viernes, 25 de enero de 2019

Luces y voces no faltan, sólo nos queda parar la noria de las inercias y ver lo que hay debajo. Y sobre todo, lo que aun no hay dentro: conciencia despierta, colectiva y personal.¡ Gracias, Pérez Tapias, una vez más, por la linterna y la voz!

Tribuna

España, país nihilista (donde el fascismo asoma como contrarrevolución)


<p>Fuga</p>
Fuga
MALAGÓN
23 de Enero de 2019 
 
 
Decía Ortega, en frase citada con profusión, que “no sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa”. Pues bien, si no sabemos lo que nos pasa es porque no nos da la gana, dado que tenemos recursos para averiguarlo. Y si no lo hacemos es por intereses no confesables que nos llevan a mantenernos en la indolencia intelectual y política que supone esa supuesta ignorancia que, en verdad, es culpable.
Aventuremos, aunque se considere una osadía, algún diagnóstico. Y ahora, en vez de llevar la contra a Ortega, sigámosle la corriente. Si dejó dicho que una nación es “un proyecto sugestivo de vida en común”, por ahí tenemos una pista para indagar en lo que colectivamente nos pasa: no tenemos proyecto compartido. No lo tenemos en España si ésta se piensa desde los parámetros conservadores de una nación identificada con un Estado centralista y unitario. La prueba evidente es que otros proyectos nacionales, que en determinadas comunidades son sugestivos, operan como apoyatura también para cuestionar que el proyecto de un nacionalismo español sea sugestivo y común a todos. Pero de rebote, como efecto boomerang, resulta que en las comunidades autónomas de nuestro Estado en las que se presenta un proyecto que puede jugar políticamente con ventaja por ofrecerse abiertamente como tal, aunque se quiera sugestivo, queda lejos de ser aceptado en modo suficiente como común. Euskadi, por ejemplo, viene de esa experiencia y Cataluña está ahora mismo en ella de manera dramática.
Sucede, por tanto, que en España andamos deficitarios de proyectos nacionales con capacidad suficientemente reconocida y de carácter integrador en el modo en que habría de ser necesario, tanto para mantener el Estado con proyección de futuro como para afirmar de manera consistente las pretensiones de nacionalismos contrapuestos al español, en especial las de independencia de otras comunidades nacionales en las que así se quiere, al menos por una parte relevante de su ciudadanía.
Cuando no hay en verdad proyecto, todo es moverse en un vacío que hace insostenible la acción política, por mucho que ésta quiera guardar imposibles equilibrios –las más de las veces sirviéndose de “coaliciones negativas” frente a lo que se rechaza, sin apenas capacidad para proponer en positivo- o se enfoque, por el lado de los independentismos, hacia metas por lo pronto imposibles de alcanzar. En tal situación de empantanamiento, estancadas las aguas en un lodazal donde los agravios acrecientan el fango a diario, las propuestas políticas no alcanzan la solidez ni la credibilidad necesarias para ser constructivas; a lo sumo son reactivas, cuando no destructivas. Incluso lo que cuenta con resortes comunicativos, afectivos y simbólicos para aparecer como proyecto que se pretende viable desde una identidad colectiva que se reivindica como nacional y que exige independencia como Estado, al operar desde un unilateralismo en extremo voluntarista, bajo un liderazgo mesiánico y sin atender a las más elementales condiciones de viabilidad acaba siendo también reactivo. No hay que gastar mucha tinta para dejar constancia de que el nacionalismo españolista, procediendo de una historia previa narrada en siglos anteriores en términos de decadencia y en las décadas próximas bajo un relato edulcorado en clave de modernización que hoy por hoy se ha agrietado, sitúa su proyecto bajo un paradigma igualmente reactivo, que en sus manifestaciones más extremas retorna con mitificaciones insostenibles acompañadas de un negacionismo de lamentables realidades, como es el caso de aquéllas de las cuales siguen siendo testimonio irrefutable las víctimas de la guerra civil y la dictadura franquista.
Si con proyectos nacionales que o no se construyeron bien o no acaban de sostenerse adecuadamente ya es difícil alumbrar propuestas políticas susceptibles de generar confianza, eso queda más imposibilitado aún cuando la crisis económica que venimos padeciendo, con sus nefastas consecuencias de precariedad, paro, destrucción del Estado de bienestar e incremento de desigualdades, pone más trabas para relanzar proyectos colectivos enhebrando el cabo de la justicia social. La redistribución de cargas y beneficios en aras de la equidad necesaria para que los objetivos de igualdad social no aparezcan como ilusorios se hace imposible si no se resuelven las cuestiones de reconocimiento, en este caso nacional, en virtud de las cuales sean articulables relatos inclusivos donde se vean como protagonistas de pleno derecho las comunidades nacionales y culturales de nuestra realidad política. Es decir, la carencia de proyecto se agrava, afectando a todo el espectro político.
Hay que reconocer que una vida colectiva sin proyecto compartido tiende a la autodestrucción de la comunidad, si antes no la explotan desde fuera. Como constatamos, el proyecto ausente no es sólo el que debiera ser en clave de identidad nacional. El bloqueo en que nos hallamos, que de ninguna manera es epidérmico, también lo encontramos en el marco internacional; basta mirar a la Unión Europea. Desde esa perspectiva hay realidades configuradoras de lo real en que estamos para pensar con razón que la ausencia de sentido en la que nos instala la carencia de proyecto es civilizacional. De ahí que hablemos de nihilismo, y más concretamente de nihilismo negativo si nos acogemos a un diagnóstico de corte nietzscheano. Se nos han volatilizado las coordenadas de sentido, primero las religiosas y luego las seculares que trataron de reemplazarlas. Malamente el poderío tecnológico las sustituye, desde el fetichismo tecnocrático hasta la “nueva religión” que rinde culto al big data. Individualismo socialmente cultivado y cultura cínica consolidada al calor del neoliberalismo propio del capitalismo en la época de la globalización cumplen su tarea disolutoria. Las vidas dañadas de los individuos y la ruptura de los vínculos que entrañaba el viejo contrato social perfilan un panorama de incertidumbre, empobrecimiento y violencia en el que los perdedores en la darwinista lucha por la vida buscan seguridad, al menos, para sobrevivir y un marco de orientación para recomponer las identidades fragmentadas.
En el contexto descrito, las izquierdas, también arrolladas por unas crisis a las que no han dado respuestas, exceptuando la vía falsa de populismos que, a la búsqueda de un pueblo, se atascan en las derivas de los hiperliderazgos tras ensueños de hegemonía, no logran hasta ahora hacer cuajar verdaderas alternativas. El nihilismo de sociedades líquidas donde todo se volatiliza menos el mercado alienta el refugio bajo planteamientos autoritarios, lo cual no es de extrañar cuando el carácter social dominante encierra actitudes no democráticas que afloran al hundirse los discursos otrora deslumbrantes y ser reemplazados por relatos que no hacen ascos a la posverdad. Y es ahí, en esa proclividad al autoritarismo –en España anidada en los no erradicados posos del franquismo- donde engancha el fascismo. No hay cientos de miles de fascistas –cabe responder a quien hacía esa constatación respecto a Andalucía-, pero sí cientos de miles que lo apoyan y millones que lo pueden apoyar en el futuro, con el agravante de que a más apoyo, más desplazamientos hacia la ultraderecha de la derecha política, tirando del conjunto de la sociedad en esa dirección.
El nuevo fascismo, que se presenta neoliberal en lo económico, nacionalista extremo en lo político, excluyente en lo social y machista en cuanto al orden simbólico desde el que se tejen las relaciones humanas, no se reduce a meros efluvios en lugares aislados. Basta ver el mapa y trazar las conexiones desde EEUU a Hungría, desde Italia a Brasil, desde Madrid a París…, con personajes como Steve Bannon cuales muñidores de una Internacional Fascista con ansias de reconfiguración del orden mundial. Y en cada lugar sirven los productos locales que para ello se prestan, sea el fundamentalismo evangélico o, como ocurre acá, un integrismo que vuelve a servir como catalizador nacional-católico de una visión de España de la que no se va el rancio olor a Contrarreforma e Imperio. Pero es olor que apesta, impregnando de cutrerío una vuelta al pasado que, no siendo meramente conservadora, es nefastamente regresiva. Es exactamente “contrarrevolucionaria” habida cuenta de que se opone frontalmente a lo que en nuestro tiempo puede considerarse pacífica revolución en marcha: la que impulsa el movimiento feminista. Banalizar la violencia machista, con grave ofensa a las víctimas, como bombardear lo que se trata de descalificar como “ideología de género”, no es sólo por añoranza patriarcalista de machos menoscabados; es golpear estratégico que exige hacerle frente con lucidez y sin merma de voluntad.
Hace décadas, tras la caída del muro de Berlín, hubo revoluciones conservadoras. Hoy las derechas se aglutinan arrastradas por una contrarrevolución fascista, con la cual, además, se prepara una vuelta de tuerca más a favor de un orden de dominio global vistos los destrozos de un desorden mundial que ya no puede controlar el mismo neoliberalismo que lo ha generado. Y así, palmo a palmo se plantean las batallas en las que no sólo hay que hacer frente a un terrorismo internacional que siempre aguarda su momento, sino a la violencia reactiva que actualmente, como en otros momentos de la historia, siembra un fascismo que amenaza como respuesta en falso a las violencias estructurales de nuestro mundo.
Imperdonable será que las izquierdas permanezcan tocando el bombo a cuatro manos, lo cual, dicho sea de paso, es “muy español”. No es ningún consuelo que otros hagan algo parecido. ¡Ojo al nihilismo –podemos decir de nuevo emulando a Dostoievski! Es el nihilismo que el capitalismo produce mercantilizando todo, incluidos los humanos, al cual los individuos sucumben y las naciones no responden. Con los recursos de la tecnología digital puestos al servicio de una sociedad del espectáculo encaminada hacia derroteros indeseables, la maldición de los populismos puede ser una gran trampa cuando lo que necesitamos son ciudadanas y ciudadanos con conciencia republicana respecto a la libertad que han de compartir y ejercer, a la igualdad que han de lograr y a la justicia como meta erigida desde el sentido de lo común. Aplíquese todo ello a una España que debe ser solidaria, federalista, plurinacional e intercultural… y tendremos proyecto. Cuando recordamos a Rosa Luxemburgo en el centenario de su asesinato, en una Alemania que tras la Gran Guerra se introdujo en el oscuro túnel que la llevaría al nazismo, el “socialismo o barbarie” que formuló aquella gran mujer revolucionaria bien lo podemos reescribir como “republicanismo o fascismo”. Necesitamos democracia de verdad.

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