sábado, 6 de febrero de 2021

Gracias por estas reflexiones en la rebotica pandémica, Sato Díaz, es muy importante ser optimistas, claro que sí, pero aun lo es más ser libres para poder elegir entre optimismo y realidad y que no nos teledirijan como robots con el mando a distancia de los datos en catarata imparable e imposible de comprobar porque es más rápida la información que la propia realidad que ya empieza a ser más una anestesia colectiva que una pandemia de las de toda la vida. Es posible en este plan que tal vez antes de que "esto pase" aprendamos a ser notros los que pasemos de esto, inventando nuevos recursos e incluso usando como vínculo cooperativo las redes sociales inventadas para intoxicarnos y no para unirnos y comunicarnos sanamente. J. B. Humet cantaba proféticamente en los 80 "Hay que vivir, amigo mío, antes que nada hay que vivir, que ya va haciendo frío, y conjurar ese futuro que va haciéndose muro en ti..." Ese Plan B creo que es el único que nos queda disponible

 

REFLEXIONES SABADESCAS

Plan B

“Ojo porque somos optimistas, pero eso no significa que seamos ingenuos”. Así terminaba ayer su análisis en su flamante videoblog en La Vanguardia el periodista Pedro Vallín. Una mirada optimista (qué necesaria) a la negra situación en la que habitamos en el presente. Defiende, este periodista asturiano, la tesis de que, si levantamos la vista de la trágica actualidad, tenemos algunos motivos para no cortarnos las venas. En un tiempo récord, la humanidad (gracias a la ciencia y a los avances tecnológicos) ha conseguido consolidar un conjunto de vacunas que pueden frenar una de las peores pandemias a las que se ha enfrentado en sus milenios de historia. Pero no somos ingenuos: podemos conseguir controlar la enfermedad con relevante rapidez histórica (aunque ahora no lo parezca), pero, al mismo tiempo, salir de este entuerto con unas mayores dosis de desigualdad social y entre países y continentes. Algo que la humanidad no se podría permitir. ¡Liberen las patentes de las vacunas, ya!

Me pongo los cascos y me pierdo por la llanura manchega durante unos minutos. Suena Rolling Eyes, el nuevo single de TMATBH (The Morning After The Night Before). Este trío barcelonés homenajea en su nuevo tema a la mítica Sala Apolo del Paral.lel y, por extensión, a todas las salas de baile y de conciertos del mundo. Cuánto se les echa de menos. Escuchando la canción, te puedes sumergir en esa mañana recién nacida, la resaca después de una noche completa de baile y destrucción en la sala, buscando el amanecer en una azotea de Gràcia, tal vez; desnudo el grupo en la Barceloneta, tocando el mar, tal vez; deambulando por las calles de Malasaña, ¿por qué no? Sueño con ello, que cada cual se guarde sus vicios, y los sueños, sueños son. ¡A la mierda el toque de queda!

Vamos cumpliendo el primer aniversario de los hitos que fueron trayendo la pandemia a todos los aspectos de nuestras vidas. Hace poco cumplía un año la noticia del primer caso de covid-19 detectado en el Estado español, un turista alemán en La Gomera; pronto recordaremos los confinamientos en Italia y aquella noticia que nos puso los pelos de punta y nos heló la sangre: los muertos italianos se enterraban en soledad y los familiares no podían despedirse de los cuerpos. La Tierra va completando su vuelta al Sol y llegarán los homenajes de aniversario de cada uno de los muertos que durante el 2020 se llevó la covid-19 por delante. Se van cerrando algunos ciclos, el tiempo siempre avanza hacia adelante. La vida sigue, la muerte llega, aunque ahora parece que con más prisas de las que nos tenía acostumbrados.

¿Y si las cosas no vuelven a ser “como antes”? Entiéndanme, acabo de referirme a que el tiempo siempre avanza hacia adelante, es una obviedad que las cosas no volverán a ser “como antes” de ninguna de las maneras. Pero, ¿y si no existe esa “nueva normalidad”? ¿Y si la pandemia no acaba nunca o vienen nuevas o el mundo, alterado por la crisis medioambiental, o la humanidad, agotada por el capitalismo depredador, no se vuelven a reconocer ante el espejo? Cualquier conversación, tertulia, programa de radio, entrevista, mensaje en un chat… Cualquier interacción suele incluir un “cuando esto pase”. ¿Y si no pasa? ¿Volveremos, de verdad, a las salas de conciertos y, si lo hacemos, serán como las recordamos? ¿No estamos mirando demasiado hacia atrás, nos convertiremos en estatuas de sal?

¿Y el plan B?

Desde que comenzó la pandemia, para evitar la propagación del coronavirus, hemos tenido que renunciar a los contactos físicos interpersonales, al menos reducirlos al mínimo. Para ello, numerosas normativas a lo largo y ancho del mundo se han puesto en marcha para limitar la movilidad. Por un bien superior (no expandir la enfermedad) hemos renunciado a buena parte de nuestros derechos y libertades, a nuestros hábitos y formas de vida. Hemos ido aprendiendo sobre la covid-19 sobre la marcha, a pasos agigantados y, volviendo al análisis de Vallín, podemos ser optimistas por lo rápido que hemos conseguido antídotos que podrían dar con el final del coronavirus a medio plazo, si no le da al virus por mutar demasiado.

Sin embargo, al mismo tiempo, esto ha eliminado la posibilidad de tomar muchas decisiones por parte de la ciudadanía. ¿Hemos tenido la información necesaria para adaptar nuestras vidas a la nueva situación (la cual, no sabemos cuándo acabará, pero sí podemos afirmar que no volveremos al principio, al pasado)? ¿Pudimos y podemos hoy decidir entre un plan A y un plan B (al menos) como habíamos hecho hasta ahora?

Al arrastre de la ciencia, la política ha ido tomando decisiones, como no podía ser de otra manera en sociedades que se presumen democráticas. Han sido los dirigentes públicos los que han tomado las decisiones pero, en muy pocas ocasiones, se ha preguntado a la ciudadanía qué quería hacer, casi nunca se ha abierto esa posibilidad ante las soluciones que se tenían que adoptar con urgencia. Es lógico, hasta cierto punto, pero si esto se alarga, ¿no deberíamos encontrar fórmulas democráticas para que las decisiones personales y colectivas puedan incorporarse en esta nueva situación, siempre atendiendo a lo que la ciencia argumente?

Todavía no tenemos un horizonte temporal (ni siquiera sabemos si esa “nueva normalidad” va a llegar) que ponga fin a la pandemia. Y el uso de la información y de los datos no ha sido siempre riguroso ante una realidad tan cambiante. En el primer estado de alarma, pronto hará un año, se nos dijo que estaríamos confinados en casa por 15 días en un primer momento, luego fueron más de dos meses. Los corresponsales de diferentes medios en China nos habían advertido en un vídeo desde Wuhan: aquello iba para largo y no les quisimos escuchar y el mensaje que se enviaba desde las tribunas de expertos era de que aquello pasaría antes de lo que realmente duró. ¿Si hubiéramos sabido que estaríamos meses confinados, nos habríamos comportado diferentemente, habríamos decidido pasar el confinamiento de otra forma? ¿Habríamos podido organizar nuestras vidas de una manera diferente? ¿Habríamos podido elegir y debatir cómo “bajar la curva”?

Ahora, desde determinados púlpitos se sigue jugando con la ilusión de la población. Estos días hemos visto insinuar al vicepresidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio Aguado, la posibilidad de “salvar la Semana Santa”. Con la misma idea jugueteaba la ministra de Turismo, Reyes Maroto, que dejaba caer la idea de que en esas vacaciones de primavera se podría regresar a una normalidad en la movilidad. El diputado en el Congreso de Compromís, Joan Baldoví, declaraba esta semana que ya está bien de generar “esperanzas frustradas en la salud anímica de los ciudadanos”. En algún momento, la estrategia de ir dando patadas al balón hacia adelante divisando solo un horizonte cortoplacista, acabará agotando psicológicamente a la ciudadanía.

La pandemia de covid-19 llegó como un tsunami y vamos aprendiendo cómo combatirla, pero tenemos la asignatura pendiente de aprender también a decidir cómo convivir con ella, es decir, cómo combinar las medidas de seguridad para evitar los contagios y, al mismo tiempo, decidir sobre nuestras vidas, poder escoger entre un plan A y un plan B (al menos). Pero, lo que es tan importante o más, se acelera el reto de construir una alternativa a una inercia dominante que genera cada vez más desigualdad y que nos permite entrever que el mundo que está llegando no es, en absoluto, más justo que el que se está marchando. Falta un plan B también político, volver a tomar decisiones, debatir y soñar mundos (im)posibles, como soñar con volver a la sala Apolo del Paral.lel. Optimistas, sí, pero no ingenuos. Y siempre, siempre, siempre, críticos. ¡Por un plan B!

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