Opinión
Siria, la geopolítica y la izquierda
Filósofo, escritor y ensayista
Voy a ser muy duro: hay algo moralmente nauseabundo en la hipocresía occidental, que siempre ha matado o dejado matar población civil en todo el mundo en nombre de la democracia y los DDHH. Pero hay algo no menos repugnante en la hipocresía de la izquierda sedicente “anti-imperialista”, que ha dejado y deja matar población civil en nombre de la “geopolítica”. Frente a la hipocresía liberal occidental, la hipocresía “anti-imperialista” se las arregla, en efecto, para asfixiar los sueños de liberación de mucha gente menuda bajo una montaña de estudios pontificios sobre “relaciones de fuerzas”, “intereses capitalistas” y “manipulaciones exteriores” que, curiosamente, tienen siempre como protagonista a los EEUU o alguno de sus “peones” fabricados en laboratorios de la CIA. No importa qué suceda o dónde suceda, ellos ya lo saben todo; aplican sus esquemas del siglo XX a una realidad crecientemente compleja y escurridiza y desprecian a todos los que luchan y pierden la vida “engañados” por el Mal, el cual tiene un solo nombre y una sola voluntad.
Decía Samuel Johnson que “el patriotismo es el último refugio de los canallas”. Lo mismo podría decirse de la “geopolítica”: en ella se refugian además los perezosos, los fanáticos y en general los conspiranoicos. Naturalmente y por desgracia la geopolítica es inevitable; nadie puede entender nada de lo que ocurre hoy en el mundo si se renuncia a los análisis minuciosos sobre el terreno, pero el carácter hipócrita y sectario de la obsesión geopolítica de algunas izquierdas se revela en el hecho de que cuanto más centra su atención en el Gran Juego o en el Ajedrez Mundial más variables deja fuera de la vista: una detrás de otra, va ignorando todas aquellas que no encajan en su visión monoteísta de la Historia; entre ellas, sobre todo, los pueblos mismos en cuyo nombre dice actuar. Cuando en algún lugar del mundo ocurre algo que no pueden ceñir sus esquemas (desde el Maidan en Ucrania a las “revoluciones árabes”), lo primero que hacen es renunciar al actor más incómodo, la gente, y ello con un desprecio deshumanizador que rivaliza en nihilismo con el de las ultraderechas europeas. Este desprecio ha entrañado implícita o explícitamente el apoyo a Putin en Ucrania y a Bashar Al Asad en Siria.
La funcionalidad y parcialidad de esta obsesión geopolítica queda en evidencia, en efecto, apenas se compara, por ejemplo, su diferente actitud frente a Palestina y frente a Siria. En Palestina los palestinos tienen derecho a combatir la ocupación por cualquier medio; en Siria a combatir la tiranía no. En Palestina se invocan los DDHH, la ley internacional y hasta esa ONU, con sus tribunales internacionales, que el resto de los días del año se denuncian con desdén; en Siria, por el contrario, se han justificado bombardeos y matanzas en nombre de la misma “lucha contra el terrorismo” que en otras partes se rechaza con fundamento. En Palestina no se habla del islamismo de Hamas ni de la intervención de la teocracia iraní sino de los crímenes de Israel y del derecho de los palestinos a la soberanía; en Siria, en cambio, solo se hablaba y se habla del islamismo de HTS, de la larga mano de Turquía o de los intereses de EEUU pero nunca de los crímenes del régimen ni de los de sus aliados internacionales (Rusia, Irán, Hizbulá); ni tampoco, por supuesto, del derecho de la población a un poco de esa libertad que nos parece amenazada, en cambio, en España. A los palestinos no se les impide defenderse de su verdugo alegando la posibilidad de que una Palestina libre se convierta en otra dictadura árabe o caiga en manos de la yihad; a los sirios se les ha dicho que no podían derrocar al suyo so pretexto de que el reemplazo de Al Asad podía ser peor (¿peor para quién?). Los palestinos son víctimas y se pide para ellos, con razón y con pasión, reconocimiento como sujetos; los sirios son apenas peones de los estadounidenses o subpeones de sus peones islamistas (como son “nazis” los ucranianos que defienden su tierra de los rusos). En Palestina, en definitiva, todo es humano; en Siria (y en Ucrania) todo es contexto.
Lo escribí en otra ocasión: de Ucrania se ha ocupado la hipocresía occidental, de Palestina la hipocresía “anti-imperialista”. De Siria nadie. Los tres han salido perdiendo. Con motivo se ha recordado muchas veces este último año que el suplicio palestino no empezó el 7 de octubre, tras los crímenes de guerra de la resistencia islamista; que todo empezó en 1947, si no antes, y que en los últimos años, mientras los medios miraban a otra parte, Israel seguía arrancando árboles, derribando casas, torturando niños, arañando territorio, bombardeando regularmente Gaza. Ahora bien, lo mismo puede decirse de Siria: no todo empezó el pasado 1 de diciembre, cuando una organización islamista que muy pocos conocían se apoderó de la ciudad de Alepo. Si no queremos remontarnos al golpe de Estado de Hafiz al Asad en 1971, podemos arrancar en marzo de 2011, fecha en la que una revolución popular pacífica reclamó primero reformas y luego, frente a la brutal represión, el derrocamiento de su hijo y sucesor, Bashar Al Asad. Desde esa fecha han muerto 320.000 civiles, la mayor parte a manos del régimen y sus aliados, y hasta esta semana había 100.000 presos y desaparecidos, víctimas asimismo de ese régimen atroz cuya caída hoy muchos celebramos; desde 2016, por lo demás, cuando la intervención rusa e iraní invirtió la relación de fuerzas en favor de la dictadura, siguieron cayendo bombas en las zonas que, como Idlib, no controlaba Damasco. Esos bombardeos rusos, que destruían panaderías, hospitales y escuelas, igual que en Gaza (y en Ucrania), nunca importaron a los sedicentes “anti-imperialistas”. Al contrario: desconfiaron de la revolución mientras fue pacífica y se alegraron de su militarización, radicalización e islamización, que les permitía, como al propio Asad, tratar a cualquier opositor como si fuera un “terrorista”. Nunca apoyaron, ni siquiera retóricamente, a todos esos activistas que, de haber sido españoles, hubiesen estado en las plazas del 15M y que acabaron en las fosas comunes de Hama o de Homs; nunca encontraron nada que admirar en los cientos de Consejos democráticos que durante algún tiempo gestionaron las ciudades liberadas, incluida la propia Alepo; y todavía hoy escucho a algunos amigos (¡amigos, sí!) hablar de la destrucción de Siria… por los EEUU, cuyo presidente Obama -lo recuerdo- incluso permitió que el régimen utilizara armas químicas en 2013 contra la población civil; y que solo ha intervenido en el país contra el ISIS y a favor de los comunistas kurdos (lo cual, lo confieso abiertamente, me confortó).
Ahora, tras el derrocamiento de Al Asad, no solo no se alegran de ver salir los presos de las cárceles-matadero de la dictadura- ni de asistir a la reunión de familias separadas durante años ni del alivio y entusiasmo de la mayor parte de los sirios, sin cuyo concurso el triunfo inesperado de esta rapidísima ofensiva hubiese sido imposible. Todo lo contrario: están deseando -como demuestran algunos mensajes que recibo- que los malvadísimos yihadistas que, según ellos, han liberado Damasco se pongan enseguida a cortar cabezas e imponer la sharia. No les gusta que, hipócritas o no, hayan evitado las represalias, hagan discursos integradores y negocien con todas las fuerzas sobre el terreno, incluidos sectores del régimen que no han huido del país y sin los cuales será imposible la transición. No es que esperen que las cosas salgan mal (que bien podría ocurrir): es que lo desean.
Al igual que en Palestina, entre 2011 y 2016 todo ocurrió en Siria a la vista de todos. No es verdad que por primera vez se esté cometiendo hoy en Palestina una masacre retransmitida en tiempo real; también sucedió en Siria a principios de la década pasada. De hecho muchos sirios, como mi amiga Leila Nachawati, confiaban ingenuamente en que la transparencia de los crímenes de Asad, reportados en directo desde el terreno por una legión de activistas y periodistas, hubiese servido para impedirlos o para disminuir al menos su número e intensidad. “Hoy -pensaba ella entonces- no puede volver a ocurrir lo que ocurrió en Hama en 1982” cuando la familia Al Asad se aseguró el control del país para tres décadas matando entre 10.000 y 30.000 sirios en la oscuridad. Se equivocó, ay, y de esa manera lo confesó en su excelente novela Cuando la revolución termine, cuyos personajes expresaban con dolor hasta qué punto la indiferencia internacional añadía sufrimiento y desesperanza al sufrimiento y desesperanza de los sirios. Todos fuimos testigos en directo, en efecto, de las masacres del régimen, como hoy lo somos en Palestina, y tampoco hicimos nada. Bueno, algunos sí hicieron algo: algunos apoyaron en nombre del anti-imperialismo a Bashar Al Asad (igual que apoyan a Putin en Ucrania) como la ultraderecha mundial apoya a Israel contra las legítimas aspiraciones palestinas.
Otra geopolítica es posible. Así lo demostró hace unos días, cuando nadie podía pensar en la rápida descomposición de la tiranía siria, un excelente artículo de la mencionada Leila Nachawati, donde se da cuenta de toda la complejidad, endógena y exógena, que se vuelca sobre la zona y que descarta, desde luego, cualquier solución mágica revolucionaria para Siria, como no la hay para Palestina. Ahora bien, esa complejidad no debería impedir que nos sumemos hoy a las esperanzas de millones de sirios que tienen motivos para contemplar con reservas el futuro pero también para festejar el derrocamiento de Bachar Al-Asad, su familia mafiosa y sus aliados autocráticos: pues ese derrocamiento, lo saben, es la condición mínima y necesaria, aunque quizás no suficiente, para la construcción de un futuro más justo y democrático en su país y en todo el mundo. ¿No es eso lo que hacemos en Palestina? Allí los crímenes de Hamas del 7 de octubre no nos impiden solidarizarnos con el pueblo palestino ni ser conscientes de la complejidad de su justa lucha contra el sionismo de Israel; una complejidad que, en su caso, tampoco nos impediría alegrarnos si, incluso en un nuevo orden global poco democrático (o con el apoyo inimaginable de EEUU y la UE), alcanzase su liberación: no hay futuro para Palestina y para el mundo, también lo sabemos, sin la derrota del sionismo genocida israelí.
Una primera versión de este artículo, escrita hace cinco días, incluía en este punto la recomendación de un bellísimo texto de Ayham Al Sati, refugiado sirio en España, en el que el autor exponía en un castellano admirable, cuando aún no se podía anticipar la rápida caída de Damasco, esta lacerante combinación de miedo y esperanza que ha acompañado durante décadas a uno de los pueblos más sufridos del planeta. Lo mantengo en esta versión como homenaje a los sirios que han padecido tanto como él y que piensan de la misma forma; y que, como él, sienten hoy un poco menos de miedo y un poco más de esperanza. Dejémos a los sirios, por favor, gozar de este domingo de la Historia sin amargarles la fiesta cuestionando la legitimidad de su alegría desde nuestra distancia olímpica de tahúres trileros que mueven piezas en un tablero geopolítico del siglo pasado.
Otra geopolítica es posible: complejidad del analisis, simplicidad de los principios; contexto y humanidad. Eso es lo contrario de lo que han hecho estos años en Siria y lo que siguen haciendo en Ucrania los sedicentes “anti-imperialistas”, que aplican la navaja de Ockham a la medida de sus anteojeras ideológicas nihilistas y abandonan sobre el terreno a los pueblos que se levantan contra las dictaduras, si no son “de los nuestros”, o a los que defienden su tierra de los invasores, salvo que sean palestinos. Todo es mucho más complejo de lo que pretenden estos fanáticos del ajedrez geopolítico, que en realidad están jugando a las damas; todo es también mucho más fácil. Hay que leer más, estudiar más y preguntar también más a la gente, directa o indirectamente. Los propios sirios nos han enseñado el camino: se puede -se puede, sí- apoyar al mismo tiempo a los palestinos, a los ucranianos y a los sirios. No sabemos lo que ocurrirá a partir de mañana. Hay muchos tipos de sirios y muchos intereses internacionales volcados en la zona, pero el rapidísimo derrumbe de un régimen sanguinario que, con la colaboración rusa e iraní, parecía haber consolidado su poder (y que estaba a punto de normalizar sus relaciones con Europa) demuestra que la caída de Damasco no estaba en ninguna agenda; y debería obligarnos, por eso mismo, a rebajar la arrogancia de todos nuestros esquemas. Tal y como sucedió durante las revoluciones árabes, muchos actores se verán constreñidos a reacomodar sus estrategias, pero tendrán que hacerlo a partir del reconocimiento de la autonomía relativa de las fuerzas locales (islamistas, kurdos, ENS, oposición democrática, restos del régimen) y, sobre todo, a partir de la existencia inesperada (tras tantos años de suplicio) del pueblo menudo, sus ambiciones y sus resistencias.
Todos los sirios han vencido y todos los sirios han perdido. El que quiera gobernar Siria tendrá que contar con todas las fuerzas que la ofensiva misma de HTS ha ido sacando a la luz, relativizando su hegemonía. Allí donde nadie puede atribuirse la victoria y donde todos tienen la sensación de haber perdido algo -o mucho o todo- en estos años, quizás sea más factible un acuerdo. De pronto hay una posibilidad (inimaginable hace solo una semana) de que sean los sirios, sí, los que decidan su destino; debemos permitir, pues, que sean ellos los que la exploren. Hoy, en cualquier caso, dejemos que entierren a sus muertos, homenajeen a sus héroes, reciban a sus amigos liberados de las mazmorras, se reúnan con sus madres, vuelvan del exilio y bailen en las plazas liberadas, acariciando en su cabeza y en sus manos la Siria que estos años les habían robado. Ocurra lo que ocurra a partir de este momento, nadie puede negar que Siria es hoy un país mejor. Aún más, por contraste con su sufrimiento de estas décadas, podemos decir que durante unas horas es y será el país más libre del mundo.
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