sábado, 18 de febrero de 2023

Gracias, Joaquim Bosch y eldiario.es, por estas informaciones reflexivas, basadas en la realidad cotidiana de las Esppañas, por desgracia. Si las leyes no son capaces de concebir ni de exigir la reeducación y el compromiso obligatorio, por parte del estado y la sociedad, de la reinserción de los delincuentes, en realidad esas leyes tienen el mismo efecto que una inútil batalla constante o una guerra interminable y estúpida contra objetivos que al mismo tiempo se están fomentando por la misma sociedad que luego los combate. Las enfermedades no se curan a garrotazos y la delincuencia es una enfermedad social, cuya terapia es el hambre y sed de justicia auténtica: la que nace de la comprensión, la lucidez y los valores de la fraternidad universal. Del alma y la consciencia, las bases de un modo de la Vida que somos y aún ignoramos. Justo, por vegetar en vez de vivir. Este mundo no cambiará a mejor mientras esa fraternidad solo se reduzca a encontronazos y choques dañinos e inútiles entre "buenos y malos", "listos y tontos", "pobres y ricos", "víctimas buenísimas y verdugos horripilantes". ¿Tiene sentido exigir a los enfermos que se curen a base de castigos por parte de la misma sociedad enferma que los ha producido y los ha "educado"? ¿Qué leyes pueden solucionar algo así? Deberíamos comprender que todo lo que nos sucede para bien o para mal, es el boomerang inevitable de lo que hacemos, pensamos , decimos, sentimos y legislamos. Además de memoria histórica deberíamos desarollar la memoria ética y decente, o sea, Justa, y si no la encontramos, habrá que construirla y ponerla en marcha desde ya mismo, pues es obvio que aún no existe ni existirá si la sociedad no la exige y el Estado y sus instituciones regeneradas y sanas no la hacen posible.


El penalismo mágico y los delitos sexuales


Suben un 9 % los homicidios y casi un 12 % los delitos sexuales denunciados

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El ilusionismo consiste esencialmente en producir ilusiones. También suele ser útil para entretener, embaucar o encubrir. En cambio, ninguna persona informada o libre de supersticiones pensaría de verdad que se puede partir a un ser humano por la mitad con una sierra y volver a reconstruirlo con todas sus funciones vitales intactas. Precisamente, las propuestas para endurecer las penas de la ley del solo sí es sí guardan bastante relación con la generación de ilusiones, con la falta de información y con ciertos grados de credulidad acrítica.

Ninguna democracia avanzada ha reducido sus niveles de delincuencia incrementando los castigos penales. Al contrario, los países con penas más severas, como Estados Unidos, cuentan con porcentajes de criminalidad mucho más elevados que los nuestros. Está demostrado empíricamente que las sociedades democráticas con menor tasa de delitos no son las que aplican correctivos despiadados, sino las que desarrollan mecanismos de intervención social que solucionan desde la raíz los problemas que originan la delincuencia. 

Como ha explicado muy acertadamente Jorge Ollero al acuñar el concepto de penalismo mágico, se trataría de una fe casi hipnótica en lo punitivo para adjudicarle un poder sobrenatural. Esa confianza ciega lleva a considerar que, simplemente subiendo las penas, se puede acabar con los robos, con las drogas, con las violencias machistas o incluso con el independentismo catalán. En las últimas décadas, en nuestro país esas visiones sociales han impregnado la arenga política, sin apenas distinción entre partidos de derechas o de izquierdas, con el poco disimulado propósito de pescar en los caladeros del favor popular. Todos los gobiernos han aprovechado su ocasión para lucirse reestructurando una y otra vez las habitaciones del Código Penal, con la finalidad de endurecerlo sucesivamente en las más de treinta reformas realizadas en el último cuarto de siglo.

Las consecuencias han sido nefastas: nos hemos situado en los porcentajes más elevados de Europa en el número de presos por habitante y en los tiempos de cumplimiento en la cárcel. Para captar la extensión del desatino, la nueva etapa democrática vino acompañada de un cuestionamiento del uso abusivo de la prisión, pero los diversos vaivenes posteriores nos han llevado a la situación actual en la que el porcentaje de encarcelados supera muy ampliamente al del franquismo (del 0,02% de la población y 8.440 presos en 1975 al 0,10% y 46.468 reclusos en 2022). Y todo ello a pesar del notable consenso entre criminólogos, penalistas y todo tipo de expertos en la materia que nos indican que este uso excesivo de la cárcel no reduce la delincuencia, ni tampoco protege a las posibles víctimas.

En el ámbito de los delitos contra la libertad sexual, nuestras penas se ubican a bastante distancia de las democracias más avanzadas. Y los discursos de endurecimiento se han apoyado a menudo en creencias populares sobre bulos muy difundidos, como que los condenados por estas infracciones siempre son seres enfermizos, abiertamente incorregibles, sin posibilidad de cura. Al contrario, todos los datos nos muestran que en estos casos los niveles de reincidencia son bastante más bajos que en otras infracciones y que los porcentajes de reinserción social son elevados. No olvidemos que los agresores sexuales son mayoritariamente personas cercanas a las víctimas, casi siempre amigos, conocidos, vecinos, compañeros de trabajo o familiares. 

La mera agravación de las sanciones no tiene efectos sobre la comisión de estas conductas delictivas. Si queremos proteger a las víctimas potenciales, será mucho más efectivo incidir sobre la base de estas situaciones, como han hecho las sociedades más avanzadas. Eso supone transformar las mentalidades sociales que están detrás de estas conductas, a través de políticas activas de igualdad y no discriminación. Y también intervenir sobre la marginalidad social y las carencias educativas, porque también suelen estar presentes en bastantes casos. La regulación penal es un instrumento más y ahí la respuesta debe ser proporcionada. Sin embargo, difícilmente puede ser equilibrado un sistema que castiga diversas formas de agresión sexual con una pena equivalente a la de matar a otra persona, como ocurre en España, en términos mucho más duros que en los países que han solventado mejor estos problemas. 

Hay opiniones que afirman que, aunque el endurecimiento de penas no reduzca los delitos contra la libertad sexual, al menos cumple un objetivo escarmentador. Es el enfoque que se nutre de ideas como “que se pudra en la cárcel el mayor tiempo posible” o “que tenga su merecido”. Esos argumentos son contrarios a nuestra Constitución, la cual proclama que las penas “estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social”. Además, el discurso de la venganza estatal simula que algo se está haciendo contra la delincuencia, como subterfugio compensatorio de que no se está actuando de manera adecuada con criterios de intervención social. Aceptar esos planteamientos nos lleva a asumir el marco del derecho penal autoritario propio de las orientaciones ultraconservadoras, con todos los riesgos de integrar esa cosmovisión, como señala George Lakoff.

Una variante de estos alegatos encarnizados afirma que las penas implacables reconfortan a las personas perjudicadas por estos delitos. Sin duda, las víctimas han de recibir la necesaria protección estatal para que el daño sea reparado hasta donde resulte posible. Sin embargo, no debe confundirse el firme respaldo institucional a las víctimas con la posibilidad de que estas puedan decidir la pena de los condenados. En ese caso retornaríamos a los tiempos primitivos de la venganza privada institucionalizada. Es muy humano que las víctimas puedan desear el máximo castigo para quienes les han dañado, pero es la sociedad la que debe determinar cuál debe ser la política criminal más adecuada desde la racionalidad, la imparcialidad y la proporcionalidad. 

En el referido contexto, la llamada ley del solo sí es sí acertó al articular criterios de intervención social, políticas igualitarias y medidas de protección asistencial a favor de las víctimas. En la esfera penal, la ley introdujo delitos de nueva creación, fusionó figuras delictivas, aumentó algunas penas y redujo levemente otras. Desde esa perspectiva legal, resulta aconsejable examinar las consecuencias globales de esa reforma con un tiempo suficiente. 

Las proposiciones de modificar al alza las sanciones de la ley, a los pocos meses de su aprobación, suponen otra apuesta más por el penalismo mágico. Aumentar otra vez las penas implica agravar una regulación muy reciente que ya había establecido un incremento penal de conjunto. Además, ningún análisis criminológico acredita que los cambios que ahora se proponen pueden ser positivos, más allá del acostumbrado afán de subir penas por subirlas. La contrarreforma no podrá evitar las leves reducciones de condena que ya se han acordado, en casos porcentualmente minoritarios sobre el total. En los foros judiciales se ha constatado que la regulación actual resulta mejorable en algunos aspectos. Pero necesitamos observar la evolución de la ley del solo sí es sí, esperar al conjunto de las interpretaciones judiciales y evaluar los efectos de la nueva arquitectura legal en un periodo temporal razonable. Las variaciones penales acordadas de forma atropellada nunca han resultado eficaces.

Cualquier persona informada sabe que la magia tiene truco. A veces la mirada del espectador no es tan rápida como la mano del ilusionista. Otras veces los juegos de luces favorecen el engaño del prestidigitador. El penalismo mágico funciona porque, a través de la manipulación emocional, desata los sentimientos instintivos de venganza que existen en los seres humanos. A partir de ahí, es muy difícil indagar con rigor en las entrañas de los problemas sociales. Lo cierto es que ninguna sociedad puede progresar sin un análisis racional de sus patologías colectivas. 

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