miércoles, 11 de diciembre de 2019

"La vida moderna tiene más de moderna que de vida", dice sabiamente Mafalda. Y así andamos, tratando de gestionar como podemos las complicaciones de este tiempo que nos ha tocado vivir y que, además, se da la paradoja de que toda esta complejidad no la está aliviando el tratamiento informativo de las cosas sino que, como todo se convierte en espectáculo y todo se convierte en acontecimiento, pues pasa lo sabido: que hay una entrega informativa sin tiempo para respirar, torrencial, que arrastra pero que no penetra, y un consumo igualmente compulsivo que da paso -pasado una primera etapa- al empacho por indigestión. Sí, empacho por ingesta excesiva.
Oído ayer en distintos medios de comunicación: “No puedo oír hablar más de Cataluña, estoy harto de que me hablen de Cataluña, estoy harto también de que me vuelvan a hablar de las conversaciones para formar Gobierno, ni una palabra más sobre el tema, por favor, oigo Brexit y vuelvo la cabeza”, alguien aludía al tostón en la información de la cumbre climática en Madrid. Incluso en asuntos que nos importan mucho, que afectan directísimamente a los nuestros intereses, no hay quien resista a esta combinación letal: sobreinformación y permanencia durante tiempo en el escaparate.
De esta manera, dos tiempos: el primero, pánico; en el segundo, indiferencia y, no sé si de manera intencionada o como resultado de que así funciona el engranaje, este modelo de ciudadano tan particular, con apariencia pastueña, dócil, muy fácilmente manejable y que de pronto revienta con estallidos de inesperada violencia, con explosiones de fuerte reacción. El mundo nos está ofreciendo todos los días detalles y noticias en este sentido: los chalecos amarillos de Francia pueden ser un ejemplo bueno y lo ocurrido en Cataluña, otro, pero los hay en Hong Kong, en Irak, donde ustedes quieran. Los dos tiempos de la sociedad, que pasa de la docilidad al empacho a una gran velocidad.

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Qué bien describes, Iñaki hermano, los síntomas del marrón social, el proceso de la ciudadanía y su saturación. No en vano llevas toda tu vida como farero que avista las mareas, las ve venir, y enciende el foco para que las naves vean o imaginen el puerto y puedan orientarse en la oscuridad de la intuición. Esa debería ser la labor de la prensa, de los medios. Pero parece que la cosa no anda muy allá. Los faros no son cómodos para instalarse en ellos. Hay que subir escaleras de la conciencia demasiado empinadas y a veces, no demasiado fáciles de escalar. Y luego está la soledad, la segunda subida y bajada de escaleras hacia la hondura que nos puede hacer comprender mejor la superficie, lo que desde la periferia de la esencia nos grita sus miedos, sus dudas, su inseguridad, su rabia, su hartazgo...la falta de costumbre de asumir lo que nunca imaginamos que un día tendríamos que acoger sin que nadie nos haya preparado para ello. Ninguna pedagogía nos ha enseñado a cargar con el mochuelo de nuestros caminos desorientados, de nuestra "ilusión" , de nuestra ciencia sin conciencia, de nuestros ecos sin fuste, de nuestro consumismo de nuevos ricos globales y pobres infinitos dentro de la misma riqueza aparente, que deslumbra pero no ilumina. Se nos junta el pan con el hambre , la opulencia en ganancias con la miseria en conciencia, los conocimientos de libro y ordenador con la ignorancia del batiburrillo y el aturullamiento, más las secreciones del ego, el peor enemigo que nos odia a muerte, porque para que él sea el amo y el estrello, nosotros tenemos que perecer como humanos equilibrados, sanos y gozosos, tenemos que ser sacrificados porque sí, en el altar de la soberbia y de la estupidez, para alcanzar credibilidad como  efectos especiales de una película interminable, en plan "El sexto sentido" y  no como seres adultos, capaces de ver más allá de la neurosis y su cuadro clínico, el esperpento y el figureo, la shenshatez comodioshmanda. Sólo de ese modo el ego personal y colectivo, ideológico, devoto,  o simplemente postural e imaginero, instintivo, emocional y obsesivo en ideas fijas, se da por complacido, sin entender que cuanto más lo servimos peor lo pasamos y que cuanto más crece y prospera, más se aproxima a su propio agotamiento y debacle. El destino del ego es desaparecer para que la luz de la humanidad pueda brillar y seguir su tarea creadora sin generar efectos secundarios egópatas que son mortales de necesidad, para el equilibrio, la armonía y la felicidad real, no la de pacotilla y rapiña. El ego es energía para movernos, caminar, trabajar, correr, nadar, gritar, reir o llorar, pero no puede ser el eje de nuestra vida, porque entonces nunca saldremos del atolladero. 

Hay culturas en las que el ego ha ido madurando e integrándose como adulto con la historia, pero hay otras en las que lleva la batuta siglo tras siglo, sin que nadie lo pare ni le aclare y limite su cometido. Es nuestro caso patriótico. Por eso mientra en otros países se reconoce y se distingue el fallo del acierto sin que sea el ego el árbitro del litigio, aquí se hace lo contrario. El ego en nuestro territorio comanche es el Tribunal Supremo de la lucidez y del acierto. El árbitro de la elegancia. El mediador más a mano. Aclaro que es una metáfora, no vaya a ser que el Poder Judiciaĺ se dé por aludido, que dadas las circunstancias, no sería nada raro. 

Y sin embargo salir del manicomio hispano no es imposible. Lo que sí lo es, precisamente, es seguir como estamos, cayendo por el tobogán sin que haya nada en perspectiva al fondo del paisaje: enredados entre el Flautista de Hamelin y el Traje Invisible del Emperador. 

Gracias, Iñaki, por aguantar y no tirar la toalla.

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