¿Por qué se lanzó una segunda bomba nuclear sobre Nagasaki tras haberse mostrado su inimaginable poder destructor en Hiroshima?
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Hay fotos que logran remover las conciencias con una sola imagen. Recordemos la de aquella niña vietnamita corriendo desnuda por una carretera, después de que sus ropas ardieran por la bomba caída en el patio del colegio donde jugaba. De repente, se hicieron visibles los pavorosos efectos de aquel nepalm tan utilizado por las tropas norteamericanas en la guerra de Vietnam. El impacto sobre la opinión pública perdura más de medio siglo después, puesto que data de 1971. Incluso alguien con tan escasa empatía como Donald Trump se ha dejado impresionar por los niños famélicos de Gaza y le ha dicho a Netanyahu que algo así no se puede fingir, pese a que la propaganda israelí desmiente con suma eficacia las atrocidades llevadas a cabo por uno de los ejércitos más poderosos del mundo, tildando de antisemitismo filo-terrorista cuanto cuestione sus acciones militares contra una población civil que debe abandonar ese territorio “voluntariamente”, para no seguir padeciendo una venganza de proporciones bíblicas.
Acabo de ver en Canal Arte (ojalá fuera el modelo de toda televisión pública) un curioso documental sobre una fotografía que, según he comprobado, circula por internet. En su versión francesa la cinta se titula Los huérfanos de Nagasaki y a la fotografía en cuestión se la conoce como “Los hermanos de Nagasaki”. La sacó un sargento estadounidense que integraba las fuerzas de ocupación norteamericanas en Japón y que se llamaba Joe O’Donnell. Es una foto en blanco y negro muy sencilla, donde vemos a un chaval de diez años con una expresión muy grave, frunciendo sus labios. A su espalda porta el cadáver de su hermano pequeño y espera que llegue su turno para echarlo a la pira de incineración, tal como nos relata el propio fotógrafo. Se tomó a mediados de octubre del año 1945, es decir, tres meses después de que se arrojara una segunda bomba sobre Nagasaki, el 9 de agosto, hace ahora justamente ocho décadas.
Se ha intentado localizar al protagonista de la fotografía en cuestión, analizando cada detalle. Por de pronto, estaba vuelta del revés, porque los niños nipones portaban sus datos en la parte izquierda de su vestimenta, para ser identificados llegado el caso. Eso consiguió que se viera mejor el mojón a sus pies, donde se lee la palabra “prefectura”. La fecha en que fue tomada se ha determinado porque se trataba de un día nublado, después de acotar las fechas en que su autor pudo desplazarse a Nagasaki. Un algodón en su fosa nasal testimonia que fue sometido a una gran carga radioactiva, si bien esto sucedió después del impacto, porque de lo contrario no hubiera sobrevivido tanto. Es muy probable que contrajera cáncer, pero no ha sido posible averiguar nada más.
Desconocemos su identidad y su destino, pero el incono engrosa nuestro imaginario colectivo de la barbarie. La conmemoración puede servir para visionar el impactante documental fechado en 2007 Luz Blanca / Lluvia Negra: La destrucción de Hiroshima y Nagasaki. Resulta difícil no quedar conmocionado por sus entrevistas e imágenes. Volviendo al que versa sobre la fotografía de “Los hermanos de Nagasaki”, nos encontramos también con testimonios escalofriantes. Más de un superviviente no llegó a la juventud porque decidió suicidarse, al no soportar el trauma de una vivencia tan excepcional o no soportar las chanzas relativas a su aspecto por parte de sus condiscípulos. Otro superviviente nos cuenta que no reconoció a su padre cuando quiso abrazarlo, feliz de que su hijo estuviera incólume, porque ni siquiera sabía si era hombre o mujer. Tras beber agua para calmar una sed insaciable, cayó muerto gritando “Viva el Emperador”, recordándonos que los miembros del ejército nipón consideraban un deshonor ser capturados y preferían suicidarse como kamikazes o con el harakiri.
Al ser entrevistado poco antes de morir con ochenta y cinco años, el autor de la fotografía negó que las bombas hubieran salvado la vida de nadie, porque solo había visto la desolación que produjeron en la población civil, pese a que su odio inicial contra el enemigo japonés era inconmensurable, tras haber sufrido el ataque de Pearl Harbour. Hay quienes aseguran que Hiro-Hito, el Emperador que solo perdió su carácter divino, pero no fue sentado en el banquillo del juicio de Tokyo (pálido equivalente funcional del de Nuremberg), había intentado firmar un armisticio al saber perdida la guerra, una vez que Alemania había caído. Elegir a Stalin como intermediario para esa negociación fue una pésima idea.
Comoquiera que sea, cabe preguntarse, si no hubiese bastado con detonar una bomba en un lugar deshabitado y, sobre todo, por qué se lanzó la segunda sobre Nagasaki, cuando la destrucción de Hiroshima había dejado las cosas muy claras. Esta primera bomba podía buscar disuadir a la superpotencia soviética que no era buena idea meterse con los norteamericanos, pero ¿por qué lanzar la segunda? En una seductora novela titulada Los cinco de Nagasaki, el nieto pregunta con mucha curiosidad a su abuela superviviente del segundo bombardeo nuclear: “¿Por qué lanzaron los norteamericanos dos bombas atómicas?”. La respuesta es demoledora: “Seguramente porque no tenían tres”. Después de todo eran diferentes, una de uranio y otra de plutonio. Puestos a probarlas y amortizar la onerosa inversión económica del proyecto Manhattan, convenía comprobar los efectos de ambas y, de paso, ver su efecto sobre seres humanos utilizados, intencionadamente o no, como cobayas de un gigantesco laboratorio.
Ucrania era la tercera potencia nuclear del mundo tras desintegrarse la Unión Soviética, pero se la convenció de que no necesitaba ese arsenal para nada, porque nadie les atacaría, dada su posición estratégica entre la OTAN y el antiguo Pacto de Varsovia. Las naciones que cuentan con bombas atómicas parecen poder permitirse saltarse a la torera el derecho internacional, porque su mera tenencia parece inmunizarles para sufrir una guerra convencional en sus respectivos territorios. Lo malo es que podría ocurrir lo narrado en clave satírica por Stanley Kubrick en Teléfono rojo: Volamos hacia Moscú. Un artilugio programado a tal efecto podría lanzar un ataque nuclear sin contar tan siquiera con un fallo humano. Puesto a elucubrar, los algoritmos de la IA podrían decidir en un momento dado que les iría mejor evolucionar por su cuenta, sin una especie tan absurda como para matarse mutuamente sin más por las razones más fútiles, de haber alguna. Como dice Kant en Hacia la paz perpetua lo único claro es que deberían abolirse las guerras, pero eso exigiría dirimir los conflictos internacionales mediante argumentadas negociaciones, marginando de las mismas la ley del más fuerte y la del Talión.


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