sentimos individualmente audaces y subversivos; porque con el mismo peinado y la misma chaqueta que nuestros vecinos nos sentimos personalmente "guapos". Eso es lo que ha comprendido el fascismo; eso es lo que ha comprendido Trump. El desafío para la izquierda es mayúsculo. Con los principios podremos resistir un rato; pero para que triunfen hay que llevarlos a la superficie, donde está de moda el pádel y no se llevan flores en el ojal.
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