domingo, 27 de enero de 2019

Magistral, Isaac Rosa, sin más. Y mil gracias solidarias en medio de la precariedad sin fronteras, donde una vez expulsados de donde creíamos estar y descuajaringado lo que hacemos, sólo nos queda llegar al oasis de lo que SOMOS y podemos compartir SIENDO en común inteligencia colectiva. O sea, amor. Lo único que no tiene tarifa ni precio de mercado. A lo mejor no es tan mala como parece esta etapa nefasta, si mediante ella nos humanizamos y despertamos de la cogorza y el colocón consumista y desalmado. Quiizás despertar y cambiar para SER de verdad, bien vale una crisis tan obscena. Chi lo sa?


Uberos en lucha

Trabajadores en huelga, vehículos sin conductor destrozados y taxis de paseo. Un cuento para leer antes de que el futuro nos alcance
Tercera entrega de 'Letra pequeña': lee aquí la serie de relatos escritos por Isaac Rosa e ilustrados por Riki Blanco




uberización Riki Blanco

Como los uberos estaban en huelga, y tampoco me atrevía a coger un coche autónomo por si lo quemaban conmigo dentro, acabé por pedir un taxi.
No me fiaba del metro, que estos días se multiplican las averías por falta de mantenimiento. Y no me arriesgaba a llegar tarde al hospital, que la última vez que me dieron un servicio urgente y llegué tarde al quirófano, perdí puntos y me dejaron dos semanas sin operar y comiéndome guardias nocturnas.
Así que llamé un taxi, aun sabiendo que me iba a costar la mitad de lo que me pagan por una cirugía. Digo "llamé un taxi", y qué antiguo suena: tener que hablar por teléfono pudiendo resolver cualquier cosa con un par de clics, pero así son los taxis, forma parte de su encanto para los que gustan de ese rollo vintage: no tienen app, hay que llamar a una central de radiotaxi, como dice mi madre que se hacía en su juventud.

Por suerte había un taxi libre y me recogió en pocos minutos en el portal. Reconozco que me hizo sonreír cuando lo vi aparecer por mi calle, tan bonito y nostálgico, blanco con su línea roja en la puerta, la lucecita verde en lo alto. Se montó algo de revuelo, gente que salía de los bares, vecinos asomados a la ventana y que hacían fotos al inesperado taxi, un coche tan viejo siempre llama la atención.
-¿Quién se va a casar? –preguntó el portero al verlo en nuestro portal.
-Nadie, es una urgencia –contesté.
-Pues hombre, pide mejor un coche de esos sin conductor, que corren más y nunca fallan.
-Ya –suspiré–, pero no es buen día para eso, que los uberos andan calientes.
-Sí, he visto las noticias –dijo el portero-. La están liando en Ifema justo el día que empieza Fitur, y tienen media ciudad bloqueada. Que pataleen todo lo que quieran, no tienen nada que hacer. Hay que adaptarse a los cambios, y ellos ya son el pasado. El futuro son los coches autónomos.
Sin terminar de oírle, me metí en el coche. Al ver al taxista con su jersey de lana, la gorra y los detalles decorativos –el taxímetro de museo, el banderín futbolero en el retrovisor, el "Papá no corras" en el salpicadero con una foto que seguro que no era de sus hijos-, sentí un pellizco. La última vez que había cogido un taxi había sido en la boda de mi hermana; yo era el padrino y quise llegar al juzgado con toda la pompa que merece un día especial.
-¿Adónde te llevo, joven?
-Voy al Hospital Novartis.
-O sea, a La Paz –hasta en eso son pintorescos los taxistas, esa insistencia en usar nombres antiguos, como si subir a su coche fuese un viaje en el tiempo. Eso es lo que aprecian los turistas y los novios que todavía los usan: solera, autenticidad, casticismo.
-Tengo un poco de prisa, no voy de paseo –le rogué para que acelerara. El taxista me miró por el retrovisor con extrañeza. Uno no coge un taxi porque tenga prisa, sino para dar un lento paseo por las zonas monumentales, a la manera de aquellos coches de caballos que cuando yo era niño paseaban a turistas y recién casados en algunas ciudades andaluzas, antes de que fuesen desplazados por los taxis.
-¿Qué prefieres oír, fútbol, tertulianos, flamenco? –me preguntó el conductor, señalando el reproductor, que por supuesto imitaba un viejo radiocasete de coche, con su rueda para el dial y la ranura para las cintas.
-Nada, gracias.
-Te va a costar lo mismo con radio o sin radio –insistió, así que acepté:
-Fútbol está bien.
Hizo el paripé de girar el dial, y enseguida empezó a sonar la retransmisión. Un locutor cantaba el anuncio de una marca que no reconocí. Le interrumpió otro, que gritó GOOOOOOOOOOOOOOOOOOL hasta quedarse sin aire. Escuché el nombre del futbolista y probé suerte:
-¿La final de la Champions del 2016?
-Por poco –sonrió el taxista-. Es la del 2015.
El locutor empezó a gritar otra vez, y yo no tenía cabeza para eso:
-Póngame mejor una tertulia, por favor.
-El cliente manda –concedió, y volvió a juguetear con el dial para reproducir otro viejo audio. Un periodista con frenillo decía algo sobre ETA, Venezuela y Cataluña. Venezuela, pensé, donde fue mi hermano de luna de miel, el paraíso del turismo barato. El locutor soltó con furia nombres que no me sonaban, si acaso de oídas, de la época de mis padres. Dijo algo de Pablo Iglesias, a ese sí lo conozco, el tertuliano que sale tanto en la tele.
En ese momento me vibró una notificación: se cancelaba mi cirugía en el Novartis, y me pedían que estuviese en quince minutos en la clínica GlaxoSmithKline, que está en la otra punta de la ciudad. Para una apendicitis. Joder, pensé, yo nunca he tratado una apendicitis. Pero tampoco era buena idea desconectarme o poner cualquier excusa, que luego te penalizan y te bajan la tarifa, y como sigan bajándomela no voy a poder pagar el crédito de la universidad. Podía aprovechar el viaje para ver un tutorial.
-Lléveme mejor a la clínica GlaxoSm… Al Doce de Octubre, por favor.
-Y eso que no querías dar un paseo –bromeó el taxista, y rodeó una glorieta para poner rumbo al sur, para luego añadir:
-Está apretada la liga este año, ¿eh?
-Sí, sí –respondí sin levantar los ojos de la pantalla.
-¿Eres del Madrid o del Atlético? –insistió, así que le paré los pies:
-Perdone, no… No se moleste. Entiendo que usted quiere dar el servicio completo, conversación incluida. Fútbol, política, el tiempo. En otras circunstancias disfrutaría mucho, pero voy con prisa. Y si no le importa, vaya más rápido.
-Si tenías prisa, ¿por qué no has cogido uno de esos? –señaló por el parabrisas un coche autónomo delante de nosotros, sin pasajero a bordo.
No hizo falta que le contestase. Nos adelantó a toda velocidad un ubero, con el coche lleno de pegatinas llamando a la huelga. Con un volantazo se cruzó delante del autónomo, obligando a la máquina a frenar de golpe. Del coche negro bajaron cuatro uberos encapuchados, cada uno con una barra de hierro en la mano. Rodearon el vehículo sin conductor y en pocos segundos lo dejaron sin cristales, le arrancaron los retrovisores y le reventaron las ruedas. Uno se empeñó en desencajar una puerta, pero del fondo de la avenida llegó el aullido de una sirena policial, y los cuatro uberos subieron deprisa a su coche y se perdieron por una calle lateral.
Continuamos un par de kilómetros en silencio, hasta que vimos en medio de la calzada otro autónomo, esta vez ardiendo.
-Vaya cómo se las gastan los uberos –murmuró mi taxista.
-Normal –dije yo-. Se van a quedar sin trabajo, y la mayoría todavía tiene que pagar el coche.
-No me digas… -sonrió el taxista. Yo no pillé la ironía y me puse a explicarle, inocente:
-Tenían que haberse plantado mucho antes. Cuando la empresa abrió la app a cualquiera con coche, que eso ya quitó muchos servicios y tiró los precios. Pero entonces no protestaron, confiaron en que el mercado acabase repartiendo el pastel, y ahí está el resultado: han llegado los coches sin conductor y se lo van a comer todo. Y el gobierno no hace nada, mira para otro lado.
-Pero los coches sin conductor son el futuro, ¿no? –me interrogó el tipo desde el retrovisor- Adaptarse o morir, eso dicen. No podemos poner puertas al campo.
Yo seguía inocente, sin darme cuenta de que el taxista me estaba tomando el pelo, así que continué mi cháchara:
-Se supone que la ley limitaba los coches autónomos a uno por cada treinta uberos, pero no se cumple. Y eso es lo que piden: que se cumpla la ley, y que las máquinas no jueguen con ventaja, que tengan que desconectarse unas horas al día para competir en igualdad con los humanos.
-Tú eres muy joven –me dijo el taxista, y se giró aprovechando un semáforo-, pero habrás oído hablar de la guerra del taxi, ¿no?
-Sí, algo sé. Pero no era lo mismo. Los taxistas eran un gremio, un monopolio, funcionaban como una mafia. No quiero decir que usted...
-Lo mismo que ahora se dice de los uberos, ¿verdad? Gremio, monopolio, mafia. Mira, chaval. No te diré que me alegro de lo que está pasando. No soy vengativo, y si los uberos necesitan apoyo, ahí estaré, que todos somos trabajadores.
-Pero usted no es tan mayor –dije, calculando: cuarenta, cuarenta y cinco años como mucho-. No vivió los tiempos del taxi.
-Claro que sí. Yo acababa de heredar la licencia de mi padre cuando todo empezó. Este era su coche, y por suerte le dio un infarto y se ahorró ver cómo acababa todo. Supongo que lo sabes, o deberías saberlo, aunque los jóvenes no sabéis ni lo que pasó antes de ayer. Nos ganaron el pulso porque consiguieron dividirnos, romper la lucha. Hubo taxistas que se pasaron al enemigo: se asociaron con Uber, sobre todo los jetas que trapicheaban con licencias y explotaban conductores ya desde antes, los que más manchaban el sector con su comportamiento. Luego estaba la mayoría, que se acogió a las míseras ayudas del gobierno y acabó apuntándose también a la app. Y nos quedamos los últimos mohicanos, los que mantuvimos la licencia, no por heroicidad sino porque no podíamos permitirnos una retirada. Pura supervivencia. Algunos se fueron a pueblos y capitales pequeñas, donde todavía hay trabajo porque la España vacía no es negocio para Uber. Y unos pocos nos quedamos en las grandes ciudades y malvivimos un tiempo hasta convertirnos en lo que hoy somos: una reliquia rodante, una atracción para turistas, una moda para pijos que adoran todo lo antiguo. Una mierda.
Quedamos en silencio unos minutos. Él, masticando su rencor. Yo, pendiente de la pantalla por si en cualquier momento me volvían a cambiar el servicio.
Pasamos junto a varios coches autónomos destrozados, y una barricada de uberos nos obligó a dar un rodeo.
-Una mierda, sí –repitió el taxista-. Pero te diré algo, chaval: el futuro no está escrito. Ningún cambio es irresistible. No te creas esos cuentos con los que intentan desmovilizarnos. No hay que dar nada por perdido. Y si te derrotan una vez, piensa que es solo una batalla, la guerra sigue. Mírame, conduciendo esta cafetera y aguantando guiris borrachos y despedidas de soltero, teniendo que darles conversación de fútbol o del tiempo. Qué mierda. Si en su día hubiésemos peleado de verdad, unidos y sin derrotismo, y sumado fuerzas con otros sectores, hoy la realidad sería otra, para mí y  para ti, para vosotros los jóvenes. El cuento sería bien diferente. Pero nos rendimos, joder, y aquí estamos. No te rindas tú.
Llegamos por fin a la clínica, y suspiré porque se acabase aquella cháchara amargada. En la puerta, un grupo de médicos en bata sujetaban una pancarta y pitaban silbatos. Eran pocos, todos con la cara tapada. Vale, me dije, por eso tanta prisa en que viniera, para cubrir el turno de alguno de esos. Eso es bueno, estas sustituciones valen doble puntuación.
-¿Qué le debo? –pregunté, porque el taxista ni siquiera hizo el paripé de detener el taxímetro y decirme el precio de la carrera. Parecía abatido, tardó en contestar:
-Nada.
-¿Nada?
-A mí no me debes nada.
Ahí lo dejé, con su pena que también era una pena muy vintage, y corrí al quirófano antes de que me descontasen los minutos de retraso.

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