Quien no está atento a los signos de los tiempos
corre el riesgo de quedar como anacrónico en su propia época. Ese
peligro no se cierne sólo sobre los individuos, con los problemas de
desajuste que pueden producirse en sus propias vidas entre sus
pretensiones y el mundo en el que están inmersos, sino que también puede
afectar a sociedades y culturas cuando permanecen atrapadas en una
comprensión de sí mismas, mayoritariamente compartida en su seno, en
virtud de la cual su imaginario colectivo les juega la mala pasada de
mantener la creencia de vivir en un mundo que en realidad ya no es como
lo pintan sus construcciones ideológicas. Las consecuencias de semejante
falta de realismo crítico pueden ser nefastas, agravándose a medida que
se ensancha la distancia entre lo ilusorio y lo real, dando pie a que
incluso fantasías sostenidas por muchos traten de cubrir esa distancia
sirviéndose de fragmentos de realidad que, como material de derribo, aún
permiten apuntalar un edificio que amenaza ruina. Tal cosa puede
ocurrir si los efectos del mencionado desajuste llegan al campo de la
economía, al tejido de las relaciones sociales, a la legitimidad de las
instituciones políticas o al ámbito en el que se hilvanan los
significados sobre cuya retícula una cultura da expresión a las
experiencias de sentido que en ella puedan alumbrarse. Todo ello cabe
decirlo, sin necesidad de dramatismo sobreactuado, pero sí con la
urgencia de que sea tomado en serio, respecto al referente cultural y a
la realidad geopolítica que llamamos Occidente y, dentro de ese marco, a
lo que es y representa o quiere representar Europa.
Diagnósticos en torno a una crisis largo tiempo gestada
Cualquiera puede pensar que llegamos tarde a plantear dicha cuestión. Es fácil que de inmediato venga a la memoria La decadencia de Occidente,
obra de Oswald Spengler cuyo primer volumen vio la luz en 1918 y que
tuvo una fuerte influencia en el periodo de entreguerras, sobre todo en
Alemania –el germanocentrismo de Heidegger, por ejemplo, no fue
ajeno a dicho influjo–, donde, por otra parte, sus apelaciones a la
vuelta “a la tierra y a la sangre” para salir de una profunda crisis
cultural, con sus repercusiones sociopolíticas, fueron tomadas de la
peor manera por el nazismo. La temática o, mejor, la problemática ha
dado muchas vueltas a lo largo del siglo XX, pudiéndose mencionar a ese
respecto el impactante escrito Dialéctica de la Ilustración, de
Horkheimer y Adorno, el cual, señalando el fondo de la crisis de la
cultura occidental, cuando ésta salía de la negativa experiencia de la
barbarie nazi y sus campos de exterminio, se contraponía al diagnóstico
spengleriano. No hay que olvidar que de éste dijo Adorno, décadas atrás,
que había de ser tomado en serio, pues pudiera verificarse, que es lo
que efectivamente ocurrió cuando la llamada “a la tierra y a la sangre”
encontró la respuesta que antes nadie se atrevió a imaginar. Por otra
parte, dirigiendo la mirada a nuestro tiempo de fines del siglo XX y
comienzos del XXI, igualmente podemos hallar diagnósticos epocales en
los que se manifiesta el eco de la crisis de la modernidad, tal como en
España lo hicieron Rafael Argullol y Eugenio Trías cuando reflexionaron
sobre ello bajo el título El cansancio de Occidente o, más recientemente, cuando el filósofo granadino Luis Sáez nos confronta en su libro El ocaso de Occidente con las patologías civilizacionales de la realidad en que vivimos.
No hay que perder de vista que en dirección contraria a
los analistas de la decadencia o el ocaso de Occidente se sitúan quienes
no dejan de exaltar su esplendor, y si otros cargaron las tintas sobre
los logros políticos y culturales del mundo occidental, como hacía Max
Weber subrayando la especificidad de su racionalismo, otros lo hacen
enfatizando el expansivo poderío de su capitalismo, habida cuenta que se
considera producto de dicho mundo. Situados en esa posición, reforzada
bajo el paradigma neoliberal en las últimas décadas, tanto se exalta la
universalización del par formado por Occidente y su capitalismo como la
solidez inquebrantable de éste tal como se subraya desde el “realismo
capitalista” descrito por Mark Fisher, haciéndose eco del famoso lema de
Margaret Thatcher “no hay alternativa”. Tan entusiastas espíritus
neoliberales vienen a confirmar el dicho difundido por Frederic Jameson
–parece que Žižek le disputa la paternidad– acerca de que “es más fácil
imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Tal fe tan
occidentalista como capitalista se vio expresada por Francis Fukuyama
cuando a resultas de la caída del muro de Berlín en 1989 y de la
posterior disolución de la URSS en 1991, es decir, cuando quedó
finiquitado el conflicto de bloques de la Guerra Fría, escribió El fin de la historia. Su
hegelianismo conservador le dio a pensar que el enigma de nuestro
tiempo quedaba resuelto, para sostener que en adelante a la historia le
quedaba la expansión de la democracia liberal y el mercado capitalista,
teniendo por delante todo un campo que iba a roturar el proceso de
globalización que con ello cogió fuerza.
No es asunto menor que Fukuyama plasmara una visión tan
etnocéntrica como pronóstico a favor del imperialismo estadounidense,
entrando éste en nueva fase una vez retirado de la escena el comunismo
soviético. Tal visión es distinta de la posterior de Samuel P.
Huntington en su Choque de civilizaciones, tan etnocéntrica
como la de Fukuyama, pero escorada hacia un repliegue defensivo de
Occidente ante lo vislumbrado como tal colisión, sin que tal
planteamiento a la defensiva no dejara de tener a los EE.UU. como
protagonista fundamental. Interesa destacar que tanto en el pronóstico
del primero como en el del segundo, Europa quedaba en posición
subalterna respecto de los EE.UU., lo cual, respondiendo de suyo a la
facticidad política europea, anticipaba por parte de ambos lo que habría
de ser una Europa –en términos más explícitamente políticos, una Unión
Europea– descolocada en medio de la reconfiguración en curso del orden
mundial. Tal desubicación no dejaba de ser en cierto sentido paradójica,
dado que la misma exaltación de un Occidente con centro de gravedad en
los EE.UU. recogía la herencia de un Occidente que en sus previos siglos
de modernidad se pensó en términos eurocéntricos. Fueron los tiempos de
los imperios coloniales europeos, cuando Francia y Reino Unido
dominaron la escena mundial, una vez desplazado el imperio español de su
anterior hegemonía, así como frenada la expansión colonial portuguesa,
realidades ambas propias de aquella primera modernidad de los
siglos XVI y XVII, como bien lo subraya Enrique Dussel en sus estudios
histórico-filosóficos. A finales del siglo XX y en estas primeras
décadas del XXI tenemos que Europa sigue descolocada en medio de un
proceso de globalización intensificado, con lo que su viejo
eurocentrismo, que perdura en el imaginario cultural europeo con los
consiguientes efectos políticos, queda cada vez más como mitificada
visión que los hechos desmienten a cada paso. Siendo eso así, hay que
añadir que ahora se ve fuertemente cuestionado no sólo ese eurocentrismo
fácticamente desplazado en el interior del mismo Occidente, sino
también lo que podemos llamar el occidentalocentrismo que le ha
seguido como prolongación de la autocomprensión etnocéntrica que
acompañó a la modernidad como el marco de su conciencia cultural.
Ahora no estamos en el fin de la historia. ¿Estamos, sin
embargo, en el fin de Occidente? Si por determinadas causas puede
pensarse que es así, ¿en qué sentido? ¿Podemos ver, parafraseando el
dicho citado anteriormente, el fin de Occidente sin que sea el fin del
capitalismo? Si eso se diera, los apologetas del Occidente capitalista,
identificado con el capitalismo occidental ya globalizado, verían
refutados su etnocentrismo aunque no fuera así respecto a su dogmática
neoliberal, lo cual podría dar pie a decir que llevaban razón los
profetas de la decadencia occidental, fuera en una versión u otra. Lo
curioso del caso, dicho coloquialmente, es que entonces el Occidente que
ha globalizado su cultura por su dominio neocolonial hasta hacer de
ella una “cultura-mundo” –trasunto en páginas de Gilles Lipovetsky de
las teorizaciones de Wallerstein acerca del sistema-mundo– es el mismo
que en su reverso lleva los factores de su decadencia.
Los procesos y hechos que actualmente estamos viendo y
viviendo obligan a algo más que a matizar las conclusiones que, como se
acaba de señalar, puedan delinearse, aunque sea interrogativamente. No
se debe prescindir de una constatación inexcusable: tanto los apologetas
neoliberales como los analistas filosóficos de la decadencia establecen
sus pronósticos desde dentro de la cultura occidental, sea para seguir
anunciando una explosión de Occidente que se expande por el mundo, sea
para advertir de la amenaza de un final de Occidente por una suerte de
implosión como resultado de la colisión en su interior de fuerzas
antagónicas. No siendo despreciables consideraciones de tal índole, sino
todo lo contrario, lo que queda por tratar es justamente lo que
acontecimientos actuales, cual signos de nuestro tiempo, muestran
como señales de que el tiempo de Occidente, más exactamente el tiempo
de la hegemonía planetaria de Occidente, se ha acabado, ocurriendo así
porque, mal que les pese a los occidentales que no quieran asumirlo,
desde los espacios culturales y políticos no occidentales de nuestro
mundo no se acepta ya tal hegemonía.
Señales de un menguante dominio sin hegemonía
Si el rastreo retrospectivo de los diagnósticos de un
Occidente en crisis pueden remontarse hasta Nietzsche, para las raíces
del quebrantamiento de su hegemonía cultural, correlativa a una
progresiva mengua de lo que ha sido su dominio planetario en los pasados
siglos –dominio mantenido en las décadas finales del siglo pasado en
clave de globalización, después de que los países occidentales se
repusieran primero, por distintas vías, de los desastres de la II Guerra
Mundial, concentrada sobre Europa salvo la extensión de la misma en
Japón, y de que quedara atrás después el conflicto entre bloque
capitalista y bloque comunista–. En nuestra actualidad más reciente
encontramos esas aludidas señales que indican que la hegemonía de
Occidente ha llegado a su fin, aunque aún no esté consumado dicho
desenlace como algo patente. La misma incapacidad de Occidente para
afrontar la pandemia de covid-19 con criterios consonantes con lo que es
una crisis sanitaria global –lo evidencia el localismo de lo que se ha
llamado el nacionalismo de las vacunas, desatendiendo de hecho
la perentoria necesidad de hacer accesibles las vacunas a países que no
pueden financiarlas para toda su población–, muestra una incapacidad de
liderazgo que refuta el papel que todavía pretende en el mundo.
En un contexto internacional en el que las crisis se
sobreponen, desde las económicas hasta la medioambiental, pasando por
las sociales y políticas, basta ir tomando nota de hechos
particularmente significativos para levantar acta de una pérdida de
relevancia de Occidente en la que se comprueba que incluso EE.UU. ve
seriamente recortadas sus pretensiones de protagonismo. Hay que subrayar
cómo a veces esa disolución de protagonismo se ve inducida por cuenta
propia, como se ha visto con la retirada de las tropas occidentales de
Afganistán decidida e iniciada por el gobierno estadounidense. El
presidente Biden tenía reservada, al parecer, una sorprendente página
para editarla en Kabul, recogiendo lo que su antagonista Trump había
dejado preparado en negociaciones con los talibanes afganos relativas a la retirada de EE.UU. del país centroasiático,
después de veinte años de ocupación. Lo relevante al caso, tras la toma
de Kabul por los afganos el día 15 de agosto de 2021, haciéndose con el
control del país, fue la caótica retirada que se emprendió, con fecha
tope el 31 del mismo mes, la cual a duras penas permitió evacuar algunas
decenas de miles de refugiados, dejando atrás incluso a muchos afganos
que trabajaron para las fuerzas ocupantes de EE.UU. y demás países de la
OTAN que participaron de la operación, incluida España. La
irresponsabilidad política puesta de manifiesto en la manera de plantear
la retirada es el reverso de la actuación al modo imperialista colonial
en que se llevó a cabo la ocupación de Afganistán, iniciada en 2001
tras los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York. El fracaso de EE.UU. en Afganistán,
y de los países occidentales que le acompañaron, dando por consumada la
derrota en una larga guerra, inútil respecto a los mismos objetivos con
que se trató de justificar, es confirmación del engaño que se ha
sostenido durante dos décadas. El presidente Biden, en sus declaraciones
justificando la retirada –con notable deslealtad respecto a sus mismos
aliados–, en un arrebato de sinceridad que es monumento al cinismo,
reconoció que en realidad no se fue a Afganistán para proteger derechos
humanos, instaurar democracia y reconstruir país, sino pura y
simplemente para acabar con Bin Laden y la amenaza terrorista que recaía
sobre EE.UU.
Tenemos, pues, que a la postre se dijo a las claras lo que
todos podíamos saber; como pudo vislumbrarse que la ocupación, con la
guerra que implicaba, terminaría en fracaso, tal cual advirtió Ahmed
Rashid en su publicación, de 2009, Descenso al caos. EE.UU. y el fracaso de la construcción nacional en Pakistán, Afganistán y Asia Central. Tan engañosa tarea, que se ha acabado justificando en términos de las perversiones de la posverdad,
desgraciadamente va a seguir desde el discurso de una “misión cumplida”
hasta la justificación de una acción humanitaria con la que se
pretenderá blanquear las decisiones de Estados apresados entre
su impotencia política y las pretensiones de un hegemonismo con resabios
colonialista, el cual, de suyo y por otra parte, ni en conjunto pueden
ya mantener. El mismo fracaso de una estrategia neoimperialista
imposible de sostener evidencia que no sólo la hegemonía, sino el
dominio de Occidente se encuentra resquebrajado. Los talibanes lo
palpaban y actuaron en consecuencia, sin que ello, por otra parte, sume
nada positivo a la negatividad de su fundamentalismo.
Europa, que no fue tenida en cuenta para nada en la
decisión sobre Afganistán, se vio de nuevo desplazada al poco tiempo
cuando EE.UU., el Reino Unido –haciendo alarde de giro político tras el
brexit– y Australia suscriben el “pacto indopacífico” o estratégico
acuerdo de defensa alentando por el interés en poner freno al
expansionismo de China. Aparte del efecto sobre una OTAN venida a menos,
tal acuerdo corrobora las reubicaciones geopolíticas en virtud de las
cuales a Europa se le hunden aún más los motivos de su imaginario
eurocentrista y se confirma la aprensiva mirada de un Occidente bajo la
batuta de EE.UU. hacia un eje del Pacífico en el que su presencia cuenta
poco. Y si del eje oriental volvemos a los litigios próximos,
inexcusable es fijar la vista sobre el conflicto entre Ucrania y Rusia,
con una Unión Europea incapaz ni siquiera de mediación diplomática y con
un Occidente asomando la patita de la OTAN junto a no creíbles amenazas
de sanciones por parte de EE.UU., todo ello entre las inclinaciones
europeístas ucranianas y el expansionismo de la no democrática política
de Putin. Rusia, por lo demás, junto a China, devuelve la pelota al
desdibujado campo occidental descolgándose de la recientemente celebrada
Cumbre del Clima, así como despreciando la Cumbre sobre la democracia
–a la que por otra parte no fueron invitadas–, convocada por Biden en
un esfuerzo tan inútil como socavado por las actuaciones
antidemocráticas estadounidenses en el exterior como por sus debilidades
democráticas en el interior. Y ya puestos a poner el foco sobre el
creciente peso de China, y también de Rusia en lo que le toca, bien se
puede reparar en cómo los países del norte de África, a excepción de
Egipto –por motivos casi protocolarios–, dejaron de asistir a la
Conferencia de la Unión por el Mediterráneo del pasado noviembre en
Barcelona, y todo por acudir a reunión convocada simultáneamente por
China, lo cual es indicativo de cómo se redibuja políticamente el mapa
de la globalización.
Si junto a estas señales recientísimas se ponen
otras, como las que emite la falta de voluntad del mundo occidental para
afrontar los movimientos migratorios y los flujos de refugiados con
políticas con valor democrático y de efectivo respeto a los derechos
humanos, máxime cuando las políticas occidentales de ahora y de otrora
suponen responsabilidades ineludibles en cuanto a las causas que los
originan, quedando todo en represivas medidas de control de fronteras y
devoluciones sin rigor jurídico alguno, tenemos razones de fondo de una
pérdida de hegemonía imparable. Eso no quita que el nivel de vida de los
países de inmigración siga actuando como polo de atracción de quienes
emigran desde los suyos.
Necesidad de toma de conciencia en la ‘provincia Europa’ para un Occidente no dominante
La tozudez del principio de realidad, dicho al
modo freudiano, no permite vivir en el autoengaño, a no ser que se
imponga una suerte de inconsciente voluntad colectiva que no haría sino
agravar ciertas “patologías de la razón”, como las señaladas por Axel
Honneth, afectando gravemente a la razón política. Y la realidad emite
señales de que la hegemonía cultural de Occidente llega a su fin, con lo
cual la crisis de su modernidad, que hasta el día de hoy ha sido
imperialista y colonialista, amén del reverso patriarcal del que no se
desprendió, viene a solaparse con una situación en la que la
occidentalización del mundo ya se ve frenada y contrarrestada desde
“mundos” diversos –no implica que sea siempre de la mejor manera–.
Sin duda, la universalización del capitalismo forma parte
de la mentada occidentalización del mundo y eso, que no hay que perder
de vista, así lo subraya el sociólogo estadounidense de origen indio
Vivek Chibber frente a los análisis de su paisano Ranajit Guha. Pero a
éste no le falta razón al hacer hincapié en que la modernización
capitalista no llegó a los países colonizados igual que se dio en las
sociedades europeas, radicando ahí un déficit de modernidad en
dichos países –de suyo, resistencia a ella– que impidió consolidar por
parte del poder colonial una verdadera hegemonía cultural, con lo que
implica de aceptación mayoritaria de patrones culturales, no limitada a
una élite, acompañando al efectivo dominio imperialista. Ocurre que hoy
ante nosotros precisamente una situación nueva de “dominio sin
hegemonía”, arrancando del cuestionamiento de la hegemonía de Occidente
desde países que sufrieron su colonialismo –evidentemente no sólo la
India–, pero acentuando además ese cuestionamiento ante una flagrante
pérdida de dominio –no puede mantenerse sin hegemonía–, como se pone de
manifiesto por el auge de China y la política de Rusia.
Reenfocando nuestra lente hacia Europa como matriz de lo
que se entiende por Occidente, Dipesh Chakrabarty, siguiendo al antes
mencionado Guha, no sólo abunda sobre lo que se anuncia como final del
predominio cultural europeo, sino que insiste en la tesis de la
“provincialización de Europa”. Es decir, la crítica al imperialismo
occidental, incluidas sus versiones “neo”, no deja de lado la crítica al
eurocentrismo que aún sigue impregnando una determinada visión de la
historia y del mundo, con mucho de mitificado respecto a las realidades
históricas. La conclusión consecuente con esa crítica, coherente a su
vez con tantas declaraciones políticas acerca de que estamos ante una
globalización que exige enfoques multilateralistas, es que Europa ha de
verse y reconocerse como “provincia” en este mundo nuestro donde se
superponen muchas historias.
Todo indica que con tal asunción de una posición no céntrica,
Europa estaría en mejores condiciones para participar de los diálogos a
múltiples bandas desde los que abordar los conflictos y graves
problemas que a todos afectan en el mundo actual. Es por ahí por donde
cabe apuntar a una globalización contrahegemónica, como plantea
Boaventura de Sousa Santos, recogiendo los impulsos de tantos “sures”
dispuestos a no transigir con mapas neocoloniales que siguen viendo el
planeta dividido entre centro(s) y periferia(s). Desde América Latina
son innumerables las voces que plantean de un modo u otro la necesidad
de ese reenfoque hacia unas nuevas relaciones económicas, políticas y
también culturales, dirigiendo su mensaje hacia dentro, sin eludir la
“colonialidad del poder” que desde Perú denunció Aníbal Quijano como
lastre enquistado en sociedades que no han logrado verse del todo
sanadas de la “herida colonial” –respecto a Latinoamérica lo subraya
Walter Mignolo–, y hacia fuera, habida cuenta de que podemos hablar con
fundamento de “colonialidad global” del poder (Ramón Grosfoguel).
Poner el dedo en la llaga de la herida colonial y exigir
una descolonización total y efectiva no implica, hecha la crítica del
eurocentrismo, abominar de toda herencia de Europa que sea asumible en
clave emancipadora bajo parámetros de un nuevo universalismo. Ya lo
vieron así Frantz Fanon y Aimé Césaire cuando desde los años cincuenta y
sesenta del pasado siglo fueron pioneros en tal denuncia. En nuestros
días, el filósofo africano Achille Mbembe, junto a su denuncia de un
“devenir negro del mundo” por prácticas de dominio que generan nuevas
formas de esclavitud, pone la necesidad de incluso un nuevo
universalismo, al que podemos dar forma como humanismo otro
elaborado desde nuevas claves. Éstas han de ser alternativa al falso
universalismo, por monológico e impositivo, del que se ha servido
Occidente para legitimar su imperialismo esgrimiendo una visión de la
humanidad en la que se justificaba en términos racistas una supuesta
desigualdad ontológica entre los de verdad humanos (civilizados) y los otros menos humanos
(bárbaros considerados no civilizados). No le falta razón a Enrique
Dussel cuando insiste, con su propuesta de “transmodernidad”, en que la
cuestión no estriba en prorrogar la modernidad eurocéntrica a base de
posmodernidades que no lo son menos, sino en aplicarle el filtro crítico
para configurar un mundo distinto, mediando ineludible diálogo
intercultural, lo que indudablemente conlleva pensar el mundo de otra
forma. Por lo que nos toca, se trata de pensarlo en función de un
Occidente no dominante, sabiendo que en la misma ‘provincia Europa’
algunos no hemos dejado de ser internamente periféricos. En España
haríamos bien en tenerlo presente para actuar lúcidamente en
consecuencia.