El obispo de Barcelona, doctor don Manuel Irurita, con la Junta de Damas de San Vicente de Paúl, en su visita a las Escuelas de Nuestra Señora de Montserrat, en Barcelona. -Mundo Gráfico
El obispo de Barcelona, doctor don Manuel Irurita, con la Junta de Damas de San Vicente de Paúl, en su visita a las Escuelas de Nuestra Señora de Montserrat, en Barcelona. -Mundo Gráfico

Mayo de 1936. Irurita, el Obispo de Barcelona, respondía de esta guisa a la pregunta de un periodista católico cuando éste quiso sugerir la necesidad de conciliar para evitar una Guerra Civil: ¡Cristo necesita una espada!

Hubo una Iglesia, con mucho poder, que fue más franquista que Franco y que promovió y defendió abiertamente -sin sutileza alguna- un golpe militar para acabar con la República y reinstaurar la Monarquía.

Eran furibundos integristas los obispos de sedes tan importantes como Toledo o Barcelona. Y si hubo otras figuras tan destacadas e influyentes como el Cardenal Vidal i Barraquer (Tarraconensis) que defendieron a ultranza la legitimidad de la República fue -en buena medida- por el anticatalanismo visceral del dictador Primo de Rivera. La visceral actitud del que fuera capitán general de Catalunya les sacudió la conciencia.

Irurita (Barcelona) o Gomà (Toledo), entre muchos otros, no predicaban precisamente la paz y la concordia y sus invectivas estaban a años luz de las enseñanzas de los Evangelios.

Los cristianos de corazón fueron todos esos católicos, clérigos o no, que sufrieron tanto el látigo rabioso en la retaguardia republicana como la espada de la misma Iglesia que primero ensalzó la cruzada nacional y luego se postró ante Franco.

Uno de los casos más terribles e indignos fue la ejecución sumaria del católico republicano Manuel Carrasco i Formiguera. Este tuvo que huir de Catalunya auxiliado por el mismo president de la Generalitat, Lluís Companys, pues estaba amenazado de muerte por los extremistas que imponían su sed de odio y venganza contra los católicos ante cualquier otra consideración.

El Govern de Companys lo protegió y finalmente lo evacuó al País Vasco republicano. El azar quiso que fuera capturado por el Ejército de Franco junto a toda su familia cuando, a bordo de un buque, cruzaban la frontera entre el País Vasco francés y el español.

Carrasco i Formiguera era un ferviente católico, al punto que sus últimas palabras fueron "Jesús, Jesús" mientras sostenía un crucifijo frente al pelotón de ejecución, en Burgos. Incluso el mismo Vaticano, pese a sus flirteos con el fascismo, pidió clemencia. Ni por estas el Caudillo Franco tuvo misericordia. Él mismo, enfurecido por las protestas internacionales tras un bombardeo criminal sobre la población de Barcelona, firmó la ejecución de la pena de muerte, como venganza. Si la compasión es una virtud cristiana, Franco y los clérigos franquistas carecían de ella.

Para muestra indecente, la del dominico Antonio Carrión, quien justificó sin tapujos la ejecución de Carrasco i Formiguera con este improperio: ‘Murió como buen católico, mas gritando ¡Viva Cataluña libre!, con lo que vino a confirmar que la sentencia estaba bien fundada en derecho’.

No es una excepción. Ese era el ambiente que se apoderó de buena parte de la Iglesia y que tomó cuerpo con la deseada Guerra Civil, Cruzada Nacional para los curas afectos a la rebelión.

"No hay más derecho que la fuerza" proclama el movimiento Cruces de Sangre, fechado en Barcelona, en abril de 1936, para luego apostillar toda una diáfana declaración de principios: "España ha de ser vindicada. Y lo será; caiga quien caiga y sea como sea. Son a millares los voluntarios para acometer las empresas más difíciles. Son hombres: sin mayúsculas, pero con testículos (...).

Toda expresión de fuerza ha de ser deificada. Por esto en adelante ha de decirse: la santa dinamita, la santa pistola, la santa rebeldía (...)".

Todo lo acontecido en esa borrachera de sangre del verano de 1936, cuando fueron cobarde y salvajemente asesinados miles de curas, no tiene justificación alguna. Pero sí una explicación. Y es que los sectores más integristas de la Iglesia se ganaron a pulso el odio que generaron con premeditación y alevosía.