¿Qué sería de nuestra vida sin la muerte?
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Conversando esta mañana con un excelente amigo al que conozco desde hace medio siglo sobre lo divino y lo humano, le ha llegado el turno a esa muerte que siempre nos ronda y cuya presencia simbólica se va haciendo más notable con el transcurso de los años. El fallecimiento de un ser muy querido puede marcarnos para siempre, por mucho que no seamos conscientes de tal circunstancia. Suele suponer un punto de inflexión en la propia biografía y deja una poderosa impronta emocional prácticamente indeleble. Con el paso del tiempo, aquella persona que desapareció sigue conservando la edad alcanzada en el momento de fallecer. Mi hermano por ejemplo hubiera cumplido setenta y cinco años hace poco, pero en la memoria de quienes le quisimos continúa siendo un cuarentón con aspecto muy juvenil. A mí se me hizo muy raro superar la edad que tenía cuando se lo llevó un linfoma incurable, aunque luego me acostumbré a tener más años que mi hermano mayor.
Los avances científico-tecnológicos y el cuidado de nuestra salud nos han hecho más longevos en términos generales, allí donde unas condiciones miserables o las guerras no se ceban con la población. No falta quien se atreve a soñar incluso con la inmortalidad. Por supuesto, se trataría de ser inmortales y al mismo tiempo eternamente jóvenes. La denominada medusa inmortal ha desvelado los mecanismos genéticos que permiten a esta especie auto-regenerarse de forma infinita. Según una teoría cuántica, la conciencia humana podría desplazarse sin problemas de un universo a otro al morir, permitiendo que un individuo sobreviva en una realidad paralela. Estas teorías tan vanguardistas tienen sus correlatos clásicos en la pitagórica trasmigración de las almas o en las promesas religiosas de la reencarnación y la resurrección.
Desde la noche de los tiempos al género humano le ha tentado burlar a las parcas y prolongar indefinidamente la vida. Pero no solemos reparar en cuestiones bastante obvias. Cuando somos jóvenes no apreciamos esa vitalidad que rezuma nuestro cuerpo y que solo advertimos a toro pasado, cuando merman las energías y la salud va deteriorándose. Tampoco solemos recordar esa etapa inmortal de que hemos disfrutado en la infancia, cuando la muerte no tiene protagonismo alguno, salvo en circunstancias excepcionales. El que consideremos la vida un regalo milagroso y un tesoro insustituible, se debe justamente a que no cabe restaurarla una vez llegado su inexorable punto final. Una vida inmortal no podría cotizarse tanto sin contar con ese término. La muerte viene a salpimentar nuestra vida, haciéndola más deleitable y sabrosa.
Tampoco se trata de hacerle un monumento o adorarla como si fuera una deidad, pero la muerte nos hace un inmenso favor al impedir que seamos inmortales. La inmortalidad sería harto tediosa, como muestra el aburrimiento que se atribuye a los dioses del Olimpo. Disponer de un tiempo inagotable diluiría el saber apreciar cada momento y atesorar los recuerdos más placenteros, porque siempre habría margen para su sempiterna repetición. Odiseo nos da una lección magistral, cuando decide no aceptar la propuesta de Calipso y renuncia con ello a una eterna juventud, para proseguir su periplo de retorno a Ítaca, regresando a su hogar en plena madurez para envejecer con la familia. Por mucho que nos gustase, una película interminable sería cansina y se convertiría en una pesadilla. Todo tiene que tener un fin y esa es una de las innumerables gracias que hacen mucho más atractiva nuestra vida, el hecho de que se acabe y por añadidura pueda sobrevenir en cualquier momento inopinadamente.
Sin el dolor y el sufrimiento, no sabríamos apreciar el bienestar de su ausencia, porque no tendríamos punto de comparación, tal como nos ocurre con los prodigios de la juventud. Eso vale igualmente para la propia vida, que no sería tan estimable sin el remate de la muerte. Otra cosa es que podamos poner de nuestra parte para no prolongar gratuitamente un sufrimiento estéril y coronar una vida plena con un morir de la mejor manera posible, gracias a los cuidados paliativos y la eutanasia. Pero esto ya es otro capítulo de la misma historia.


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