Opinión
Ética para la refundación
Este artículo, postergado algunas semanas, me resulta muy difícil de escribir, como tantos periodistas que han llorado mientras nos narraban dramas humanos surgidos del barro. Han muerto 222 personas en la mayor tragedia sufrida desde la pandemia. Entre tanto ruido y una insoportable conmoción, entre tantas pérdidas materiales para miles de ciudadanos, la vida se ha teñido de un marrón espeso que tardará en marcharse de las calles y de las mentes. Solo la empatía con el dolor de las familias que han recibido un golpe tan duro debería ser nuestra obsesión. Por decencia, por humanidad. Y, sin embargo, tengo la impresión –como sucedió en anteriores tragedias– de que algo está fallando. Y eso me preocupa. Y me duele.
Por eso, por respeto a ellos, por haber tenido el inmenso honor de ser el president de la Generalitat y por la convicción de que ésta es la hora de la responsabilidad, quisiera que este artículo se interpretara como una reflexión serena alejada de juicios, reproches o comparaciones. Bien al contrario. Este es el tiempo de la unión para hacer efectivo el acompañamiento real en la normalización de las vidas de los afectados, de la cohesión para refundar, del sentimiento para entender que un pueblo es mucho más que unas casas tras otras.
Pensar, dialogar, actuar. Valgan estos apuntes de urgencia como una primera aproximación personal a la reflexión que nos acercará al único aspecto positivo de esta catástrofe: extraer las conclusiones que nos ayuden a hacer viable una transformación que garantice más seguridad, prosperidad e inclusión.
I. Con ese propósito de aprendizaje leo a dos filósofos hablar sobre esta tragedia. Dice Victoria Camps que deberíamos hacer un doble examen para mejorar la prevención. Primero, ver qué se ha hecho que no se debería hacer para no seguir haciéndolo, como construir en zonas inundables. Por ejemplo, de la riada del 57 se aprendió a desviar el cauce del Túria. Y segundo, hay que ver qué se podía haber hecho que no se hizo, como adoptar una reacción más rápida, eficaz y responsable ante la advertencia científica de una DANA. En resumen: la prevención desde la concienciación, la modernización y el refuerzo de la preemergencia cuando las consecuencias del cambio climático nos exponen a más y mayores emergencias. Más que nunca, combatir la irracionalidad del negacionismo es una exigencia ética y política.
José Antonio Marina dice que si creemos –yo lo creo– que la cogobernanza es la mejor solución, hay que aprender a cogobernar. Eso obliga a la coordinación desde la asunción de la dirección responsable. En mi opinión, esa es la acción decisiva que asegura el buen funcionamiento de un Estado compuesto como el nuestro. Estos días vuelve a planear el fantasma del centralismo, siempre presto a sacar el hacha y cortar en troquel nuestra diversidad. Pero es un falso dilema. Insisto: aquí no hubo un problema de competencias, sino de incompetencia.
Siempre he creído en la capacidad de un autogobierno potente. También soy un firme partidario del federalismo, que obliga a la cooperación en los distintos niveles de la Administración bajo el principio de subsidiariedad y el compromiso de lealtad federal. No es teoría; aquí ya lo hemos hecho. Cuando gestionamos la respuesta a la Covid, en la Comunitat Valenciana decidimos adoptar las primeras medidas restrictivas de España, en aquel momento muy impopulares, como fueron la suspensión de las Fallas o el cierre de la hostelería. Fuimos los primeros en cerrar los bares. Fuimos los últimos en levantar perimetrajes. Tuvimos autonomía para diseñar una gestión que primaba la salud pública y que redujo el número de personas fallecidas en nuestro territorio; aquí hubo casi 3.000 muertos menos que la media estatal por población. En otros sitios se eligió una vía muy distinta a la que llamaron «libertad» en su neolengua orwelliana, que traducido al román paladino equivaldría a «sálvese quien pueda». Allá cada uno con su conciencia.
Aquella experiencia en una situación límite, de la que no sabíamos nada, puso a prueba el modelo autonómico y fue perfectamente compatible –por supuesto plagado de insuficiencias– la capacidad del autogobierno con un ejercicio cooperativo con el Gobierno de España. Ese debería ser, de nuevo, el camino. Coincido con José Antonio Marina cuando advierte de un peligro: la ineficiencia de la democracia provoca la nostalgia del autoritarismo, el rechazo de la cogobernanza y la sumisión a un líder fuerte. Y eso debe inquietarnos en el mundo de Trump, Putin o Xi.
Frente a los cantos de sirena populistas que pretenden sacar una tajada indigna de esta catástrofe y erosionar nuestra convivencia en democracia, los demócratas deberíamos ser conscientes de que fuera de las instituciones solo hay caos, fractura y atraso.
Cuidado con legitimar a los difusores de bulos que buscan adentrarnos en una oscura zona de turbulencias.
Cuidado siempre con el cortoplacismo partidista; mucho más todavía en tiempos de tribulación.
Y cuidado, mucho cuidado, con desprestigiar –desde dentro– la política. Es tan viejo como la misma política. Lo que resulta cínico es abdicar, desde la política, de la política. En un nuevo/viejo formato y, ciertamente, bajo la forma impúdica con la que se está haciendo, resulta inquietante. Porque nuestro siglo XIX quedó muy atrás. Pero hay cosas que quedan atrás hasta que, como esta semana en Corea del Sur, intentan de repente regresar.
II. Estamos aún en la emergencia, ha empezado la reparación y la recuperación será larga y llena de dificultades pero hay tres cuestiones que convendría tener en el radar.
La primera es la importancia de articular una gran operación que permita el reset personal y colectivo. Es la hora del Estado social. València lo merece. Sería inaceptable quedarse a medias cuando los focos se vayan retirando del barro. Por eso necesitamos, más que estados de emergencia, tener a todas las Administraciones a pleno rendimiento en esta tarea. Necesitamos a la política que dé respuestas inmediatas y también estructurales. Es ingenuo, por no usar otro adjetivo, creer que fuera de la política puede encontrarse la solución a un problema que afecta a la polis.
La segunda cuestión es recuperar la confianza ciudadana, menoscabada ante la irresponsabilidad pública observada. En ese sentido, considero fundamental alejarnos del enfrentamiento espurio entre los actores responsables de levantar un área con más de medio millón de ciudadanos. Sería obsceno. Sería inmoral. Sería letal para la convivencia y para la fortaleza institucional.
El tercer asunto me parece fundamental. Se habla mucho de reconstrucción, pero –en mi opinión- de lo que se trata es de refundar. No de que todo quede igual como estaba. Estamos en el Mediterráneo, zona cero del cambio climático. En un informe de la OCDE de 2024 se señala que para reforzar la resiliencia ante las catástrofes naturales: hay que realizar evaluaciones integrales de riesgos que identifiquen las vulnerabilidades, se desarrollen estrategias sólidas de mitigación y se atienda a una planificación ajustada a los efectos del cambio climático.
Ante las catástrofes hay que itinerar por una senda clara: prevención, respuesta y refundación.
Por eso, y ante el hecho de que habrá un agravamiento de la incidencia metereológica con diferentes derivadas, pensar solo en reconstruir carece de sentido. No se trata de hacer lo mismo. Se trata de una reconstrucción transformadora que afecte a la política territorial, a la movilidad, al desarrollo económico innovador, a las infraestructuras resilientes, a la gobernanza metropolitana…
Se trata en definitiva de refundar, con principios éticos, un nuevo tiempo para la Comunitat Valenciana.
Por eso y para eso, ¿cómo se puede interpretar el desprestigio de la política cuando se es autoridad política de la Generalitat? ¿Cuál sería, exactamente, ese otro carril no enunciado? ¿El despotismo ilustrado? ¿La tecnocracia autoritaria? ¿Acaso esa posdemocracia que reserva el poder a unas élites ocultas entre bambalinas y deja a la democracia en simple cáscara formal? Inquietante. Tan inquietante como descubrir que la voluntad de servicio público iba súbitamente aparejada al autoservicio salarial. Inquietante, incomprensible, poco ejemplar.
III. El problema básico –me atrevería a señalarlo como el quid de la cuestión– es que esta crisis tiene un componente humano, social, económico y político, pero sobre todo tiene una sustrato moral. La refundación no se puede liderar sin crédito. Sin auctoritas. No habrá refundación física sin refundación moral. No habrá refundación sólida sin cambiar los mimbres éticos que han teñido la gestión de esta catástrofe. Por eso me pregunto: ¿Cómo se recupera la credibilidad en una institución ahora asociada a la ineficacia, la irresponsabilidad y la desconfianza? ¿Cómo se protege al autogobierno valenciano del triste golpe que ha recibido? En la respuesta a esta pregunta tendremos una parte importante de la solución. En mi opinión, la política valenciana debe dar una respuesta moral al desprestigio y censurar el desacato. No caben atajos.
Por fortuna, la marea de voluntarios, con una juventud que ha tumbado los estereotipos sobre la mal llamada “generación de cristal”, es la cara más positiva de esta tragedia. Han sido el mejor rostro de un pueblo consciente, solidario y cívico. Verlos desfilar por la pasarela, a pie, con palas y cubos, y verlos trabajar llenos de ánimo y tesón ha sido vitamínico en mitad de la desgracia. Ese aire que impulsa a los jóvenes a cruzar la pasarela es el viento de principios que necesita la política, porque la política es como el colesterol. Hay buena y mala política. Y ellos han hecho política preocupándose por la sociedad. En su actitud –de fortaleza, de solidaridad, de responsabilidad– anida el espíritu del tiempo que ya empieza. En ese espíritu está viva la política y la democracia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario