Buenos y malos
Filósofo, ensayista y escritor
Público
Leo la historia de Vadim Chichimarin, un jovencísimo soldado ruso de
21 años juzgado en Kiev por crímenes de guerra. El pasado 28 de febrero,
en Soumy, en el norte de Ucrania, mató a un civil desarmado que hablaba
por teléfono en la calle. Vadim huía con cuatro compañeros en un coche
robado tras una contra-ofensiva de las tropas ucranianas y, temiendo que
Oleksandre Chelipov, de 62 años, revelase su posición, le disparó en la
cabeza con su kalatchnikov. ¿Qué hacía Vadim en Ucrania? La pregunta se
la dirigió la propia viuda de la víctima, Katerina Chelipova,
destrozada por la muerte de su esposo. Antes de la invasión, Vadim era
un chico normal en una Rusia difícil; tras trabajar dos años en un
taller de neumáticos, en 2019 decidió enrolarse en el ejército para
cobrar 550 dólares al mes y poder así mantener a su madre. Durante el
juicio pidió perdón a Chalipova y se declaró culpable. Salvo que sea
canjeado por alguno de los soldados de la acería de Mariupol ahora en
manos de los rusos, como la propia viuda propone, será condenado a
cadena perpetua en un país extranjero donde obviamente
-comprensiblemente- será tratado con rabia y con desprecio. Una
fotografía tomada durante la vista lo muestra muy serio, la mandíbula
tensa, la cabeza inclinada, vestido con un prosaico chándal azul y gris
que subraya una absurda imagen de normalidad juvenil y, por lo tanto, de
vulnerabilidad incomprendida.
Voy a decir una barbaridad, pero confieso que me hace sufrir más
Vadime Chichimarine que Oleksander Chelipov, su víctima. Las autoridades
de Kiev han decidido emprender acciones judiciales ejemplares contra
los soldados rusos acusados de crímenes de guerra; lo están haciendo por
la vía civil y con garantías procesales, con una enfática ejemplaridad
democrática que, en cualquier caso, nadie puede reprocharles. Vadim sin
duda es culpable y sin duda merece algún tipo de condena penal. Ahora
bien, al contrario de lo que ha ocurrido en otras guerras y otros
tribunales, el acusado no es un asesino de masas ni un genocida, no es
el alto responsable de una cadena de mando implicada en una operación de
exterminio planificada. Es un soldadito que reparaba ruedas y que, en
una situación no elegida, eligió ser un asesino. No tiene atenuantes; ni
siquiera estaba obedeciendo la orden de un superior. Podía no haber
disparado y disparó. Pero por eso mismo, este juicio pequeño y, sin
embargo, muy publicitado se convierte a mis ojos en una denuncia, no de
los crímenes de guerra, no, sino de la guerra misma. Los crímenes de
Bucha, por ejemplo, son tan atroces, sus víctimas tan numerosas, que
desprenden una impresión de libertad y, por tanto, de responsabilidad
mucho mayores; esos asesinatos fueron previamente pensados y su
ejecución indica una orden consciente y soberana. Lo terrible de este
caso es que, al contrario que las familias de Bucha, Chelipov podía
haber salvado la vida, tan azarosa y "banal" fue su muerte; lo terrible
es asimismo que, al contrario que los soldados rusos de Bucha,
obedientes a órdenes superiores, Vadim se dio a sí mismo una orden que,
fuera de ese contexto, jamás se habría dado. Una guerra es una situación
de excepcionalidad antropológica que mata de forma planificada a miles
de inocentes; pero es también una situación de excepcionalidad
antropológica que convierte a Vadim, un muchachito inocente parecido a
mi hijo, parecido al hijo de Chelipova, en un asesino. Eso es lo que ha
iluminado el juicio de Kiev: la "pequeñez" del caso, la "pequeñez" del
verdugo revelan la enormidad criminal de la guerra desencadenada por
Rusia. Es como si los jueces estuvieran diciéndole a Putin: ¡mira en qué
has convertido a tus chavales! Es seguro que la Chelipova no perdonará
al autócrata ruso, el gran planificador, la muerte de su marido; pero
cabe pensar, como razonablemente humano, que tampoco la madre de Vadim
podrá perdonarle -a Putin- que haya convertido a su hijo en un asesino.
En un mundo justo no habría guerras. En un mundo con guerras en el que
se pudiese hacer justicia, Vadim Chichimarin estaría en la cárcel por
haber matado a Chelipov; Putin, por su parte, estaría en la cárcel por
haber matado a Chelipov y a otros miles de ucranianos; pero también por
haber convertido en asesino a Vadim y a otros miles de jóvenes rusos que
podrían estar con los hijos de los Chelipov bailando en una discoteca.
En una guerra es fácil, y hasta obligatorio, matar. Por eso las guerras son moral y materialmente destructivas. Pero desencadenar una guerra no es obligatorio: es una decisión consciente tomada en tiempos de paz. Todos podemos medir la distancia que existe, también en términos judiciales, entre la responsabilidad de Vadim Chichimarin y la de Vladimir Putin. O entre la de Vadim Chichimarin y la de Payton Gendron, el reciente asesino racista de Buffalo. En su último y extraordinario libro, Ruta de escape, el jurista y narrador Philippe Sands insiste en que es más importante entender al victimario que a la víctima; él lo intenta con Hans Frank, el "carnicero de Polonia", y con Otto Wächter, gobernador nazi de Cracovia y Galitza, responsables de millones de muertes por los que el autor no siente ninguna piedad, pero cuya agnosia moral -compatible con el hecho de casarse, tener hijos, ir al teatro, emocionarse con la música y escribir poemas de amor- le desasosiega profundamente. Sands se felicita de los juicios de Nuremberg, que condenaron a Frank; y lamenta que Wächter muriera sin responder de sus actos ante un tribunal. Su familia judía, además, fue exterminada en la Polonia ocupada. Pero a Sands le parece fundamental no dejar escapar ni los más horribles crímenes, ni a los más siniestros criminales, fuera del recinto más o menos inteligible de la humanidad, donde estamos todos juntos; y donde los papeles se intercambian con más facilidad de la que pensamos. Frank y Wächter son casos liminares y por eso son particularmente aleccionadores; su responsabilidad máxima es la del máximo poder, que es siempre el de matar a distancia, por vía interpuesta, a través de órdenes y cadenas de mando, en contextos de ocupación militar. Hay otros tipos. Están también, por ejemplo, los que se dan órdenes a sí mismos en un contexto que ellos mismos han escogido o generado, como es el caso de los terroristas solitarios de inspiración fascista: Gendron o Tarrant o Brievik, defensores convencidos de "los niños blancos", por los que están dispuestos a sacrificar la vida, y cuyas acciones "populistas" activan en otros fanáticos solitarios el terrible "paso al acto". Y están por fin los que, como Vadim Chichimarin, se dan órdenes a sí mismos en contextos no elegidos, a los que llegan del modo más banal, como cambiando de ropa o de empleo, y en los que se convierten de pronto, contra su propio destino, en asesinos.
Es casi imposible entender a Frank o a Wachter, pero hay que intentarlo si no queremos entregarles nuestra alma y nuestras instituciones. Es muy difícil entender a Gendron o Tarrant, cuya extrema juventud, en todo caso, da mucho miedo y bastante pena. Y es un poco más fácil entender a Chichimarin, en el que podemos reconocer a un hijo o a un amigo descarriados en un contexto de violencia contagiosa planificado en otro sitio.
Ahora bien, lo más difícil de todo es entender por qué a los humanos nos resulta tan fácil convertirnos en victimarios; por qué nos resulta tan fácil, sobre todo, compartir los valores de los victimarios. El nazismo, el fascismo, la dictadura, la mafia siempre reclutan para sus posiciones de mando -y para sus acciones criminales- a los más "malvados", que existen y existirán siempre y que harán daño en cualquier otro mundo posible. Pero la escala del mal que pueden llegar a hacer la determina el contexto, que es el que los anula o los ensalza y que es obra nuestra. El misterio es -digamos- por qué en solo tres meses el 80% de los alemanes -entre marzo y junio de 1933- pasó a adherirse con entusiasmo al proyecto del III Reich. El misterio, en definitiva, son todos esos millones de personas normales que, sin pasar al acto, justificaron, alentaron y ensalzaron los crímenes de sus dirigentes.
Es posible que no todos llevemos dentro un Hans Frank o un Wachter, un Tarrant o un Gendron, aunque solo descubrimos lo que realmente somos en encrucijadas históricas y morales que más vale ponernos de acuerdo en evitar. Es más verosímil, en cambio, que todos alberguemos un Vadim Chichimarin dormido en nuestro interior, esperando un contexto favorable, como el huevo de serpiente congelado en el hielo, para salir a la luz.
Lo que es casi seguro es que, salvo heroicas excepciones que iluminan el mundo común, todos somos bastante ambiguos y estamos reprimiendo sin cesar, dentro de nosotros, un periodista venal, un policía abusón, un político corrupto, un vecino trilero, un marido machista, un amigo gorrón, un empleado cobarde, un militante hipócrita y remolón, causa y efecto de los contextos en los que de pronto la mayoría nos volvernos o corremos el riesgo de volvernos malos. Tenemos que mantenerlos -mantenernos- a raya y no podemos hacerlo solos. El bien no puede depender de los buenos, cuyo número, por grande que sea (y lo es), nunca podrá neutralizar el mal de cuatro malvados organizados. Hay una escena maravillosa de una película maravillosa, El sol siempre brilla en Kentucky, de John Ford, en la que el juez Priest es homenajeado por los mismos hombres a los que ha impedido linchar a un negro: "nos salvaste de nosotros mismos", le agradecen en una pancarta alborozadamente kantiana. Pero no fue Priest, no, sino la ley que representaba la que salvó a los linchadores, salvando así, de paso, a un inocente. Necesitamos, pues, buenas leyes, buenas instituciones, buenos periódicos, buenos empleos, buenos libros, buenos amigos que nos salven de nosotros mismos.
A Frank, a Wachter, a Tarrant o Gedron no podremos quizás salvarlos, aunque habrá que tratarlos en todo momento como si fuera posible hacerlo. Pero al Vadim Chichimarin que todos llevamos dentro hay que salvarlo, como sea, de sí mismo. Nos va la vida (común) en ello.
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