miércoles, 4 de diciembre de 2019

Experimentum Hispaniae

Reflexiones ucrónicas sobre para qué pactar

<p>PSOE, ERC, investidura </p>
PSOE, ERC, investidura
Pedripol
3 de Diciembre de 2019
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¡Qué buena ocasión si hubiera la necesaria audacia! Constituidas las Cortes Generales e iniciada, por tanto, la nueva legislatura, es el momento de aprovechar al máximo los procedimientos constitucionalmente previstos para lograr un gobierno de izquierda con suficiente apoyo parlamentario. Es lo deseable. ¿Pero es posible? Aun cuando a tal pregunta todavía le falta una tensa espera hasta verse respondida, cabe subrayar que la etapa que se abre es crucial, que la oportunidad está dada y que la misma cronología de los acontecimientos que vengan queda en suspenso pendiente de qué pase en el ahora de las decisiones a tomar: tenemos abierto ese tiempo para el que los griegos tenían reservada la palabra kairós, esa que traducimos por el momento oportuno, el instante preciso. No obstante, hay que tener bien presente que, dadas las circunstancias, el que ese momento sea efectivo depende al cabo de los humanos, de si están o no están, como suele decirse, a la altura de lo que tales circunstancias hacen posible. ¿Serán capaces PSOE y Unidas Podemos, más ERC en lo que puede tocarle hacer, de fraguar los necesarios acuerdos para que se abra paso en España un gobierno de coalición de izquierda, con otros apoyos en el Congreso y la necesaria abstención de al menos una parte del independentismo catalán? De eso está pendiente la ciudadanía española, y sobre ello se vuelcan muchos ojos que desde fuera nos miran.
Espectadores y participantes de los hechos que nos han traído a punto tan crucial saben que lo que a la postre resulte, por voluntad de los concernidos, tiene origen en unos determinados resultados de una convocatoria electoral respecto a la cual muchas voces se dejaron oír manifestando su opinión de que los necesarios pactos debieran haberse alcanzado antes, y así no habría sido necesario volver a las urnas. Es historia vivida y conocida, de la cual destaca que el PSOE, en las elecciones a las que les llevó su secretario general y presidente en funciones de España, perdió tres diputados en vez de ver su número incrementado en los escaños que la fantasía política imaginó. El ganador de los comicios, ante victoria tan amarga, tuvo por fuerza que reorientar su estrategia, máxime con un PP en trance de gozosa recuperación, el neofascista Vox disfrutando las mieles de sus 52 escaños y Ciudadanos en la crisis existencial en la que ya se halla. El “contexto de descubrimiento” que los votos arrojaron hizo que Pedro Sánchez se reubicara rápidamente dispuesto a pactar con el líder de Podemos, otrora declarado insufrible, y a pedir la abstención a los diputados de ERC, fuerza denostada a la que hasta la noche electoral sólo había dedicado, pedaleando tras la rueda popular, recordatorios del 155 y descalificaciones como secesionistas intratables. O ese giro, o viraje a pacto con PP en la tan traída y llevada “Gran Coalición”, ansiada como objeto del más descarado deseo político por parte de los “poderes fácticos”, que nunca han dejado de presionar sobre la política española.
Si Unidas Podemos, manteniendo el tipo parlamentario, se avenía entusiasta a dialogar sobre un pacto que le diera presencia en el gobierno, sin ganas de repetir patinazos negociadores como los de la fallida legislatura anterior, y tragándose exigencias que pudieran estimarse impertinentes, por su parte ERC, primera fuerza en Cataluña pero con los de Torra y Puigdemont pisándole los talones, entra en el juego de la negociación consciente de que si se deja pasar la ocasión y son las derechas las que entran en el gobierno de España, todo será mucho más difícil, desde el futuro de los presos políticos del independentismo hasta el mantener la movilización lograda.
¿Por qué pactar? De los motivos a las razones
¿Qué constatamos cuando por un lado y otro, más el del medio, encontramos interlocutores supuestamente dispuestos a pactar, con mucho que perder si no lo hacen?  Si descontamos las discretísimas negociaciones entre PSOE y Unidas Podemos, en las que todo dice que se impone una conjunción de intereses de la que las dos partes sacan ventaja, a pesar del ruido mediático de quienes temen “podemitas” al frente de determinados ministerios, y las estrafalarias voces de obispos integristas como Cañizares, por parte socialista tenemos que es insoslayable un precipitado contorsionismo ideológico para cambiar el discurso hasta hablar de “conflicto político” en Cataluña y de posibles cambios en el Título VIII de la Constitución, por ejemplo. La contestación interna en el mismo PSOE es notable, aunque no lo sea cuantitativamente: González, Guerra, Ibarra, Leguina…, entre los “jubilados”, y García Page o Lambán, entre los que están “en activo”, forman un coro cacofónico con inocultable intención de deslegitimar el proceso negociador en marcha. Si éste descarrila, Sánchez lo puede tener muy cuesta arriba.
Por parte de ERC tampoco nada está fácil, como se viene señalando por múltiples analistas: por más condiciones que ponga en cuanto a mesa de negociación, incluido relator, sobre presos y autodeterminación, acerca de diálogo entre gobiernos, respecto a calendario, etc. –casi todas ellas, desde las posiciones del PSOE son apreciadas como “patas” inaceptables para echar a andar-, el dilema no deja de ser o pactar rebajando objetivos, a riesgo de ser tildados de traidores por Junts per Catalunya en vísperas de elecciones al Parlament, o no pactar y romper la baraja para la buena jugada de conseguir un gobierno de izquierda desde todo punto de vista preferible a uno de derecha, con Vox siempre tirando hacia el frente ultra. A decir verdad, es el reverso del dilema que afrontan los socialistas: o pacto con ERC para hacer posible un gobierno presidido por Sánchez saliendo de una interinidad ya insoportable, aunque aguantando el chaparrón de las críticas del doble frente españolista y neoliberal, o vuelta atrás con el rabo entre las piernas, sea a pacto con el PP, bajo críticas de la izquierda, sea a terceras elecciones, que ya podrían ganar las derechas. Si la ocasión es crucial para lo posible desde la izquierda, el panorama no deja de ser endiablado.
Sabido es que de los dilemas si se sale logrando zafarse de verse empitonado por uno de sus cuernos, es gracias a la audacia para abrir una vía distinta de las dos ya perfiladas y afiladas. Es decir, hay salida a esa ración de dobles dilemas si PSOE y ERC –lo ideal sería que se sumara un independentismo capaz de pactar entre sus respectivos bloques– tienen la audacia necesaria para ir más allá de lo que suponen las condiciones iniciales de partida que les arrojan a negociar entre ellos poniéndose dificultades respecto a las cuales mucho hay para temer que sean insalvables. Si, por ejemplo, el PSOE sigue soportando a regañadientes que Cataluña es una nación, como afirma Iceta abiertamente y el PSC le secunda sin fisuras, pero Sánchez no se atreve a afirmarlo –huyó ante la cuestión cuando Casado se la lanzó en el debate electoral–, y si ERC no se baja del burro del derecho de autodeterminación como inmediata vía libre a la independencia, nada será posible. Los primeros dirían que no cabe pacto fuera de la Constitución y los segundos, que la autodeterminación es la línea roja de lo irrenunciable para ellos.
¿Para qué pactar? Audacia trascendiendo la coyuntura
¿Por dónde puede entreverse la osadía política para que lo posible sea real? El filósofo Ernst Bloch habla de experimentum mundi cuando en su última obra hace recopilación de las categorías fundamentales para la inteligibilidad de procesos sociales que en su despliegue histórico han de dar paso a lo anhelado como meta aún no lograda, pero vislumbrada en cuanto posibilidad real. Lo todavía no logrado que debe alcanzarse –era utópico– no es objeto de un destino ineluctable, sino de una dialéctica abierta en la que la acción política de los protagonistas históricos es la clave, si se media adecuadamente con las condiciones existentes. Tal es la procesualidad por la que configuramos mundo en un proceso “experimental” en el que nada está decidido de antemano, aunque sí acotado en cuanto a alternativas posibles. No emerge la mejor sin una praxis impulsada por la audacia –lo que los griegos llamaban parresía, considerándola además vinculada al decir la verdad, a una política no tejida con la demagogia del engaño–. Pues bien, aquí y ahora hace falta esa audacia que reclama el momento histórico que vivimos en España, cuando en un marco de crisis superpuestas hay que resolver el conflicto de Cataluña y la crisis misma del Estado. La pregunta es: ¿será posible, ajustándolo a nuestra escala, un experimentum Hispaniae?
La primera premisa, ineludible, es la aceptación del hecho palmario de una crisis del Estado, ante la cual es inútil marear la perdiz sin afrontar sus causas y dispuestos a buscar soluciones, por más que se invoque el dogmático credo españolista. Tampoco es útil pretender una salida independentista unilateral como si el Estado, por el cuestionamiento al que está sometido, no existiera con todo el peso de su poder. Partiendo de ahí, una negociación para pactar en torno a un gobierno de coalición podría dejar de estar urgida sólo por necesidades coyunturales de fuerzas políticas en apuros. Manejando criterios tacticistas esas mismas fuerzas no dejarían de verse erosionadas por quienes desde el primer momento someterían el pacto y a la mayoría que lo sostuviera a una deslegitimación feroz. Las razones para pactar deben elevarse, pues, más allá de la coyuntura, hacia ese “experimento” de largo alcance en el que hemos de adentrarnos. Nadie va a resolver nuestros dilemas, ni el espíritu de don Pelayo ni el pragmatismo de la Unión Europea; ni las esteladas en balcones ni las apelaciones a un pueblo bloqueado en un demos escindido.

¿Para qué pactar? De forma inmediata, para un gobierno de coalición que nos saque del bache institucional y administrativo en que estamos. Vale; pero eso es tan insuficiente como poco duradero si no se enmarca en el horizonte compartido de elementos programáticos que respondan a algo en común. Si el PSOE acepta de una vez que Cataluña es una nación –y no la única “otra nación” en la realidad política hispana–, la audacia que se le reclama es la de pergeñar una hoja de ruta para ajustar la arquitectura del Estado a una realidad plurinacional. Y con ello, que se comprometa con lo tantas veces predicado como veces aparcado: el federalismo, en serio, más allá de un Estado de las autonomías agotado, por más que sea punto de partida para su reforma o, mejor, la “re-constitución” del Estado si llegara el momento de su imprescindible viabilidad. Y con ese horizonte de lo común, negociar, sabiendo que ha de dar a los independentistas razones para seguir conviviendo, aun con su objetivo de Estado diferenciado, así como plantear ante la derecha la necesidad de una rearticulación del Estado, si se quiere cohesionado y con futuro, lo que va más lejos que un replanteamiento del sistema de financiación. Las soflamas patrioteras no arreglan nada. Hablamos de tareas de quehacer democrático, incluyendo un referéndum, no necesariamente en primera instancia de autodeterminación –ésta no está ciertamente en el derecho positivo de los Estados, pero eso no es respuesta política y ni siquiera toda la respuesta jurídica que cabe ofrecer–, sino al modo en que, pongamos por caso, lo trata Joan Tardá en sus publicadas conversaciones con Xavier Domènech.
Y si ERC no se levanta de la mesa de negociación, a la vez que busca acuerdos convincentes ante su militancia, para no tener que recurrir al “acuerdo” ratificado por ésta en cuanto a no abstenerse en sesión de investidura para que Sánchez acceda a la presidencia del gobierno si no se cumplen los requisitos señalados, ha de armarse también del coraje político suficiente para responder a la pregunta de para qué pactar sin verse agachando la cabeza. La audacia de ERC, además de contar con el componente de decir la verdad ante planteamientos que no salen de la burbuja de un secesionismo ingenuo que luego se ve atascado en frustraciones, haría bien en confrontarse con la pregunta –una vez más parafraseando a Lenin– “¿independencia para qué?”. No es respuesta adecuada en este caso una paráfrasis de aquella que dio Fernando de los Ríos al líder bolchevique, esto es, no vale responder tautológicamente “independencia para ser independientes”. En suma, la audacia política exige aclarar qué se pretende con la independencia, dadas las coordenadas geopolíticas y el tiempo histórico en el que estamos. Si se clarifica lo que se pretende con más argumentos que el mero deseo de secesión, quizá pueda haber un punto de confluencia para transitar juntos con motivos compartidos, por más que se asuma como etapa provisional, entre federalistas pluralistas –es por la indefinición del PSOE que la palabra se desgasta y ante ello se pasa a hablar de confederalismo– e independentistas críticos.
Una ERC con capacidad de pensamiento crítico por la izquierda no debe pasar por alto lo inconveniente de un fetichismo político que lleva a la nación a verse enajenada en un Estado que se sacraliza, aunque sea invento profano –bien lo sabemos por lo que respecta al Estado español–, para jugar el papel de muñidor de una idealizada y a la vez sometida comunidad política en la que el pueblo y sus antagonismos, encubiertos por el fetichismo de la mercancía analizado por Marx y que en el Estado tiene su continuidad, se ven extrañados en aras de la sujeción a la norma que el mercado impone. La paradoja además es que el marco de mercado más inmediato en que nos movemos transnacionalmente –trans-estatalmente–  es la Unión Europea, que para nada es proclive a nuevos Estados por disgregación de los existentes, vistos como un estorbo para su misma ubicación en el mercado global.
Y si en otros momentos hemos hablado de una “gramática republicana” común, desde la audacia por ambas partes no se puede dejar de pensar en una idea de soberanía que, como ejercicio de poder democrático asentado en la ciudadanía, no es incompatible, sino todo lo contrario, con la propuesta de soberanías compartidas. Está claro que eso reclama una soberanía no mitificada, lo cual sí exige un trámite cultural, político y jurídico. Ocurre que si no se empieza, nunca llegaremos a la solución. Me quedo con pensar que eso es ucrónico, “todavía no” lo tenemos en lo que en este tiempo se nos presenta a la mano, pero en el proceso del experimentum Hispaniae puede llegar a estarlo. Cuando esté, significará que el “experimento de España” –de un Estado plurinacional- nos salió bien. ¿Se aprovechará la ocasión para avanzar hacia ello o es ilusión vana? (Por ahora aquí dejo la cuestión sin hacer cálculo de probabilidades).

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