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La revuelta social en Estados Unidos y el profundo malestar cultural que recorre Europa son síntomas de un orden económico y político desajustado con la realidad. La gran interrupción de la pandemia ha separado la experiencia vivida y lo que expresan las instituciones de un mundo envejecido de golpe, que ya nos parece anterior. La ‘nueva normalidad’ consiste en reacoplar esos dos órdenes que hoy andan separados. Se trata de volver a acercar el Estado a la sociedad para que responda, proteja y dirija; hacer que las instituciones se acompasen con la realidad y expresen las necesidades de este tiempo.
En eso consiste la lucha política por la reconstrucción. Hay que decidir qué necesidades son prioritarias y con qué recursos las abordamos, pero también cómo le damos sentido al dolor, el sufrimiento y el esfuerzo de estos meses, y en torno a qué principios y valores rehacemos nuestra comunidad. La batalla política tiene tanto que ver con decidir prioridades como con volver a contarnos quiénes somos, y se expresa por igual en lo material y lo simbólico. Basta con mirar alrededor para ver que esa presunta contraposición de necesidades e identidades es ficticia e improductiva. Una estatua no cuenta la verdad de un personaje o un momento histórico concreto, sino una historia sobre quiénes somos y qué relación guardamos con nuestro pasado. No es casualidad que, ante el colapso del orden económico y social, la primera reacción consista en mirar atrás y preguntar quiénes somos. Es la antesala de la pregunta sobre lo que queremos ser, en un momento en el que nos guste o no debemos decidirlo de nuevo.
Es el mismo espíritu que en los primeros meses de la crisis llevó a decretar finales (del neoliberalismo, de la globalización, del mando occidental) como si lo inverosímil no fuera la interrupción del orden económico y político del mundo, sino que ese orden se pudiera reanudar sin más después de la pandemia. Hoy el tiempo político se acelera y poco a poco va despejando posiciones. La deriva neroniana de Trump, sobrepasada por la movilización popular y por las contradicciones de su propia coalición, ha demostrado más debilidades que fortalezas. Orban, Johnson o Bolsonaro vieron en la pandemia una oportunidad para reforzar un imaginario autoritario y darwinista, centrado en la supervivencia del más fuerte y en la inevitabilidad de un orden económico impuesto como un destino. Por el momento les ha salido mal, y hoy representan más una agónica decadencia que sus primeros ensueños de redención religiosa, política y moral. Pero eso no quiere decir que hayan dejado de ser peligrosos. Las pulsiones reaccionarias, la fiebre identitaria, la razón xenófoba y la salvación nacional seguirán siendo recursos disponibles en ausencia de un horizonte de sociedad creíble y alternativo.
Al mismo tiempo, el gran centro político está en la paradójica posición de necesitar una revolución para conservar el orden. Le pasa a Biden y le pasa a Merkel: el colapso socioeconómico no ha dejado statu quo al que volver. Biden se ve en la tesitura de tener que representar una coalición de sectores sociales en abierta rebelión contra el orden económico, político y cultural que él ha ayudado a construir durante 40 años. De ahí deriva su problema de credibilidad, pero sin ellos no ganará las elecciones. Merkel declaró una vez que mientras ella viviera no habría deuda común europea, y sin embargo ha decidido lanzarse, en los estertores de su carrera política, a un movimiento audaz para la reforma de la Unión. La integración europea amaga con hacerse sujeto político justo en el momento en el que cunde una melancolía de época por su impotencia en un mundo que se desordena a la vez que de desoccidentaliza (¿o es que percibimos como desorden su desoccidentalización?). Es el federalismo o el caos, parece haberse dicho Merkel: la paradoja es que así pone en riesgo el proyecto político de su vida, la construcción de Europa como el orden político-económico de la austeridad. Queda por ver qué papel tendremos las periferias en el diseño alemán de la Europa federal. Qué papel sabremos pelear.
Ante estos movimientos tectónicos, la izquierda necesita un programa político de reconstrucción. Eso incluye un proyecto de transición económica ambicioso, capaz de intervenir políticamente el mercado, reorientar aspectos esenciales de la globalización y redistribuir el trabajo y la riqueza a una escala que hace apenas unos meses resultaría inimaginable. Pero la tarea va más allá de compilar una serie de medidas ambiciosas. Necesitamos un horizonte de época: una idea de comunidad política a futuro, un proyecto convincente de bienestar, libertad, seguridad y justicia, y una coalición social lo suficientemente amplia y fuerte como para sostenerla. En contraposición a un centro desubicado y al cierre reaccionario de la crisis, el reto de nuestro tiempo es plantear un nuevo contrato social.