Una anomalía histórica todavía no corregida
La monarquía no tiene ni puede tener una justificación racional en
democracia: choca con los principios de igualdad y representación
En las democracias constitucionales, la institución monárquica ha dejado de existir o ha pasado a ser dependiente de la opinión pública, fuente de su legitimidad
En las democracias constitucionales, la institución monárquica ha dejado de existir o ha pasado a ser dependiente de la opinión pública, fuente de su legitimidad
La institución
monárquica choca frontalmente con los dos principios básicos en los que
descansa el Estado constitucional democrático: el principio de igualdad y
el carácter representativo de todo poder político. Si hay algo que el
Estado constitucional democrático no puede tolerar es que jurídicamente
se configuren distintas categorías de individuos jerárquicamente
ordenados. Para evitarlo fue para lo que se inventó el concepto de
ciudadanía, que supone la equiparación jurídica de todos los individuos,
independientemente de sus diferencias personales.
En
democracia esta regla no admite excepción. Pero además el Estado
constitucional democrático exige que su manifestación de voluntad se
reconduzca permanentemente a lo que dichos ciudadanos, bien directamente
bien a través de sus representantes, decidan. Por eso el Estado es una
forma de organización política formalmente igualitaria y representativa.
Esta es la razón por la que la monarquía como forma
política es, desde la imposición efectiva del Estado constitucional, una
especie bajo amenaza permanente de extinción. En última instancia el
Estado constitucional no es más que un proyecto de ordenación racional
del poder, tanto en su origen como en su ejercicio, y en el mismo no
tiene cabida una magistratura de tipo hereditario. La herencia es una
institución coherente con la propiedad privada, pero no con el ejercicio
del poder del Estado, que se caracteriza precisamente por la separación
del poder político y la propiedad.
La monarquía, en
consecuencia, no tiene ni puede tener una justificación de tipo racional
en democracia, sino que tiene, allí donde todavía existe, una
justificación exclusivamente histórica. Es una consecuencia del peso de
la institución monárquica en el proceso de formación del Estado nacional
en el continente europeo. Por eso, a pesar de que la Revolución
Francesa y los procesos subsiguientes a través de los cuales se puso fin
al Antiguo Régimen en Europa fueron fundamentalmente antimonárquicos en los principios, no lo fueron institucionalmente. Los siglos de monarquía absoluta pesaban demasiado todavía.
Esta contradicción “principios / instituciones” ha marcado la evolución
de todas las monarquías europeas, resolviéndose siempre la misma a
favor del primer término de la contradicción, esto es, a favor del
principio democrático frente a la institución monárquica. De dos maneras
distintas.
Aquellas monarquías que no supieron
adaptarse institucionalmente a los nuevos principios del Estado
constitucional, que no se convirtieron en monarquías parlamentarias y en
las que el rey continuó siendo un poder dentro del Estado, resultaron
incompatibles con la propia existencia del Estado constitucional en el
tránsito del Estado liberal al Estado democrático en los primeros
decenios del siglo XX. En esos años desaparecerían la monarquía alemana,
austrohúngara, rusa, portuguesa, italiana y española, aunque esta
última sería restaurada por el general Franco tras la Guerra Civil. Aquí
está el origen de la anomalía constitucional española.
Las monarquías que supieron adaptarse al principio de legitimidad
propio del Estado constitucional a lo largo del siglo XIX y consiguieron
de esta manera sobrevivir a la marea democrática posterior a la Primera
Guerra Mundial han experimentado un proceso de democratización sui géneris
que las hace depender cada vez menos de su carácter hereditario y, por
tanto, de su legitimidad histórica, y más de su aceptación por la
opinión pública.
La monarquía es, pues, una anomalía
histórica que ha tenido que ser “corregida” por el Estado
constitucional, bien mediante su supresión pura y simple, bien mediante
el sometimiento de la misma, de una manera peculiar por supuesto, a ese
axioma del constitucionalismo democrático de “todo poder emana del
pueblo”. La monarquía, o ha dejado de existir o allí donde todavía se
mantiene se ha convertido en una institución enormemente dependiente de
la opinión pública. Su legitimidad de origen no basta para continuar
justificando su existencia en nuestros días, sino que necesita una
legitimidad de ejercicio, que solo puede obtener de su sintonía con la
opinión pública.
Esta dependencia de la institución
monárquica de su sintonía con la opinión pública es la que se
exteriorizaría de forma dramática con la muerte de Diana de Gales. La
Casa Real inglesa, con la ayuda inestimable del primer ministro, Tony
Blair, fue capaz de interpretar la exigencia de legitimación democrática
que expresó la ciudadanía inglesa tras la muerte de la princesa y pudo
recuperarse de una crisis de legitimidad que amenazaba su propia
supervivencia. La primacía de la legitimidad democrática sobre la
dinástica en Inglaterra nunca se ha puesto por escrito, pero nadie la
pone en cuestión. Y los miembros de la Casa Real los primeros.
En España no ha sido así. La monarquía española sigue siendo una
anomalía histórica que no ha sido corregida. Es verdad que la dimensión
de la anomalía no es la misma con la Constitución de 1978 que la que
tuvo con las constituciones del siglo XIX, pero la anomalía sigue
estando presente. Durante los primeros decenios de vigencia de la
Constitución la anomalía ha pasado desapercibida, en buena medida porque
veníamos de donde veníamos, por un lado, y porque hubo un pacto de no
información sobre la conducta del rey, por otro. Pero en los últimos
años la anomalía se ha hecho visible.
Y una anomalía que se hace visible no puede no ser corregida.
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