domingo, 7 de febrero de 2021

Esperemos que Barcelona siga siendo bona, a pesar de los pesares. Todo español sin poderlo evitar lleva en el corazón a Catalunya ,a Euskalerría, a Galiza y a todos los territorios y todo catalán, vasco o gallego, andaluz o extremeño, leonés o murciano, lleva en su corazón a España entera con un humanismo de alma federal, aunque a todos les/nos duelan todas las tierras a la vez y aunque las tripas protesten en lenguas diversas, no podemos evitar ser hermanos antes que una denominación de origen. Un ejemplo fácil de entender: cuando ves un mendigo pidiendo limosna o muerto de frío en un esquina, ¿quién le pregunta de qué territorio es y repara en el acento que tiene para ayudarle o no? Sólo la ley actual discrimina y en vez de juzgar y condenar a presidentes corruptos hasta las cachas, les tiene en el Consejo de Estado haciendo la vista gorda, mientras encarcela a lo bestia a catalanes que sólo piden decir en voz alta que prefieren una república federal a una monarquía putrefacta impuesta por un dictador, opción que, por cierto, y aunque se silencie, comparten millones de españoles de todas las procedencias territoriales, a los que nunca se les pregunta nada al respecto. Seguramente por miedo a perder el chollo del mangoneo tan cómodo que se ampara en una corona de cartón ético forrada...con papel albal pero mediático, eso sí, vendida y comprada a la fuerza al precio del platino suízo/paradisíaco. Esa es nuestra tragedia hereditaria como una maldición faraónica, hasta que dejemos de resignarnos y nos tomemos en serio el esperpento nacional que nos machaca de siglo en siglo, en todas las lenguas y culturas del estado. Ains!

Verso Libre

Barcelona ja no és bona

Publicada el 07/02/2021 a las 06:00 Actualizada el 07/02/2021 a las 10:49

Hi ha tristesa darrera les paraules, escribió Salvador Espriu en un poema, Les paraules, que leí por primera vez en la antología Poetas catalanes contemporáneos (1968), una estupenda antología preparada por José Agustín Goytisolo. Recuerdo este verso al oír muchas declaraciones que estallan en medio de esta campaña con motivo de las elecciones convocadas para el próximo 14 de febrero en Cataluña. Y confieso que siento dudas a la hora de escribir "las declaraciones que estallan", porque es verdad que durante las campañas electorales suelen estallar las afirmaciones, las denuncias y las promesas, pero también es verdad que, por desgracia, esos fuegos artificiales se han convertido en el incendio natural de todos los días. La agresividad irrespetuosa y avasalladora, con pocas razones y muchas mezquindades, se desplaza poco a poco de las coyunturas urgentes a los cimientos cotidianos. Por desgracia los estallidos no son ahora una simple característica electoral.

Me entristece que uno de los argumentos más manipulados y zafios de esta traca tenga que ver con Cataluña. El diálogo honesto sobre la identidad se convirtió en pura cerrazón cuando algunos partidos políticos tuvieron que ocultar sus tramas de corrupciones con el griterío de los enfrentamientos entre Cataluña y España. Detrás de las palabras hay tristeza, porque detrás de los gritos hay un enorme deterioro humano, social y cultural de ciudades como Madrid y Barcelona. Algunas defensas son la máscara de una estafa.

La antología de Poetas catalanes contemporáneos se publicó en Seix Barral, una imprescindible referencia editorial que convirtió a Barcelona en la capital internacional de la cultura hispánica. La admiración y la amistad con Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Jaime Salinas, José Agustín Goytisolo y Juan Marsé me hizo no sólo amar y admirar a Barcelona, sino compartir con muchos amigos andaluces y madrileños la admiración por Espriu: Diversos són els homes i diverses les parles, i han convingut molts noms a un sol amor. La admiración por Joan Vinyoli: Jo no sóc més que un arbre que s`allunyà del bosc, cridat per una veu de mar fonda. O la admiración por Gabriel Ferrater: Una d`aquelles veus que no voldriem sentir dins de nosaltres

Por desgracia sentimos a veces dentro de nosotros voces que no unen en un sólo amor, ni dignifican la conciencia individual alejándonos de los bosques. Muchas de las sinrazones que estallan en estos días intentan borrar la naturalidad con la que algunos poetas de mi generación sentimos una admiración fraternal por los libros de Joan Margarit, o borrar la dinámica que invitaba a vivir en Barcelona a escritores como García Márquez, Vargas Llosa, Jorge Edward o Alfredo Bryce Echenique, mientras extendía por toda España y el mundo la mejor literatura catalana. A esa labor contribuyeron después personas como Jordi Herralde y Beatriz de Moura.

No me resultó nada extraño leer el homenaje que Federico García Lorca hizo a las floristas de Barcelona con motivo de la representación de Doña Rosita en 1935: "la calle más alegre del mundo, la calle donde viven juntas a la vez las cuatro estaciones del año, la única calle de la tierra que yo desearía que no se acabara nunca, rica en sonidos, abundante de brisas, hermosa de encuentros, antigua de sangre: Rambla de Barcelona". Era también la historia de mi vida.

En mi infancia y adolescencia me había acostumbrado a que muchos amigos de Andalucía emigraran a Cataluña para huir de la pobreza y luchar por la supervivencia. Pero más que envidiar la riqueza del norte, la literatura me invitó a dignificar en condiciones de igualdad mi propia tierra. Y para esa tarea también sirvió mi admiración por escritores como Juan Marsé, cuando contaba en sus novelas el comportamiento mezquino de las clases altas catalanas con algún desdichado andaluz, o Jaime Gil de Biedma, autor de poemas como Barcelona ja no és bona. Paseando por la ciudad, escuchaba Jaime a los inmigrantes del Sur esforzándose en hablar catalán: "Sean ellos sin más preparación / que su instinto de vida / más fuertes al final que el patrón que les paga /y que el salta-taulells que les desprecia: / que la ciudad les pertenezca un día".

Me importa poco que, en medio de los estallidos, algún salta-taulells me acuse de españolista, catalanista, izquierdista, reaccionario, o todo a la vez, porque estas confusiones son propias de los gritos. Por mi parte sólo confieso que soy un sesentón rojo, que me sé educado en el amor por la cultura catalana, cultura que siento inseparable de la cultura española, y que me preocupa que siempre sean los chavas, los pobres, las personas desamparadas, las que acaben pagando la factura y sufran los despedazados anfiteatros que dejan las guerras de banderas. Esa preocupación es la que me invita a mantener la serenidad y a evitar que las coyunturas de los estallidos urgentes pudran los cimientos de las razones y la democracia. Cultivo una idea sobre las ciudades y el sentido de pertenencia.

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