domingo, 8 de septiembre de 2019

Quizás no sea buena idea, ya no le parece tan buena idea cuando deja atrás las Ramblas y se adentra en el barrio (¿chino? ¿Todavía la gente lo llama "barrio chino"?) No parece tan buena idea, no porque pueda pasarle algo, sino porque si al final le pasa, no faltará quien le culpe a él, por meterse en el barrio a esas horas. "En ese caso tú dirás que tienes derecho a ir por cualquier calle a la hora que quieras, eres un ciudadano libre", eso le respondieron cuando expuso la duda. Y como no estaba muy convencido, insistió en buscar un motivo creíble para ir a esas horas por esas calles: la vuelta al hotel después de cenar. Y eso es justo lo que está haciendo: ha cenado con unos compañeros del partido, y ha decidido volver al hotel dando un paseo. No es de Barcelona, es fácil despistarse y meterse por donde no debe. La culpa de un atraco no puede ser nunca del atracado.
Todavía en esta primera calle hay bastante gente, aunque eso le incomoda más que tranquilizarle, evita sus miradas para no ser reconocido. Turistas, sobre todo, extranjeros borrachos que salen de los últimos bares, mean en portales, cantan. Se asoma a una calleja lateral, estrecha y sin ningún establecimiento abierto. Al fondo, tres, cuatro hombres quietos, demasiado alejados y mal iluminados para identificar sus intenciones. Decide no tentar la suerte, no todavía, y sigue por la principal.
Según se aleja de las Ramblas escasean más los turistas. Encuentra una pequeña plaza, con las paredes pintarrajeadas. En un lateral, repartidos en dos bancos, seis, siete hombres. ¿Qué hacen allí a estas horas? No sabe si le han visto, vuelve deprisa sobre sus pasos, gira en la primera esquina, se asegura de que no le siguen. Hay pocas ventanas encendidas, sale música de una de ellas. Ve venir de frente dos jóvenes magrebíes, gira en otra esquina, atraído por el luminoso de un bar al fondo, aunque luego se arrepiente: mejor haber esperado a esos dos, y si le atracaban, listo, se acabó la noche.
"Resístete un poco", le dijeron por la tarde. Él puso mala cara, y le insistieron: "solo un poco, nada, lo justo para que te den un empujón o te enseñen una navaja, robo con violencia". Ni en broma, les dijo, se dice ahora, no piensa resistirse, ya es de por sí violento que te roben, y podría ser uno de esos menores drogados que no controla sus impulsos agresivos, una puñalada mal dada, solo pensar en la hoja de un cuchillo le entran ganas de volver a las Ramblas y coger un taxi. Mira hacia atrás, vienen dos, desde aquí no ve si son los mismos dos inmigrantes, acelera el paso.
Al final de la calle ha de girar a la izquierda, que le llevaría de vuelta al punto de partida, o derecha, para adentrarse más en el barrio; pero no llega a decidir, porque en la esquina se choca con un hombre que venía a paso rápido por la derecha. Se sobresalta, tensa los brazos, el organismo activa la ancestral respuesta de lucha o de huída, hasta que el otro, también sobresaltado, sonríe al verlo:
-Joder, la última persona que espera encontrarme…
-Perdona, estoy volviendo a mi hotel y –comienza la excusatio non petita.
-Yo creía que me ibas a atracar –dice el otro, riendo.
-Yo también lo he pensado de ti. ¿Qué haces por aquí?
-Trabajando, claro –el recién llegado baja la voz–. Me han mandado del periódico para hacer un reportaje sobre la delincuencia. En primera persona. Llevo una cámara oculta, aquí, mira.
-¿Me has grabado? –pregunta nuestro protagonista, inquieto.
-No, tranquilo. La activo solo si me van a atracar, que tiene poca batería y llevo más de una hora dando vueltas.
-¿Y no te ha pasado nada en una hora?
-Qué va, está todo muy tranquilo. Entre que han desplegado más policía, y que me he cruzado ya dos equipos de televisión, no hay tutía. He llegado tarde, hace solo un par de días me habrían robado nada más pisar la calle.
-Bueno, ve con cuidado de todas formas.
-Me voy a la Barceloneta, a ver si tengo más suerte. Y si te hacen algo, avísame, quiero la primicia.
En efecto, dos calles más allá ve al fondo una furgoneta de televisión, y el reportero y el cámara fumando junto a ella. Y unos metros más allá, un coche policial. Por supuesto los evita, al precio de meterse ahora sí por una más estrecha, tanto que los tendederos de ambos lados se tocan y techan la calle, sin que las farolas traspasen las sábanas y pantalones. Justo antes de adentrarse en la zona de penumbra, ve a alguien moverse. Un hombre. Viene desde el otro lado. Viene hacia él. Se queda quieto, prefiere esperarlo donde hay luz. Acaricia en el bolsillo el teléfono, el botón de pánico que le han instalado por si necesita ayuda. Todavía está a tiempo de volverse, caminar deprisa hacia el equipo de televisión, hacia la policía, pero el hombre es delgado, lo alcanzaría a la carrera.
El otro llega hasta él. Se detiene. Las manos en los bolsillos. Lo mira con atención. Con sorpresa.
-Joder. ¿Es usted…?
Duda un instante, no sabe qué es peor, que lo reconozcan o ser anónimo, pero el otro ya lo tiene claro, lo ha reconocido:
-¿Qué hace por aquí a estas horas? ¿Y sin escolta? Con lo peligroso que está el barrio últimamente.
La referencia lo tranquiliza. Salvo que sea un atracador con sentido del humor.
-Sí, está fatal –acierta a decir.
-Cada vez peor, se lo digo yo que vuelvo a estas horas de trabajar todos los días. En lo que va de año me han enseñado un pincho dos veces, pero no me han quitado nada, bueno soy yo.
Ya más tranquilo, acepta la conversación con el vecino, aunque no puede evitar el tono formal, como si hubiese un micro delante:
-Estoy sinceramente preocupado por la situación de su barrio.
-No sabe usted lo que es vivir aquí, hay que tomar medidas urgentes, nos tienen abandonados.
"Uno de los nuestros", piensa, y se anima a hablar más:
-Estoy con usted. Mi partido ha propuesto más policía y un endurecimiento del código penal, no puede ser que los delincuentes queden impunes, y también están los narcopisos que…
-Sí, todo eso está muy bien –le interrumpe el vecino-. Pero solo con policía y cárcel no van a arreglar el barrio. Aquí hacen falta también medidas sociales, tenemos problemas desde hace muchos años, y van a peor, porque hay más desigualdad, gente que lo está pasando muy mal. Faltan recursos. Y sobran turistas, y pisos turísticos, que casi son peores que los narcopisos, están despoblando el barrio y atrayendo más delincuencia, y...
Cuando el vecino termina de desahogarse, se despiden con un apretón y unos manotazos en los hombros, cada uno sigue su camino. Gira un par de esquinas más, no sabe si está caminando en círculos, cansado, es muy tarde, quiere irse al hotel y dejar ya la broma, porque encima le ha reconocido ese vecino, que ahora puede contar que lo vio dando vueltas, si al final le atracan se sabrá y le acusarán, sí, le acusarán de ir buscando que le atracasen, buscando el golpe de efecto, el líder político asaltado, la prueba definitiva de lo peligrosa que es Barcelona, cómo no se dio cuenta en la reunión de que era una idea pésima.
Saca el teléfono, no sabe si llamarlos para decirles que se acabó, que se larga, o directamente mirar en el mapa la salida más rápida del barrio, pedir un taxi y pronto al hotel.
Pero entonces lo ve venir. Al fondo de la calle. Camina despacio, titubeante al verlo. Se queda parado. Los dos se quedan parados. Los pies clavados en el suelo y los brazos un poco separados. A veinte metros de distancia. Durante unos segundos que parecen horas.
Reanudan el paso los dos a la vez, lentos, retrasando el encuentro.
-¿Tú por aquí? –disparan los dos a la vez.
-Voy a mi hotel –responden también los dos al mismo tiempo, lo que relaja la situación, ríen, se dan un abrazo cordial.
-Se me hace raro verte a estas horas por aquí –dice el otro, y nuestro protagonista responde deprisa:
-Lo mismo te iba a decir, ¿qué haces a estas horas, solo, en estas calles?
-Supongo que lo mismo que tú, ¿no? –responde el otro, ya sin sonrisa.
-Ya… Volver al hotel, ¿eh? –también serio, aunque guiña un ojo.
-Eso. Volver al hotel.
Quedan unos segundos en silencio.
-Pues ve con cuidado.
-Lo mismo digo.
-Ve con cuidado que hay periodistas. No sea que te vean y piensen también que es un poco raro que andes por aquí a estas horas, sin escolta ni nada.
-Ya me he encontrado a un equipo de televisión, pero lo he esquivado. Los periodistas son muy mal pensados, ¿eh? Lo mismo podrían pensar de ti si te ven. Solo y sin escolta.
Cada uno sigue su camino, giran la cabeza a la vez, levantan el brazo en despedida.
Hay que joderse, piensa. Ahora ya sí que no tiene sentido seguir con esta historia, solo faltaba que al final los atracasen a los dos, a él y al otro, y entonces ya tenemos servido el cachondeo en los medios y en las redes. Vaya con las ideas originales de los asesores, ya los abroncará mañana, porque ahora lo que hace es caminar deprisa de vuelta a las Ramblas, coger el primer taxi y en pocos minutos llegar al hotel.
Es cuando va a sacar la cartera para buscar la tarjeta de su habitación, es entonces cuando se da cuenta. La cartera. Espera, recuerda que esta noche no la llevaba donde siempre, en el bolsillo trasero, sino en el interior de la chaqueta. Pero tampoco está. Revisa bien todos los bolsillos, y nada. Está el teléfono, están las llaves, pero no la cartera.
En el pasillo enmoquetado del hotel, suena escandalosa su risa.

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