El dilema de Oppenheimer y lo que quizá hubiera hecho Roosevelt con su arsenal atómico
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Einstein se negó desde un principio a bendecir los resultados del proyecto Manhattan. Le horrorizaba que se pudiera construir un artefacto bélico de inconmensurable poderío. Pero se trataba de adelantarse a que lo tuviera Hitler, cuyas V2 hacían temer que anduviera muy cerca de conseguirlo. La propaganda nazi intentaba levantar el ánimo de sus tropas refiriéndose a un arma milagrosa que podría cambiarlo todo. Esto hizo que los norteamericanos reclutasen a cerebros vanguardistas en el terreno de la física para obtener ese armamento con propiedades mágicas y un potencial destructivo desconocido.
Como nos recuerda la reciente película que lleva su nombre, a Oppenheimer le tocó liderar esa secreta operación científica bajo mando militar. No se podría descartar que todo se fuese al garete, porque no cabía calcular con precisión las consecuencias de una reacción en cadena. Pese a tener algo con tanto peso específico en un platillo de la balanza, se antepuso primero el derrotar al nazismo y, cuando se alcanzó esa victoria con armas convencionales, el argumento que predominó fue salvar soldados estadounidenses en la guerra contra Japón.
A las cuitas morales que tuvo el artífice de la bomba se le podría llamar el dilema ético de Oppenheimer
Hubiera bastado con explosionar el artefacto en un atolón deshabitado para disuadir al enemigo, pero se lanzó una bomba sobre Hiroshima, densamente poblada y que no suponía un objetivo estratégico en términos militares. Para más inri a renglón seguido Nagasaki fue agraciada con esa macabra lotería, como si viniera bien tener cobayas humanos para estudiar los efectos radiactivos de una explosión atómica sobre ciudades con un índice demográfico elevado, cual si se tratara de un experimento digno del doctor Mengele.
A las cuitas morales que tuvo el artífice de la bomba, se le podría llamar el dilema ético de Oppenheimer. Un científico en principio no es responsable del uso que se haga de sus hallazgos, pero en este caso la meta estaba predefinida de antemano y muchos de sus colegas pensaban como Einstein, prefiriendo no abrir esa funesta caja de Pandora nuclear. Por supuesto, mediaban buenas coartadas para no dejar de hacerlo. Anticiparse al enemigo e incluso creer ingenuamente que una herramienta militar como esa podría evitar cualquier guerra futura por temor a una hecatombe de la cual no se libraría nadie. Pero los dilemas éticos no se resuelven bien cuando entran en cálculos utilitaristas, en lugar de atenerse a los principios y las convicciones morales.
El mundo podría ser otro si se le hubiera hecho caso a Einstein y si no se hubiera dado un cambio en La Casa Blanca
Al parecer Oppenheimer se sintió culpable y, al comentarlo con el presidente Truman, éste le dijo que la decisión fue suya, del político y no del científico. Cuando era vicepresidente ni siquiera había oído hablar del proyecto Manhattan y nunca sabremos lo que hubiera hecho Roosevelt de no haber fallecido. ¿Hubiera decidido su presidencia lanzar las bombas o hacerlo sobre ciudades rebosantes de una inocente población civil? El mundo podría ser otro si se le hubiera hecho caso a Einstein y/o si no se hubiera dado un cambio en La Casa Blanca. Quizá le hubiese correspondido a Stalin tener el dudoso honor de lanzar esa primera bomba. Pero lo hizo un sistema democrático que ha pasado por ser el paradigma de las democracias occidentales en lo tocante a la libertad.
Durante la Guerra Fría los dos bloques en liza no se arriesgaron a utilizar sus arsenales atómicos, como si sucedía en la deliciosa película de Kubrick “¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú”. Ahora la posesión de tal armamento te hace presuntamente intocable y hasta blanquea regímenes totalitarios como el de Corea del Norte, al que alaba Trump y corteja Putin para integrar a su ejército en la invasión de Ucrania, que por cierto llegó a ser la tercera potencia nuclear mundial cuando se desintegró la Unión Soviética y se la convenció para dejar de serlo. Israel amenaza con emplearlo para proseguir su colonización a sangre y fuego de un territorio que considera suyo por mandato divino.
Las nuevas tecnologías están cambiando la dinámica de los conflictos bélicos. La desinformación y los bulos juegan un papel fundamental para embaucar a la propia población, como hiciera el ministerio de propaganda nazi, pero también se utilizan para dar insospechados vuelcos electorales u orientar las urnas de otros países. Los drones descabezan a las milicias enemigas con una sorprendente facilidad, aunque tal puntería selectiva no ahorre víctimas inocentes consideradas como escudos humanos del enemigo, a las que se niega su condición de personas con derechos inviolables.
Las consideraciones éticas deben ir por delante y no a la zaga para taponar las vías de agua con un barniz ético mercantilista
Es cierto que los científicos no deciden cómo van a utilizarse sus descubrimientos, pero sí pueden calibrar las consecuencias de los mismos. A otra escala mucho más cotidiana, estamos asistiendo al debate sobre la IA. Una vez más las consideraciones éticas deben ir por delante y no a la zaga para taponar las vías de agua con un barniz ético enteramente mercantilista. Si se siguen primando los intereses económicos por encima de las necesidades humanas y del propio planeta, no tardaremos en presenciar convulsiones revolucionarias de todo tipo y acaso conflagraciones bélicas mundiales. Parapetarnos tras las pantallas de la realidad virtual solo conseguirá distraernos hasta que seamos eliminados por completo del juego, ya sin margen para iniciar una nueva partida.
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