Una defensa del reformismo
Hace ya veinte años, en el prólogo a una novela de Chesterton, traté de resumir en una fórmula resultona lo que a mi juicio debía ser un programa de gobierno de izquierdas. Desarrollada luego en detalle en un libro de 2011 que pocos leyeron (¿Podemos seguir siendo de izquierdas? 2011), su enunciado invitaba a ser "revolucionarios en lo económico, reformistas en lo político y conservadores en lo antropológico". Siempre me llamó la atención que, de entre los que la citaban para elogiarla o criticarla, casi nadie prestaba atención al segundo punto. Los revolucionarios concentraban su mirada en el ardor anticapitalista; los conservadores en la pasión tradicionalista. Pero ocurre que estos dos extremos, emancipados del "reformismo político", se vuelven inmediatamente peligrosos; y uncidos en santo matrimonio por encima de las banales reglas democráticas, peligrosísimos. "Reformistas en lo político" quiere decir, en efecto, defensores de la democracia y el Estado de Derecho, como árbitros que son de lo que nos podemos permitir o no en nuestras instituciones y en nuestras costumbres. Es decir, como límites insuperables de toda revolución y de toda conservación.
En la tradición de izquierdas de los dos pasados siglos se hizo en general poco caso a esta bisagra arbitral. Las revoluciones se lo podían permitir todo porque de la violencia fundadora iba a surgir un mundo superior que justificaba todos los desmanes y todos los crímenes. Era una lógica puntuada de excepciones en la que la democracia, como la igualdad de género, quedaban aplazadas para el día siguiente de la victoria sobre el capitalismo. Como sabemos, ninguna de estas revoluciones consiguió derrotar al capitalismo y las que lograron al menos la victoria política sólo pudieron sobrevivir convirtiendo las excepciones en regla: la experiencia estalinista, por ejemplo, pivota sobre la concepción del "enemigo del pueblo" como eje de una penalidad estructural, arbitraria y furiosamente represiva, cuando no exterminadora. Buena parte de la izquierda revolucionaria europea, entre la que hubo muchos héroes animados de la más hermosa fe en la humanidad, se desentendió siempre de la democracia y del Derecho como si fueran obstáculos "burgueses" o, en el mejor de los casos, desiderata aplazables en el calor de la batalla. Esa izquierda europea, una vez terminada la "era de las revoluciones", pasó a parasitar las revoluciones del llamado Tercer Mundo, donde se combinaban la lucha anticolonial y la lucha anticapitalista, de manera que acabó y -ahí sigue- confundiendo la revolución económica pendiente con el antiamericanismo y, por lo tanto, con el antieuropeísmo. Eso llevó, por ejemplo, a que el sector que yo llamo "estalibán" desconfiara primero de las revoluciones árabes (como del 15M) y luego pasara a apoyar abiertamente, al modo de hinchas futbolísticos, a dictadores sangrientos como Gadafi o Bachar Al-Asad, que no eran, por lo demás, ni revolucionarios ni anticapitalistas ni anti-imperialistas. Hoy se repite la historia con Rusia y Ucrania.
Los que, por su parte, desde la derecha tradicionalista, apuestan por la conservación antropológica olvidan también el "reformismo político" (los límites democráticos de las "costumbres en común") y acaban defendiendo, en lugar del conservadurismo, la reacción y el fascismo. Nadie puede decir: "En mi pueblo solemos torturar y quemar a las mujeres solteras de más de cincuenta años. Somos muy conservadores". La Inquisición, la homofobia, la ablación del clítoris, el maltrato animal no son ni tradiciones ni costumbres: son crímenes. La democracia (y su termostato, el Derecho) sirven justamente para diferenciar unos de otras e impedir que, en nombre de las generaciones muertas, se impida ser felices a las generaciones vivas. En este sentido, me declaro conservador de izquierdas y no rechazo como motor de cambio (o de simple deleite inmediato) la nostalgia: toda la nostalgia, eso sí, que sea compatible con los DDHH, incluidos los de los trabajadores y los del colectivo LGTBI. La nostalgia conservadora es conservadora de los derechos que estamos perdiendo o nos están quitando: también el derecho a la tierra y a la Tierra, a la vivienda, al descanso, a la lentitud, a la cama y la mesa compartidas, a la infelicidad libremente decidida.
Así que entre la revolución económica pendiente y la conservación de "nuestro" mundo está la política democrática, que debe guiar nuestros pasos cuando luchamos en una trinchera y cuando recordamos a los antepasados. Ahora bien, allí donde la única revolución realmente existente es la neoliberal, que se vuelve políticamente iliberal, y donde el conservadurismo antropológico se vuelve reaccionario y neofascista, es más imperativo que nunca defender el "reformismo político" o, lo que es lo mismo, la democracia y los DDHH. Si algo está mal en Europa, es el hecho de que se cede cada vez más a la tentación iliberal; si algo está mal en EEUU es que la alternativa a Biden es Trump; si algo está mal en Chile es que se ha perdido de momento la batalla por la constitución; si algo está mal en Colombia es que Petro ganó por los pelos. Los pocos y menguantes islotes "reformistas" se mantienen a duras penas, apretados entre falsas revoluciones y falsos conservadurismos, y están seriamente amenazados. Amenazados, ¿por quién? Por multinacionales y bancos, como siempre, pero también ahora por un cardumen promiscuo de izquierdistas "revolucionarios", derechistas reaccionarios y "antisistemas" paranoicos, mezclados en la penumbra con antivacunas, terraplanistas y tránsfobos.
No renuncio a discutir con los reaccionarios, porque comparten la incertidumbre general, pero me preocupan más los izquierdistas que, en medio de la oscuridad, consideran que Europa es el peligro y apuestan por entregársela a los que, desde dentro y desde fuera, la amenazan. Putin no consiguió su objetivo de tomar Kiev y derrocar el gobierno de Zelinski y a duras penas avanza en el frente del Donbass. Rusia no está ganando en Ucrania, pero sí en el resto de Europa. Va ganando en Hungría, en Italia, en su enemiga Polonia y va ganando en ese creciente y aceitoso marasmo en el que de pronto cierta izquierda y cierta derecha juegan juntos al fútbol sin árbitro y en un campo de minas. Y aplauden cada vez que oyen una explosión.
La solución no está en que Europa se parezca cada vez más a Rusia o a China sino en que se parezca más a sí misma, al menos a los valores que enuncia y traiciona sin parar. O al Chile de Boric; o a la Colombia de Petro; o incluso a los EEU de Biden de los que, en cualquier caso, debería emanciparse. El peligro para Europa no es Rusia ni la crisis energética ni la pandemia; es el retroceso de ese "reformismo político" que nunca fue del todo una realidad; el retroceso, es decir, de los DDHH, de la democracia y el Estado de Derecho frente al neoliberalismo iliberal y al tradicionalismo reaccionario. Ninguno de esos dos campos -no lo olvidemos- es el "nuestro". Anticapitalistas siempre; conservadores sin duda; reformistas más que nunca.
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La doctrina del shock en Ucrania
Bajo fuertes presiones de Washington y Bruselas, el parlamento en Kiev aprobó en 2020 el levantamiento parcial de la moratoria que prohibía la compra de suelo agrícola por extranjeros. Ni la guerra ha impedido hacer negocio
Andy Robinson 6/09/2022
CTX/Público
En una apasionada defensa de la democracia ucraniana y su lucha contra el agresor autócrata Vladímir Putin, la reciente Conferencia sobre la Recuperación en Ucrania (URC), celebrada los días 4 y 5 de julio en Lugano (Suiza), bajo los auspicios de la UE, recomendó una batería de medidas de desregulación y privatización sacadas del manual del viejo Consenso de Washington (1989).
Es imprescindible “reducir el tamaño del Estado mediante privatizaciones, mejorar la eficiencia regulatoria (desregulación) y abrir mercados (liberalización de los mercados de capitales; libertad de inversión)”, sostiene el documento final.
Así mismo, hay que “fortalecer la economía de mercado” mediante “(…) la reforma de la tierra”, añade, aplaudiendo el nuevo plan de eliminar restricciones sobre la venta de suelo agrícola a corporaciones extranjeras en el llamado “granero” de Europa. Estas medidas son esenciales, dijo la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, en su discurso ante la conferencia, para lograr “el sueño de una nueva Ucrania, libre, democrática y europea”.
Unas semanas después, el Fondo Monetario Internacional, con sede en Washington, acordó con el Gobierno ucraniano de Volodimir Zelensky la suspensión de los pagos de servicio sobre deuda por 20.000 millones de dólares, un generoso gesto de solidaridad con el pueblo en guerra. Además, para impulsar la economía hacia la recuperación y una senda de crecimiento del PIB sostenible, el FMI anunció que condicionaría el rescate a un programa de privatizaciones de empresas estatales y a la plena implementación del plan de desregulación de la tierra para facilitar la entrada sin restricciones del agrobusiness global. Solo con la entrada del capital internacional se podría lograr un aumento de la productividad de las megacosechas de trigo, cebada y otros cereales, insisten la UE y el FMI.
Pocos lo han comentado –¿quién quiere ser acusado de ser amigo de Vladímir Putin?–, pero resulta muy problemático este compromiso de la UE y el FMI por ayudar a Ucrania a adoptar las necesarias reformas de liberalización y privatización y así terminar el trabajo iniciado tras la caída de la URSS en 1991
El problema consiste en lo siguiente: según encuestas realizadas en 2018, solo el 12% de los ucranianos apoya una mayor privatización de su economía. Es más, la mayoría se opone al plan de desregulación del suelo agrario y rechaza la entrada de los agro-traders con sede en Chicago o los agrofondos con sede en Wall Street.
“Todo esto va en contra de la voluntad de la gente”, dice Frederic Mousseau, director del Oakland Institute en California, que ha elaborado una serie de informes sobre los planes de rentabilizar la desregulación en el sector agrícola ucraniano. “Y no hay motivos para pensar que la guerra haya cambiado el rechazo de la gente a la desregulación de la tierra o la privatización”.
Dotada de las llamadas cernozëm (tierras negras), las más fértiles del mundo, que producen unos 60 millones de toneladas de cereales, como trigo y cebada, Ucrania siempre ha sido una propuesta muy atractiva para las grandes multinacionales de materias primas como Cargill, Bunge o ADM, así como para los megafondos de inversión como Blackrock o Vanguard.
Cuenta con una tercera parte de la tierra agrícola de Europa, es el segundo exportador de cereales del mundo, y produce una tercera parte del aceite de girasol a escala mundial. En tiempos de creciente temor por la seguridad alimentaria mundial y por los precios disparados de alimentos básicos, Ucrania puede ser una mina de oro para el capital global.
Pero los obstáculos a la entrada de inversores
multinacionales –concretamente, la moratoria sobre la compra y venta de
suelo agrícola– han frustrado hasta a gigantes como Cargill o Blackrock.
La moratoria fue aprobada en 2001 con el fin de frenar la concentración
del suelo en manos de los grandes oligarcas ucranianos beneficiarios de
la corrupta desregulación del suelo, parte de la terapia de shock
diseñada por aquellos bienintencionados economistas de Harvard que llegaron a Moscú tras el desmoronamiento de la URSS.
Pero la moratoria incluía también una prohibición total de la compra de suelo agrícola por extranjeros, lo que ha complicado sobremanera el avance de las grandes bróker de materias primas y fondos a través de la inmensa llanura de cereales ucraniana.
Nadie puede pararles los pies del todo a los grandes comerciantes de materias primas agrícolas –ADM, Bunge, Cargill, y Louis Dreyfus–. Pero estos tuvieron que entrar por la puerta trasera mediante participaciones en el capital de empresas ucranianas. Cargill, por ejemplo, se hizo con el 5% del conglomerado ucraniano UkrLandFarming. Otra opción para sortear la moratoria era alquilar suelo mediante contratos de arrendamiento de larga duración.
Con esas medidas, las corporaciones globales del agribusiness lograron controlar entre tres y seis millones de hectáreas. Pero la mayor parte de los 32 millones de hectáreas dedicadas a la producción de cereales permanecían fuera del alcance del capital global y se dividieron entre corruptos oligarcas ucranianos y los siete millones de pequeños agricultores, en un país donde una de cada tres personas aún vive en el campo.
La moratoria levantó ampollas en los centros de poder occidentales, desde el Departamento de Estado, el Banco Mundial, y el FMI en Washington hasta la Unión Europea y los lobbies agrícolas en Bruselas.
Sin la presencia del capital global, la productividad del sector agrario ucraniano ha sido muy baja: una cuarta parte de la alemana y una quinta de la francesa. Pero los ucranianos se sentían más cómodos con las restricciones, ya que la liberalización anterior había beneficiado a una corrupta oligarquía. Así mismo la gente defendía a las grandes empresas estatales frente a las presiones privatizadoras del FMI y la UE.
Hacía falta un cambio de régimen –la llamada Revolución Maidán y la caída del gobierno oligárquico de Víctor Yanukovich en 2014– para despejar el camino a los titanes de las materias primas y los fondos de inversión occidentales. La invasión rusa este año ha resultado una instancia perfecta de la doctrina del shock, la tesis de Naomi Klein de que los desastres, catástrofes y las guerras crean excelentes oportunidades de negocio para inversores globales sin complejos.
Bajo fuertes presiones desde Washington y Bruselas, el parlamento en Kiev, con el respaldo del gobierno de Zelensky, aprobó, en 2020, el levantamiento parcial de la moratoria. La nueva ley permite la compra por particulares o empresas de hasta 10.000 hectáreas a partir de enero del 2024. El FMI aplaudió la nueva legislación. Tal y como destaca Michael Roberts en su blog, el Banco Mundial, que condicionó sus propios créditos a medidas que “faciliten la venta de suelo agrícola y el uso de la tierra como colateral” para “acelerar la inversión privada en la agricultura”, calificó la desregulación como un “evento histórico”. El FMI calcula que elevará en más de un punto el crecimiento potencial del PIB.
Las expectativas para los inversores globales en cereales ucranianos parecían inmejorables. Ni la guerra complicaría las rentabilidades previstas. A fin de cuentas, las exportaciones de granos ucranianos en 2021-22 han superado las del año pasado, y el reciente acuerdo con Rusia de desbloquear los puertos del Mar Negro garantizan ventas lucrativas en momentos de precios desorbitados. Los márgenes de beneficios de ADM, Bunge, Cargill, y Louis Dreyfus han subido de forma sensible durante la crisis.
Pero hay un problema. La plena implementación de la reforma depende del resultado de un referéndum que se celebrará en 2024 para decidir si dar luz verde a las empresas extranjeras. Es bastante probable que la mayoría de ucranianos voten en contra. La ley no tendrá mucho apoyo en la sociedad ucraniana: “No da ningún apoyo a los siete millones de pequeños agricultores como ocurre en España o Francia ; solo acelera la concentración en manos de oligarcas y grandes empresas,” dijo Mousseau en una entrevista.
De ahí una profunda ironía. Las instituciones financieras y los grandes agro-lobbies occidentales, defensores apasionados al igual que sus gobiernos de la guerra por la democracia contra Vladímir Putin, no ven nada claro el plan de consultar a los ucranianos. “Convocar un referéndum sería un desastre para la economía”, afirma Bate Toms, presidente del Consejo de Asociaciones Empresariales y Cámaras de Comercio en Ucrania. Hay que evitar celebrar el plebiscito porque “habría una mayoría aplastante en contra”, añadió en un artículo patrocinado por el poderoso think tank de Washington Atlantic Council, defensor de la democracia bajo liderazgo estadounidense.
Andy Robinson
Es corresponsal volante de ‘La Vanguardia’ y colaborador de Ctxt desde su fundación. Además, pertenece al Consejo Editorial de este medio. Su último libro es ‘Oro, petróleo y aguacates: Las nuevas venas abiertas de América Latina’ (Arpa 2020)
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