Mucha gente se pregunta estos días por las razones de la demencial escalada militar a
la que se están entregando los políticos europeos. Las bravatas del
caballerete Emmanuel Macron sobre el envío de tropas francesas (y
bálticas y polacas) a Ucrania. Las presiones sobre el timorato canciller
alemán Olaf Scholz para
suministrar misiles alemanes capaces de golpear territorio ruso desde
Ucrania. Las reveladas discusiones de sus generales sobre si conviene
hacer eso, como ya lo hacen los ingleses y los franceses con sus misiles
“Scalp” y “Storm Shadow”, o si por el contrario convendría disimularlo
de alguna forma. La histeria de los Borrell y Von der Leyen acerca de
que si no se detiene a “Putin” en Ucrania, este continuará un avance
militar sobre los países bálticos y Polonia,
amenazando la seguridad europea. Todo eso, en definitiva, que llena
nuestros medios de comunicación de titulares y de mensajes de nuestros
necios expertos y comunicadores animando y preparando al público para
una guerra aún mucho mayor en Europa. ¿Cómo se ha podido llegar a este
trágico y extremadamente peligroso carnaval?
La respuesta no es la criminal invasión rusa de Ucrania iniciada
en febrero de 2022 con su espantosa carnicería, de la misma forma en
que la incursión palestina del 7 de octubre no es el desencadenante del
genocidio israelí en curso. Si en Palestina hay que referirse a una
larga historia de colonialismo y limpieza étnica, donde la incursión armada del 7 de octubre desde
el gran campo de concentración de Gaza fue un mero episodio de
resistencia inmediatamente aprovechado, tergiversado y magnificado por
Israel para avanzar en la “solución final” que el sionismo siempre ha
concebido al problema del derecho a la existenciade la
población autóctona de Palestina, en la guerra de Ucrania, y más en
general en la cuestión de la seguridad europea, se trata de la ruptura
continuada, a lo largo de un cuarto de siglo, del canon en materia de
relaciones entre superpotencias nucleares. Me refiero con eso a la
ruptura del conjunto de normas y preceptos, expresos acuerdos y tratados
internacionales, así como al sentido común militar que regía las
relaciones entre las dos superpotencias nucleares del mundo bipolar de
la Guerra Fría.
Aquel catálogo de normas y aquel sentido común político-militar,
extraído de la experiencia de los conflictos y tensiones entre las
superpotencias desde que existe el arma nuclear capaz de destruir la
civilización planetaria, prescribía límites y líneas rojas que no podían
ser traspasadas sin arriesgarse a desencadenar una catástrofe que nadie
deseaba. Establecía, por ejemplo, la imposibilidad de desplegar
determinadas capacidades militares, armas, recursos y alianzas en
determinadas geografías susceptibles de rodear geoestratégicamente al
adversario o de fomentar tal sensación en él, como por ejemplo se vio en
la crisis de los misiles de Cuba de octubre de 1962. Los expertos
posmodernos del atlantismo insisten en que el mundo de hoy ha dejado
atrás el anacronismo de las “zonas de influencia”, pero son desmentidos
no solo por la práctica y proyección del hegemonismo occidental en el
mundo, sino por la elocuencia de sus más genuinos representantes, como
el exconsejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos John Bolton.
El peligro de la situación actual reside en el hecho de que en los
últimos 25 años Occidente ha roto por completo ese canon, mientras que
Rusia continúa plenamente imbuida en él. De esa divergencia se
desprende un gran peligro.
Una de las lecciones de la crisis de octubre de 1962 en el Caribe es
la facilidad con la que los acontecimientos pueden escapar al control
Una de las lecciones de la crisis de octubre de 1962 en el Caribe es
la facilidad con la que los acontecimientos pueden escapar al control y
la voluntad de los dirigentes políticos. En su magnífico libro de hace
cuatro años Gambling with Armagedon (lamentablemente no hay
edición española), el recientemente fallecido Martin J. Sherwin evoca
las peripecias de la flotilla de cuatro submarinos soviéticos diésel
(los B-4, B-36, B-59 y B-130) enviados desde el Mar de Barents al puerto
cubano de Mariel atravesando el bloqueo aeronaval de Estados Unidos a
la isla. Los cuatro submarinos llevaban torpedos nucleares a bordo,
circunstancia que los americanos desconocían. Tres de ellos fueron
detectados y desde uno de ellos, el B-59, estuvo a punto de
desencadenarse la Tercera Guerra Mundial. Constantemente marcados por
decenas de navíos de superficie, submarinos, aviones y helicópteros
americanos a su alrededor, se intentaba obligar al B-59 a emerger,
lanzándole granadas de mano envueltas en rollos de papel higiénico. En
el interior del submarino, las explosiones hacían pensar en cargas de
profundidad destinadas a hundirlos. El comandante de la nave, Valentin
Savitski, creyó que estaban siendo atacados y ordenó armar un torpedo
nuclear para su lanzamiento. ¿Significaban aquellas explosiones que
había comenzado ya la guerra con Estados Unidos? No había posibilidad de
comunicación y consulta con Moscú para saberlo y recibir instrucciones.
Allá abajo, en la profundidad del mar, reinaban las condiciones
habituales en aquellos inhabitables sarcófagos diseñados en Leningrado
para los mares del norte que estaban navegando en las cálidas aguas del
Caribe. Espacios exiguos en los que convivían 56 oficiales y
tripulantes, con tres retretes, dos duchas y unos treinta catres en los
que se turnaban para dormir, en medio de un ambiente pútrido, olor a
humanidad y gasoil, úlceras en la piel, desvanecimientos y temperaturas
de hasta por encima de los cincuenta grados. En aquellas condiciones y
rodeado del ruido de las explosiones fue en las que el capitán Savitski,
que según miembros de la tripulación “no estaba físicamente muy bien”,
ordenó preparar el torpedo. No hubo disparo porque por encima de su
autoridad estaba la del jefe de brigada de la flotilla, el capitán
Vasili Arjípov, de 36 años de edad, embarcado precisamente en el B-59,
que ordenó parar aquello.
Este incidente es, quizás, el más conocido entre los muchos
registrados en submarinos americanos y soviéticos durante la Guerra
Fría, con presencia o no de armas nucleares a bordo, documentados, entre
otros, por el almirante Nikolai Mormul en el libro Katastrofi pod Vodoi ( Murmansk,
1999). Y la cuenta puede ampliarse a otros muchos incidentes en bases
terrestres de misiles estratégicos y centros de control, algunos de
ellos registrados en la época de Boris Yeltsin.
La peripecia del B-59 sucedió el 27 de octubre, cuando Kennedy y
Jrushov se encontraban en la recta final del acuerdo de distensión de la
crisis alcanzado al día siguiente. Dos estadistas excepcionales. Uno
sería asesinado un año después por el “estado profundo” de su país. El
otro fue desplazado al año siguiente del asesinato del primero, por una
conjura del Comité Central. Ambos estuvieron entonces a merced de
situaciones sobre el terreno que escapaban completamente a su control y
en las que se jugó la suerte de una guerra nuclear.
La ampliación de la OTAN hacia el Este, la bravata sobre el envío de
tropas francesas, polacas y bálticas, son aspectos de la mencionada
ruptura
Esta excursión al pasado seguramente permite comprender mejor el
hecho de que la ruptura del canon, desde hace un cuarto de siglo, de
todo ese cuerpo de normas firmadas o implícitas sobre conductas y zonas
de influencia entre las dos superpotencias nucleares que contribuyeron a
evitar el desastre de una guerra nuclear, sazonada por el abandono
unilateral por parte de Estados Unidos del grueso de los acuerdos de
desarme y control de armamentos, nos coloca hoy a merced de peligrosos
desarrollos que una vez desencadenados pueden escapar por completo a la
voluntad de sus protagonistas. La ampliación de la OTAN hacia el Este,
el despliegue de recursos militares junto a las fronteras de Rusia
(años noventa y primeros 2000), el cambio de régimen en Ucrania (2014) y
el intervencionismo militar occidental allá, con armas, dinero,
asesoramiento cobertura de tecnología satelital y de información (desde
2015), y últimamente la bravata sobre el envío directo de tropas
francesas, polacas y bálticas, son aspectos de la mencionada ruptura.
La actitud rusa ante esa serie ha sido claramente reactiva y tiene
su propia serie en la anexión de Crimea (2014), el apoyo al secesionismo
del Donbas (confuso al principio, creciente a partir de 2015), la
creación de una nueva generación de armas estratégicas y convencionales
capaces de anular los sistemas ya establecidos junto a sus fronteras
(anunciada en 2018), y la invasión, conquista y anexión de las regiones
del sur este de Ucrania (2022).
En los últimos meses, ante la perspectiva del envío de tropas
regulares de países de la OTAN a Ucrania, asistimos en boca de varios
autores relevantes del establishment de la seguridad rusa a la
reformulación de la política nuclear de Moscú. Se constata que la
condición de Rusia como superpotencia nuclear ya no da miedo. Ese miedo
que evitó, por disuasión, la guerra nuclear en el pasado, y que, por
tanto, es imperativo recuperar hoy para evitar una catástrofe.
La condición de Rusia como superpotencia nuclear ya no da miedo. Ese
miedo que evitó la guerra nuclear en el pasado es imperativo recuperar
Sergei Karaganov, un intelectual orgánico el Kremlin que es,
podríamos decir, el patriarca del pensamiento ruso en materia de
seguridad nacional, un autor que ya en 1997 llegó a la conclusión de
que la ruptura del canon desembocaría en una guerra, fue el primero en
señalar, el año pasado, la necesidad de restablecer el miedo, rompiendo
la moratoria de pruebas nucleares como aviso y contemplando incluso la
locura de la posibilidad del uso de armas nucleares tácticas como
advertencia para evitar la catástrofe de una guerra nuclear total. La
tesis de Karaganov provocó la reacción crítica de otros conocidos
especialistas en la materia, como el politólogo Aleksei Arbátov. Más
recientemente, otro destacado experto, Dmitri Trenin, que en los años
noventa y hasta la crisis de Ucrania fue uno de los puntales del Centro
Carnegie de Moscú (pagado con dinero de Estados Unidos y frecuentemente
consultado por tantos corresponsales de prensa occidental), está
desarrollando nuevas ideas en la misma dirección. Trenin dirige hoy el
Instituto de Economía y Estrategia Militar Mundial de Moscú. Algunas
citas de su último artículo, titulado Repensar la estabilidad estratégica:
“El principal motivo del conflicto ha sido el ninguneo consciente de
Washington, a lo largo de tres décadas, de los intereses de seguridad de
Moscú clara y meridianamente formulados. Aún más, en el conflicto
ucraniano la dirección político-militar de Estados Unidos no solo
formuló, sino que afirmó públicamente el objetivo de infringir una
derrota militar estratégica a Rusia pese a su estatus de potencia
nuclear”. Por ello, dice Trenin, “hay que convertir el miedo artificial e
histérico a nuestra victoria en Ucrania, en miedo real a las
consecuencias de sus intentos de impedirla”. A la hora de exponer
propuestas de respuesta, este autor constata que en esta fase del
conflicto ucraniano, “se ha agotado el límite de las intervenciones
puramente verbales” y que “los principales mensajes deben enviarse ahora
a través de acciones concretas: cambios doctrinales; ejercicios
militares para ponerlos a prueba; patrullas submarinas y aéreas a lo
largo de las costas del probable enemigo; advertencias sobre la
preparación de pruebas nucleares y sobre las propias pruebas;
introducción de zonas de exclusión aérea sobre parte del Mar Negro,
etcétera. El objetivo de estas acciones no es sólo demostrar
determinación y disposición a utilizar las capacidades disponibles para
proteger los intereses vitales de Rusia, sino –lo que es más importante–
hacer que el enemigo se detenga y animarle a entablar un diálogo
serio”.
“Los peldaños de la escalada no terminan aquí”, continúa Trenin. “A los pasos técnico-militares pueden seguir acciones militares,
sobre las que ya se han anunciado advertencias: por ejemplo, ataques a
bases aéreas y centros de abastecimiento en el territorio de países de
la OTAN, etcétera”.
Todo esto sugiere algo que los políticos no tienen en cuenta: los
avances en la implicación militar directa de la OTAN tendrán
consecuencias
Lejos de ser un mero debate académico, estas consideraciones se
escuchan cada vez más en la televisión rusa en reacción a declaraciones
como las de Macron, a revelaciones como las que se desprenden de las
conversaciones entre generales alemanes o al artículo del New York Times del
27 de febrero en el que se reconocía la estrecha participación de la
CIA en Ucrania desde mucho antes de la invasión rusa. En la edición del
pasado 29 de febrero del popular programa Bolshaya Igrá (El
gran juego), dedicado a política internacional y al seguimiento del
conflicto ucraniano (el programa tiene tres ediciones diarias en el
primer canal de televisión de lunes a viernes), el teniente general
Evgeni Buzhinski, uno de los especialistas más significados, también
expresó la idea de derribar los drones americanos que sobrevuelan el Mar
Negro para guiar los misiles británicos y franceses que se disparan
contra Crimea, dejando claro que cualquier avión que ataque Rusia desde
fuera del territorio ucraniano será objetivo militar ruso en sus bases
en países de la OTAN. Buzhinski se quejaba de que cada vez que Putin
reacciona a noticias que evidencian la participación de Estados Unidos
en acciones militares ucranianas e incursiones en territorio ruso, el
titular de los medios de comunicación occidentales sea “Putin amenaza”.
“No puede haber negociación estratégica si tu interlocutor tiene como
objetivo derrotarte estratégicamente”, señalaba este militar retirado.
Todo esto sugiere algo que los políticos y estrategas,
particularmente en Bruselas donde parecen vivir en la inopia, no tienen
en cuenta: que de la misma forma en que la ruptura del canon por
Occidente a lo largo de veinticinco años ha acabado desembocando en una
guerra en la frontera rusa, los avances en la implicación militar
directa de la OTAN y la materialización del intervencionismo con
soldados en el terreno, como declara Macron, tendrán consecuencias.
Decir que una nueva gran guerra en Europa, o que una Tercera Guerra Mundial que implique no solo a Rusia sino también a China es
inverosímil, es tan poco tranquilizador como considerar poco probable
un enfrentamiento nuclear: su mera posibilidad es demasiado terrible
para ser barajada y obliga a actuar para evitarlo. Como dijo Charles
Wrigt Mills en los años sesenta, “la causa inmediata de la III Guerra
Mundial es la preparación militar para ella”, y entre unos y otros –hay
que decir que mucho más unos que otros– la están preparando.
Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona) fue corresponsal de La Vanguardia en
Moscú, Pekín y Berlín. Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS,
sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un ensayo colectivo sobre la
Alemania de la eurocrisis.
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