José Antonio Pérez Tapias
24 de
Julio de
2016
¿Hacia dónde se dirige, si es que se dirige a
alguna parte, Europa, autonegada en su razón de ser, atascada bajo la
tiranía de los poderes económicos, cuestionada desde los nacionalismos
xenófobos, escandalosamente paralizada ante la crisis de los refugiados y
perpleja ante el
Brexit apoyado por una mayoría de británicos y
que no deja de proyectar un fuerte cuestionamiento sobre la Unión
Europea? Y si todo ello apunta a una Europa que está dejando de ser lo
que era, o lo que quiso ser, ¿qué otra Europa cabe después de esa Europa
que, moribunda, puede fenecer?
Fue Jan Patočka quien, reflexionando a fondo tras la Gran Guerra,
acuñó una expresión con la que dio título a algunos escritos suyos sobre
la realidad europea y que hoy vuelve a presentársenos como fórmula que
puede encerrar la clave que necesitamos si nos dejamos interpelar por
ella: “Europa después de Europa”. Con estas palabras, el filósofo checo
quería llevar a la conciencia de los europeos cómo había cambiado
radicalmente la situación de su entorno tras la brutal guerra que de
manera imprevista –por más que explicable a posteriori-- arrancó en
1914, obligando a los habitantes del Viejo Continente a salir de golpe
del sueño en el que ingenuamente vivían:
belle époque… Si
algunos autores, como Stefan Zweig, dejaron constancia de lo que suponía
la vida que quedó atrás, y otros se dedicaron a diagnosticar de la
manera más tenebrosa el tiempo que se les echaba encima, como Oswald
Spengler con su
Decadencia de Occidente, Patočka levantó acta
más tarde de lo que murió con la I Guerra Mundial. No sólo acabó la
Europa de las “potencias centrales” –aunque quisieran, por no haberse
enterado, seguir repartiéndose el mundo después del Tratado de
Versalles--, sino que la idea de sí y con relación al mundo incubada en
la cultura europea quedó irremisiblemente dañada.
Patočka articuló su discurso sobre Europa compartiendo el diagnóstico de su maestro Husserl en
La crisis de las ciencias europeas,
tratando justamente de extraer todas sus consecuencias. Éste,
reflexionando sobre la deriva de la cultura europea al hilo de los
acontecimientos, constataba cómo, a pesar del éxito de la ciencia y la
tecnología, se derrumbaba la fe en la que el mundo podía “encontrar su
sentido, la fe en el sentido de la historia, en el sentido de la
humanidad, en su libertad, o lo que es igual, en la capacidad y
posibilidad del hombre de conferir a su existencia humana, individual y
general, un sentido racional”. Es decir –y aunque en ese diagnóstico
esté presente una mirada muy eurocéntrica--, lo que se venía encima era
un avance del nihilismo que parecía dar la razón no sólo a Dostoievski,
sino también a Nietzsche, por más que no fuera en el sentido en que el
autor de
Así habló Zaratustra podía esperar.
Un potente desarrollo científico-técnico, impulsado además por el
capitalismo que de él se beneficia, no sólo no libra de un nihilismo
cultural muy acentuado, sino que al producirse el maridaje de esos dos
vectores su entrecruzamiento puede dar lugar a la búsqueda de soluciones
por vías que precisamente conducen a donde no las hay. El surgimiento
de los fascismos en la Europa de entreguerras, y la virulenta ascensión
del nazismo en Alemania, lo corroboran. Por esos derroteros se
confirmaron los peores presagios que podía albergar respecto a sí misma
la Europa del siglo XX. La presuntamente civilizada Europa extrajo de sí
una realidad de barbarie como nunca antes se había mostrado en la
historia de la humanidad.
Afortunadamente, Europa no se agotó en la barbarie que desde su seno
tan criminalmente se desplegó. Pudo recomponerse, retomar el desarrollo
económico y, sobre todo, reemprender el camino civilizatorio de la
convivencia democrática. No sólo el pasado impuso una fuerte cura de
humildad, sino que el presente evidenciaba que las cosas no eran como
antes: Europa vivía en el hueco entre los bloques que quedaron
enfrentados tras la II Guerra Mundial, lo cual obligaba a tomar
conciencia de dónde estaban los centros de decisión de un mundo bipolar.
No obstante, entre los EEUU y la URSS se pudo ir ensanchando el espacio
en el que Europa empezó a reencontrarse políticamente consigo misma, en
especial a través de los recorridos que acabarían desembocando en la
Unión Europea.
El prometedor proyecto europeísta, sin embargo, volvió a ponerse en
marcha con grandes dosis de voluntarismo, pero a la vez entre fuertes
condicionamientos económicos. Y con una mentalidad que no dejaba atrás
un eurocentrismo que, aun a pesar de que el mundo había cambiado
radicalmente con los procesos de descolonización de la segunda mitad del
siglo XX, no mitigaba el complejo de superioridad que seguía mostrando
Europa como encarnación de Occidente en su relación con los
otros.
Es verdad que filósofos como Gadamer mostraban sensibilidad hacia las
otras culturas al hablar de la herencia europea y su proyección futura,
pero no dejaba de estar presente una mirada etnocéntrica que, por otra
parte, no permitía que los europeos se vieran con la real medida que
tenían en un mundo multipolar y mucho más complejo que en el pasado.
Ha sido bajo la presión del proceso de globalización que en las
últimas décadas ha cobrado especial vigor, unificando el mundo sobre
todo como
gran mercado –del que ya Calderón tampoco se privó de
hablar--, que Europa se ha visto compelida a reaccionar ante una
realidad que le sobrepasa con creces. La Europa que se veía a sí misma
dispuesta a exportar su modelo social –por el lado de lo mejor que podía
hacer-- es la que está tragando con la
asiatización de las
relaciones laborales y la consiguiente pérdida de derechos por la
competencia irrefrenable de las economías orientales, con China a la
cabeza. Los ajustes en la reconfiguración del “desorden” mundial
–subrayado por Todorov en contraposición al subtítulo con el que
Huntington acompañó su
choque de civilizaciones-- han hecho que
la UE, haciendo frente a ellos desde la ortodoxia neoliberal, haya
mostrado todas sus debilidades, empezando por el déficit democrático que
convencidos europeístas venían denunciando desde décadas atrás. De una
Europa convertida en un gran engranaje burocrático, donde la toma de
decisiones queda en manos de una élite en verdad incontrolable, ya
anticipó el filósofo Habermas que se metía “en un callejón sin salida”.
Justo en ese punto está Europa, bloqueada, viendo cómo en diversos
Estados se le alejan grandes sectores de población seducidos por las
voces demagógicas de nacionalismos de vía estrecha, los cuales
encuentran dónde enganchar al darse las circunstancias en las que las
políticas marcadamente antisociales llevadas a cabo han dejado a la
intemperie a millones de ciudadanas y ciudadanos que se inclinan por
retornar a soberanías nacionales, por otra parte ya inviables al modo en
que se desempeñaron en el pasado. Si, además, esa vuelta sobre los
pasos dados reviste nostalgias de potencias imperiales, sin tomar nota
de lo que es un presente radicalmente distinto de los tiempos
pretéritos, la vía que se emprenda –el Reino Unido se dispone a ello con
su
Brexit sin saber muy bien cómo-- puede ser hacia el fondo del callejón sin salida.
Debemos recoger el mensaje de Patočka: “Europa después de Europa”.
Pero hemos de saber que es muy exigente, pues obliga a profundizar en la
democracia, a dejar atrás el “gobierno de los banqueros”, a rediseñar
el proyecto europeo en clave de esa articulación entre objetivos de
libertad y metas de igualdad en que consiste la justicia, para desde ahí
reubicar a Europa en el mundo activando sus potenciales de emancipación
y sus compromisos de solidaridad. Para recomenzar,
Europa después de Europa no
puede rehacerse buscando chivos expiatorios para librarse de sus
propios males. Una Europa no sólo poscolonial, sino anticolonialista en
un mundo globalizado sólo puede mostrar unas nuevas credenciales si
aborda con criterios de respeto a la dignidad humana, y no de trato
inhumano, la cuestión migratoria. Desde ahí hay que empezar a replantear
en los hechos el universalismo dialógico e intercultural al que Europa
debe contribuir si quiere ser fiel a sí misma, además de leal a la
humanidad que somos.