La experiencia del 15M fue todo un revulsivo para
quienes, nacidos durante la transición, o ya directamente en democracia,
carecíamos de toda socialización política más allá de los canales
provistos por partidos, sindicatos y asociaciones. Bastaba contemplar en
los documentales de rigor el grado de movilización social que había
conocido el país durante los años 70 para percatarse de que, salvo
episodios aislados de huelga general, llevábamos más de treinta años
durmiendo. La tan añorada “modernización” de España había provocado,
como su reverso tenebroso, una preocupante despolitización de las capas
medias y los sectores populares. Y eso era tanto como decir que al
Estado social y democrático que se estaba construyendo, mientras se iban
colocando sus pilares jurídicos, institucionales y financieros, se le
iba a la vez sustrayendo su propio supuesto político-cultural, el de una
ciudadanía activa y organizada celosa de sus derechos.
El 15M demostró que la propia articulación del Estado constitucional
–esto es, del Estado organizado democráticamente en función de la
defensa y promoción de los derechos individuales y sociales– había ido
cultivando sus propias bases de legitimación. Ante el espectáculo de su
perversión y desmantelamiento, fueron centenares de miles de personas
las que respondieron masivamente en las plazas. El gran mérito, la
inequívoca novedad, vino dada por el carácter espontáneo del movimiento,
que discurrió desde el comienzo por cauces completamente independientes
de los partidos, los sindicatos y otras asociaciones políticas. La
ciudadanía se levantaba, sin necesidad de que los actores políticos
tradicionales la despertasen, en defensa de lo que entendían el bien
político más preciado: una democracia auténtica, no adulterada, que
actuase en beneficio de las mayorías sociales.
De entre los que abarrotábamos aquellos días las plazas
con menos de 40 años, es muy posible que ninguno hubiese vivido con
anterioridad la experiencia de asambleas multitudinarias, de foros en
los que se revisaba colectivamente el ‘estado de la nación’. El
sentimiento intenso de pertenencia activa a una comunidad política con
capacidad de autodeterminarse recorría las entrañas de cuantos nos
sentábamos a escuchar y debatir. Si hacia dentro se estaba produciendo
un proceso vertiginoso de educación política práctica, hacia fuera se
estaban desplegando acontecimientos no menos valiosos.
Fueron muchos quienes por vez primera se enfrentaron a los desafíos,
sinsabores y gratificaciones de la organización colectiva. Muchos
tomaban la palabra por primera vez en público, y su voz quebrada por los
nervios contrastaba con la solidez del juicio que emitían. Había que
articular la acción entre sujetos que no se conocían entre sí, partiendo
del principio de la mutua confianza que despertaba el reconocimiento de
verse involucrados en una tarea común. El 15M catalizó las energías de
movimientos sociales, de jóvenes y mayores ya politizados, pero logró a
su vez abrazar a multitudes anónimas que hasta ese momento no habían
vivido su dimensión política más que de forma individual o, en todo
caso, privada.
La punta de lanza de todo el
movimiento, la radicada en Sol, logró además encabezar un gesto de
ejemplaridad que resumía el núcleo político del movimiento. A escala,
quiso demostrar durante semanas que la comunidad política que
reivindicaba no se circunscribía al mundo inexistente de las utopías,
sino que constituía la propia realidad cotidiana de los allí reunidos,
donde el lenguaje de participación, fraternidad, cooperación y autonomía
se superpuso, hasta ponerlo territorialmente en suspenso, al habitual
de la competencia, el dinero y la obediente resignación. Pudo entonces
pecarse de ingenuidad, al descuidarse los medios y procedimientos
necesarios para generalizar aquella singular experiencia de autonomía
colectiva, pero la demostración inequívoca de que lo reclamado no era
una entelequia, sino una praxis vivida plenamente, se hizo patente a la
luz del día.
Aún hubo otra enseñanza política
fundamental del 15M. Recuerdo que cada día que me acercaba a la plaza de
las Setas, en Sevilla, la afluencia de manifestantes era mayor. Cada
convocatoria, cada manifestación, lograba despertar más adhesiones. La
progresión multiplicadora de las sucesivas sentadas anunciaba la
posibilidad de un desbordamiento incapaz de ser controlado por las
instituciones en vigor. Hubo un día, apenas pasada una semana de
concentraciones diarias, en que los asistentes fueron los mismos que la
jornada anterior. La ascensión se había detenido. Faltó algún detonante
añadido, la llamada resuelta de los sindicatos a sus bases y cuadros, la
entrega decidida de las bolsas de ciudadanía más severamente castigadas
por la crisis, para que la intensidad de aquellas movilizaciones
hubiese provocado cambios bruscos, inmediatos y visibles a nivel
institucional.
No hay ordenación del poder que no
aspire a revestirse de naturalidad. Tras casi tres décadas de vigencia
estable de nuestro régimen político, convenientemente sustentado por una
cultura compartida, muchos ya vivían la distribución del poder
existente, y su articulación institucional, poco menos que como
fenómenos naturales e inalterables, invariables por su adecuación a la
fisonomía auténtica de España. La indignación multitudinaria del 15M
puso en evidencia, de un solo manotazo, que tanto la trama institucional
vigente como su ropaje cultural distaban de parecerse y de responder a
las necesidades de la España real. Y demostró que la organización
intensiva de los miembros más despiertos del país podía poner contra las
cuerdas a la España oficial, demostrando la artificialidad y el
carácter meramente convencional de sus bases organizativas y teóricas.
Aún continuamos a día de hoy viviendo de aquel rédito político
fundamental, el que mostró que las cosas se pueden cambiar
sustantivamente porque nada de lo relativo a la vida en sociedad está
determinado por la fatalidad natural. Pero es justamente la ecuación
virtuosa entre la presión popular y la posibilidad del cambio político
lo que el 15M exhibió con mayor vigor en las plazas, y lo que hoy, con
la vista puesta solo en la política representativa, más hemos perdido y
más convendría recuperar.
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