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Al comienzo de 2001 una odisea en el espacio vemos a un simio descubrir una herramienta que le sirve para combatir. El buen Abel fue abatido con una quijada por el hermano que le sobrevivió y a cuyo linaje perteneceríamos conforme al relato bíblico. Las luchas fratricidas y cainitas han evolucionado conforme lo han hecho los avances tecnológicos aplicados a las contiendas bélicas. En el imaginario colectivo encontramos esa poderosa imagen con que acaba El planeta de los simios para sugerir una hecatombe nuclear. Antaño se resolvían batallas con un duelo singular entre los campeones de dos ejércitos, como el caso de David y Goliat. La destreza con una honda logró abatir al gigantesco guerrero enemigo. Se mandaban emisarios para evitar confrontaciones…
La guerra siempre ha tenido sus protocolos y el honor solía regularlos en ocasiones. Aunque se producían asedios y saqueos de las ciudades enemigas, lo cierto es que a veces la población civil solía mantenerse alejada del campo de batalla. Pero las armas fueron cambiando los usos y costumbres bélicos, derribando las fronteras entre quienes integraban un ejército y la ciudadanía del país considerado hostil. La IA nos va mostrando como podría modificar aún más las reglas del juego bélico, si es que cabe definir algo semejante. En el futuro todo podría ser aún más aterrador.
Sin planteamientos morales no se irían conquistando nuevas parcelas en el ámbito del derecho y de la política
¿Acaso se ha deshumanizado el arte de la guerra? Es una pregunta un tanto absurda, porque una matanza nunca puede responder a demandas humanitarias. Por eso casi es una proeza con tintes épicos plantear una Ética de la guerra como hace Enrique Bonete. Su meritorio propósito es intervenir en un tema tan candente desde la historia de las ideas. Su recorrido se inicia en Atenas y Roma, transita por el Medioevo cristiano y el Renacimiento, para llegar a la modernidad y a nuestro presente. Aunque los conoce, deja de lado a los primeros iusnaturalistas, porque le interesa el arsenal filosófico de la reflexión moral. Por sus páginas desfilan en triadas Platón, Aristóteles y Cicerón, Agustín de Hipona, Salisbury y Tomás de Aquino, Maquiavelo, Erasmo y Tomás Moro, Luis Vives Francisco de Vitoria y Francisco Suárez, Hobbes. Locke y Rousseau, Kant, Hegel y Nietzsche, Russell, Arendt y Bobbio, manteniendo al final un ingenioso conversatorio ficticio con Rawls, Tugendhat y Walzer, antes de pasar a esbozar sus propios principios para configurar una ética de la guerra, que a primera vista no deja de parecer un oxímoron, un hierro de madera. Sin embargo, las quimeras tienen el reverso positivo de la utopía y es cierto que sin planteamientos morales no se irían conquistando nuevas parcelas en el ámbito del derecho y de la política, que van cincelándose con la ética o su ausencia.
Se debe aplaudir con entusiasmo el empeño de Bonete por forjar una heurística moral que pudiera orientar los conflictos bélicos, mediante un libro con rigor académico y muy bien escrito, que quiere abordar una cuestión tan acuciante como la de modular moralmente las guerras y que nos presenta una visión panorámica de la evolución histórica del tema, pretendiendo aplicarlos a casos concretos del momento. Este libro nos muestra que releer a los clásicos del pensamiento no es algo así como visitar un museo inerte, sino dejarse inspirar por textos dinámicos que pueden aportar matices interesantes a problemas de la propia época, mediante una lectura que resulte acorde con su espíritu y no tanto con su letra. Hacen falta más libros como este con vocación de intervenir en la praxis, utilizando principios teóricos que pueden configurar una u otra realidad, y hay que felicitarse por este nuevo título del prolífico catedrático de Salamanca.
La ética solo tiene que decir una cosa en esta materia, cual es declararse incompatible con la guerra
Dicho esto, quisiera mostrar mis discrepancias para entablar un dialogo con Enrique Bonete, haciendo de abogado del diablo. Hay una distinción capital que me parece discutible. Partiendo del concepto de guerra justa, se nos habla del derecho hacia la guerra, durante la misma y después de finalizada, trasladando esa distinción temporal a la ética. Se muestra “partidario de reivindicar principios éticos desde los que se podría amparar el inicio de un enfrentamiento bélico, exigir el cumplimiento de criterios normativos en relación al trato de los civiles, refugiados o prisioneros, sin olvidar aquellas pautas deontológicas a tener en cuenta para establecer la paz tras el conflicto, sancionar a los criminales de guerra y reparar los daños sufridos por las víctimas, una vez concluido el conflicto armado” (p. 19). A mi juicio, quizá muy sesgado por Kant, la ética solo tiene que decir una cosa en esta materia, cual es declararse incompatible con la guerra, es decir, con el fracaso de la política, el derecho y nuestros criterios éticos más fundamentales.
Justificar el inicio de la guerra no es una tarea ética, sino más bien del cuerpo diplomático de turno, porque dicha justificación difícilmente podría tener carácter previo. Ciertamente, una guerra defensiva es algo inexcusable, siempre que no quepa salir del paso mediante una resistencia no violenta, pero difícilmente puede darse pedigrí moral a una guerra preventiva (como la de Irak) y mucho menos a una ofensiva (las invasiones de Polonia o Ucrania) u obviamente a esa guerra total de la que nos habló Goebbels, donde solo se persigue aniquilar al enemigo e inmolarse al no conseguirlo. Los polos del pacifismo idealista y el belicismo realista tienen muchos registros intermedios, con una infinita gama de grises, como muestra el caso citado por Bonete de Bertrand Russell, pacifista militante contra la Gran Guerra, comprensivo con pararle militarmente los pies al totalitarismo nazi y nuevamente contrario a la guerra de Vietnam por otras razones.
Conviene rehuir los maniqueísmos y no pretender encorsetar lo complejo en un esquema binario demasiado simplista
Pueden incluso darse ideales belicistas y pacifismos realistas, como los protagonizados, respectivamente, por Netanyahu y Putin o Gandi y Mandela. Conviene rehuir los maniqueísmos y no pretender encorsetar lo complejo en un esquema binario demasiado simplista. Por otra parte, los agresores acostumbran a considerarse previamente agredidos, con razón o sin ella, y una guerra contraofensiva puede ser absolutamente desproporcionada (como la emprendida por Israel tras un execrable ataque terrorista), sobre todo cuando se da pábulo a la venganza por injurias pasadas. Exigir una rendición de cuentas a los criminales no es tampoco algo que deba hacer la ética, que por definición tampoco puede imponer sanciones penales ajenas al ámbito de la moralidad. En cuanto al resarcimiento, cabe recordar las exageraciones del Tratado de Versalles y las funestas consecuencias que tuvo para la paz mundial. El sentido común de Russell puede ser un buen consejero a la hora de analizar en su contexto una u otra contienda bélica.
La selección de textos es impecable, puesto que a veces repara en obras menos atendidas. Con todo, en el caso de Rousseau podría haberse recurrido al resumen y el juicio que hizo sobre la farragosa obra del abate de Saint Pierre sobre una paz perpetua. Hace poco Adrián Ratto me ha recordado un opúsculo de Voltaire que lo satiriza, el Rescripto del emperador de la China, reprochando a Rousseau que solo buscase la paz en una Europa donde por cierto se contaba con el imperio ruso. Voltaire se contentaría con hacer menos monstruosas las guerras y para ello le parece fundamental que las distintas religiones intervinieran en los tratados de paz, al haber provocado históricamente muchas guerras, como desgraciadamente sigue ocurriendo al declararse guerras calificadas como santas por extremismos integristas que desfiguran e instrumentalizan un credo religioso. Incluso en los Estados no teocráticos que se declaran aconfesionales hay religiones hegemónicas que tienden a imponer sus puntos de vista en la esfera pública.
Incluso en los Estados no teocráticos que se declaran aconfesionales hay religiones hegemónicas que tienden a imponer sus puntos de vista en la esfera pública
La propia guerra incivil española, que hizo exilarse a mis abuelos y nos dividió en bandos aparentemente irreconciliables, fue planteada como una cruzada por el nacional-catolicismo recibiendo las bendiciones del Vaticano. En el dólar norteamericano figura la leyenda “En Dios confiamos” desde 1956, en pleno auge de los movimientos evangelistas que siguen teniendo una neta incidencia política. El himno nacional británico recoge un “Dios salve al rey”, máximo dignatario de su propia iglesia desde Enrique VIII. A Voltaire le fascinaba que judíos, protestantes, católicos, musulmanes o budistas pudieran negociar sin sobresaltos en la bolsa londinense, para luego volver a sus respectivos rituales. Las cuestiones económicas neutralizaban esas diferencias religiosas que habían dado lugar a cruzadas, guerras como la de los Treinta Años o matanzas como la de San Bartolomé.
Comoquiera que sea, la elocuente pluma de Rousseau hizo conocer el indigesto libro debido a Saint-Pierre, y sin ir más lejos ambos quedaron identificados por Kant como venerables idealistas utópicos. El satírico y delicioso escrito kantiano titulado Hacia la paz perpetua (que yo mismo he traducido al castellano después de hacerlo Joaquín Abellán) se inscribe dentro de una larga tradición recogida por Javier Espinosa en Inventores de la paz. Soñadores de Europa. Siglo de la Ilustración. Lejos de conformarse con una paz europea, Kant aplica un punto de vista cosmopolita, como ya había hecho en su Idea para una historia universal. Sus ideas calaron en los mandatarios políticos del pasado siglo y dieron lugar a lo que fue antesala de la ONU. Tras la Segunda Guerra Mundial y la disuasión que presuntamente brindaba el armamento nuclear, se depositaron muchas ilusiones en una organización internacional que arbitrara los conflictos internacionales. Pero su operatividad es nula porque hay miembros del Consejo de Seguridad con derecho a un veto que neutraliza las decisiones claramente mayoritarias.
La ética debe preceder con su espíritu crítico y reflexivo a las decisiones políticas, indicando a quienes detentan el poder sus planes de actuación
En el Artículo Secreto que Kant añade a la segunda edición se asigna un papel fundamental al clan filosófico. Sus críticas al poder deben ser constantes e implacables para que la política pueda reformar sus leyes y evitar con ello traumáticos procesos revolucionarios como la Revolución francesa. Los políticos no deberían dar un paso sin rendir previamente pleitesía y arrodillarse ante la reflexión moral, siendo esto algo en lo que no caben componendas ni partir la diferencia. La ética no puede ser un medio para encubrir conductas inmorales, como harían los moralistas políticos. Ha de ser la brújula que oriente sus acciones convirtiéndose así en un político moral. No hay que moralizar la política, que tiene sus propias reglas como se atrevió a explicitar Maquiavelo, pero la ética debe preceder con su espíritu crítico y reflexivo a las decisiones políticas, indicando a quienes detentan el poder sus planes de actuación. A Truman le faltó un buen consejero, como tenía Roosevelt, para no lanzar sobre ciudades densamente pobladas dos bombas atómicas, en lugar de haber mostrado su poderío bélico sin causar tantas víctimas.
Una vez realizado el recorrido histórico desde Platón hasta Walzer, Bonete toma la palabra y nos brinda seis principios, como resulta de su atenta lectura. La defensa y la solidaridad ampararían en términos éticos una declaración de guerra. La protección de los inocentes y el trato humanitario para con los contendientes habrían de regir cualquier enfrentamiento armado. La imputación de responsabilidad a los mandatarios político-militares y la reparación que intente paliar los desastres del conflicto se aplicarían posteriormente. Su intención es marcar unos límites morales que fijen “lo que no se debe hacer ni antes, ni durante, ni después de las contiendas” (p. 242).
Como buen seguidor de Javier Muguerza, Enrique Bonete se contenta con dibujar los contornos de la injusticia bélica, cuando una guerra se convertiría en algo aún más horrendo y monstruoso, si cabe. Sus principios vienen a formularse en la estela kantiana del potencial heurístico que tendrían las propuestas utópico-morales. “Gracias a la formulación de principios regulativos de la práctica, podemos constatar hasta qué grado concretos comportamientos bélicos respetan o vulneran aquello que marca la ética de la guerra” (p. 242). Nada que objetar a este planteamiento de raigambre kantiana y muguerziana. Ojalá calaran estos principios en los debates internacionales y dieran lugar a nuevas convenciones. Hay que poner constantemente sobre la mesa este tipo de cuestionamientos morales, para servir de contrapeso a la normalización del abuso y la conculcación de todos los derechos imaginables.
Las guerras deberían declararlas quienes van a padecerlas y no sus mandatarios, por mucho que hayan sido elegidos por las urnas
El juicio de Nuremberg quiso dar un ejemplo al mundo y acuñó el concepto de crímenes contra la humanidad aplicando a ciertos jerarcas nazis. Pero muy poco después en el mucho menos conocido juicio de Tokyo, el propio emperador japonés no rindió cuentas y se tomó como cabeza de turco a un alto mando militar. Ahora mismo el Tribunal Internacional dicta ordenes que no sirven para nada, sobre todo si los criminales de guerra siguen ganando batallas, pese a masacrar civiles despersonalizados considerándolos escudos humanos, o cuentan con un ejército bien pertrechado, como al autócrata ruso. Resulta muy difícil incluso mencionar tan siquiera el término terrorismo de Estado, porque siempre se argumentará que no deja de ser contraterrorismo a veces preventivo. Estados Unidos jamás rendirá cuentas por convertir Hiroshima y Nagasaki en laboratorios destinados a estudiar el impacto de la radioactividad, como hubiera hecho Mengele.
Tal como dice Kant, las guerras deberían declararlas quienes van a padecerlas y no sus mandatarios, por mucho que hayan sido elegidos por las urnas. Otro gallo nos cantaría, de ser así. Pero siempre nos cabe a cada cual aplicar esa desobediencia debida que nos dicte nuestra conciencia moral, para no asemejarnos a ese Adolf Eichmann que afirmó gestionar el holocausto acatando obedientemente la cadena de mando. Al asumir ciertas ordenes aborrecibles éticamente nos corresponsabilizamos de las mismas y no caben atenuantes en la rendición de cuentas. Para oponerse moralmente a la guerra viene bien aplicar el kantiano imperativo de la disidencia formulado por Javier Muguerza y que viene a decir lo siguiente: “Obra como si pudieras desobedecer directrices injustas o abominables con arreglo a tu conciencia moral, para evitar que seas instrumentalizado y trates a las personas como meras cosas”. La mejor ética contra las guerras es el atreverse a decir que no, cuando nos veamos instados a cometer barbaridades.
Roberto R. Aramayo, Profesor de Investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC e Historiador de las Ideas Morales y Políticas
Enrique Bonete Perales, Ética de la guerra. Evolución histórica y debates actuales, Madrid, Tecnos, 2024.