sábado, 11 de abril de 2020

Un post impresionante este que hoy nos ofrece el doctor Gonzalo Fernández-Quiroga; cuando un médico hace estas reflexiones y las comparte, solo puede ser un Médico con mayúsculas, como lo son todos los doctores del equipo que gestiona ese espacio único que hablando de homeopatía suma homeopáticamente. Qué lujo de médicos, qué sensibilidad, qué lucidez y que Consciencia!



Una historia verdadera


Todos guardamos una historia de nuestra vida. ¿Cuál es la tuya? ¿Cuál es tu historia verdadera?
Esa que no contamos casi nunca, la que permanece ahí escondida,
esa,
la de verdad.
Como médicos, y más como homeópatas, escuchamos muchas historias. Y hoy me gustaría escribir acerca de ello, acerca de las historias verdaderas.

Las historias

Cuando escribo esto, a finales de febrero, a raíz de una amable entrevista para “Hpathy.com”, he vuelto a leer mi presentación en este blog. Esa en que hago hablar a Holden, cuando él también empieza a contar su historia, en “El guardián entre el centeno” (“The catcher in the rye” de J. D. Salinger).
Y en esa reseña hablo de las historias verdaderas. De mi historia, de la tuya. La vida es una historia. La enfermedad es una historia. Una historia a la que tenemos por condena la mayor parte de veces. Y eso es lo que vemos en las consultas de homeopatía. Una vez se crea la atmósfera (no me pregunten cuándo y cómo “se crea” la atmósfera), un gesto, un comentario, una pregunta, un silencio, sobre todo, un silencio, hace aflorar la historia. Muchas veces se retrotrae a la infancia, otras no: mi padre nos abandonó, nos dejó solas, nunca más lo he vuelto a ver, quiero imaginar como sería, fantaseo con él, en mi casa no éramos de besos y abrazos, nada de eso, era otra época, soy ejecutivo, con mi padre lo tuve todo, se mató por mi, pero nunca, nunca me dio un abrazo, mi tío (mi padre, mi primo) abusaron de mi, durante años, yo era una niña, qué podía hacer, dígame, qué podía hacer, me criaron mis abuelos pero echaba tanto de menos a mis padres, en el colegio me pegaban porque era gorda, porque era tonto, porque era diferente, mi madre era muy fría, nunca me besó, y ahora casi no tiene memoria, yo la cuido, me enfado con ella, no debería verdad, mis padres se peleaban constantemente, yo me tapaba los oídos y me escondía en un rincón, pensaba que yo tenía la culpa, a mi hermano siempre lo trataban mejor que a mi, lo querían más y le daban más cosas, mi mamá murió cuando yo tenia tres años, quiero recordarla, quiero ver su cara y no puedo y eso me atormenta, mi marido me ha dejado, el muy cabrón, después de treinta años con él va y se lía con una compañera de trabajo, me hacía pis por las noches y mi padre me avergonzaba, se reía de mi porque era un pelele, un debilucho, mi jefe me hace la vida imposible, me putea todo lo que puede y más, es mi casa, donde nací, la tengo que vender, cómo voy a hacer eso, no tengo ilusión doctor, no sé, creo que no quiero vivir, a veces he pensado quitarme de en medio, se me murió, así, en mis brazos, nos dejó, no sé qué voy a hacer sin ella, para qué vivir, no sé qué me pasa, lo tengo todo, una buena casa, dos hijos preciosos, un buen trabajo, mi marido y yo nos llevamos bien pero, no sé, me da por llorar todo el día, llevo cuatro años yendo cada día al hospital, duermo allí muchas veces, qué lentas pasan las horas, nunca llegarás a nada, esa ha sido mi frase, me machacaron con ella, mi hijo tenía una de esas enfermedades raras, casi no veía, no oía, no se mantenía en pie, día y noche  con él y cada poco a urgencias, diez años así, durísimo no, peor que eso, y ahora ha muerto y se me ha ido la vida con él, no sé vivir sin él, doctor tengo que tocar seis veces la llave del gas antes de acostarme y el grifo cuatro veces y poner las zapatillas mirando para los pies de la cama, la vida pasó demasiado rápida, no me he dado cuenta, y ahora es tarde, tarde para mi, tengo miedo de las arañas (o las serpientes o los pájaros o la sangre o la muerte), mi hijo de cinco años me insulta, me dice que soy mala mamá y yo le digo que me hace daño, no sé qué hacer doctor, se acabó el amor, nos separamos en su día y bien separados, no le quiero pero me llama y llora y vuelvo y es que está tan mal, el pobre, no me hablo con mis padres, que les den, pero a veces pienso si hago bien, sabe usted lo que es estar solo, no, no lo sabe, solo pero solo, no, usted qué va a saber, perdí al bebé, igual que mi madre, igual que mi abuela, es genético seguro, como mi tristeza, estoy desesperado, la verdad no sé ni qué hago aquí, contándole, me he quedado sin nada, sin nadie, doctor voy a morir, ahora lo sé, cómo se lo digo a mi niño, y, sobre todo, cuándo, ayúdeme, por favor, ah c’est la vie verdad doctor, la vie est compliquée…

La escucha

Voces y más voces enmarañadas y confundidas, historias y más historias verdaderas. Terribles tantas, desesperadas muchas, tontas, insignificantes o intrascendentes algunas, aunque nunca para quien las cuenta y, nunca, por tanto, para nosotros, los que las escuchamos. Y todas con sus síntomas claro, eso es lo primero que nos han contado. Que si la migraña, el azúcar, el colesterol, la úlcera, la urticaria, la alergia, el asma…
Y ante todas ellas te quedas inerme
sorprendido de cómo nos complicamos la vida,
atónito de cómo podemos empeorar aún más las cosas de lo que están,
asombrado, profundamente asombrado, de cuán raros y extraños somos las personas,
muy raros y extraños, de verdad, créanme.
Maravillado, al final, de esa cosa llamada vida,
que nos deja inermes
en la escucha,
en el dolor y en el silencio.
La vida es una historia. Las enfermedades también. Un relato, una narrativa. Hay que entender esto. Y nuestro trabajo, además de intentar curar los males físicos, debería ser el de cambiar esas narrativas, eso que la gente cree que es una condena y férreamente lleva a sus espaldas sin saber que ellos ya no son aquellos niños, que ellos ya no son aquellos de tal cosa o de tal otra,
que ya no son aquellos personajes de aquella historia.
No, hoy, ahora, en estos momentos,
son otros,
con todas las posibilidades abiertas.
Y ellos sin saberlo
y tú sin poder decírselo porque eso no funciona casi nunca
así que solo te queda prescribir algo, por supuesto, para su azúcar, su colesterol, su úlcera… pero quieres más, y ahí sigues contando alguna otra historia que resuene, que acompañe y genere cambios o pruebas una maniobra terapéutica casi invisible, o acertar con homeopatía, si la conoces, o cualquier otro método que, en el fondo, no son sino otra historia, otra narrativa, otra información que le falta al paciente y que, si encaja, lo libera…
o simplemente escuchar

Una historia verdadera

porque es la historia de Alvin Straight (The Straight Story / Una historia verdadera), un viejo y achacoso enfermo que recorre, en una vieja cortadora de césped, los más de 400 kilómetros desde su casa en Laurens, Iowa, hasta Blue River, Wisconsin, para ver a su hermano con el que no se habla desde hace diez años y que ahora también tiene una enfermedad muy grave y parece que se va a morir.
Quizás sea la historia verdadera, o una de ellas, de David Lynch tan alejado, esta vez, de sus extraños, enrevesados y turbadores trabajos o la del propio Alvin Straight (la película está basada en hechos reales), muerto antes de verla estrenada o la de su magnífico protagonista (Richard Farnsworth) que, con un cáncer terminal, y después de su nominación al Oscar en 1999, se suicidó de un disparo con su escopeta en Nuevo México, al año siguiente.
Quizá sea una de las historias de Samarium Phosphoricum, como comentó mi buen amigo, el Dr. Jordi Vila, con esa persistencia, esa tenacidad, esa voluntad férrea, en contra de la opinión de todos, en la búsqueda, de nuevo, del contacto fraterno.
Quizá sea nuestra historia, también, aunque la nuestra sea diferente a la de ese encuentro con el hermano, ese gran y tres veces gran Harry Dean Stanton que, con su presencia de solo unos segundos, al final de la película, llena toda la pantalla de emociones profundas y verdaderas, sin tocarse, sin abrazos, sin trucos, sin alharacas, solos, sentados, mirándose, con la emoción contenida, y con la sola frase de Stanton absorto, de repente, en la cortadora de césped, musitando
“Así que has venido en eso hasta aquí… ¿para verme?”
“Así es Lyle” contesta, lacónico, Straight
Y entonces se miran y, mientras a Stanton se le enrojecen los ojos, los dos elevan lentamente sus miradas al cielo. Y la cámara sube con ellos, también, para encontrar unas improbables, aún hay luz en la mortecina tarde, pero significativas estrellas, quizá aquellas mismas que veían de niños desde las praderas interminables de la infancia. Y es entonces, justo ahí, que empieza a sonar la suave, pero inmensa, música final de Angelo Badalamenti.
La historia, la historia de un viaje, la misma historia, desde Ulises, desde el inicio de los tiempos, por esas interminables llanuras americanas, esos interminables atardeceres como los de mis grandes y queridos westerns. Un viaje que, como siempre, no es solo el del viejo con su desvencijada cortacésped y toda la extraña gente con la que se encuentra. Es el viaje interior. Es nuestro viaje. Nuestra historia. Esa, donde las cuestiones permanentes de la vida como la amistad, la paz, la tristeza, la soledad, la alegría, la familia, la compasión, la risa, el perdón, el amor, la belleza
tienen lugar.
Por ahí, resonando, por las praderas infinitas del mundo,
esas,
nuestras historias verdaderas.
Escucha sugerida
Querido lector, querida lectora, si, quizás has llegado hasta aquí, me atrevo a hacerte una petición más: deja esos papeles que te esperan, eso que parece tiene tanta prisa pero, que si lo piensas bien, no es tanta, ese sueño que te vence, esa melancolía que te ha invadido de repente, esos recuerdos…
y déjate escuchar esto,
diez minutos,
para ti.


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