José Ignacio González Faus, amigo y compañero de muchas batallas, es muy activo en redes sociales, pese a que pronto cumplirá 91 años. Todo un ejemplo de combatividad evangélica y presencia en una sociedad muchas veces conflictiva. Pero a veces, el cansancio existencial por la impotencia ante lo que se nos viene encima, nos agobia.
Esto puede explicar que, en los últimos meses, sus escritos me parecen de un cierto color pesimista. El último texto que me ha llegado, “el mundo que dejo”, me ha sonado como una despedida de este mundo complejo.
El diagnóstico de nuestra sociedad puede parecer tenebroso. Pero tengo claro que José Ignacio alberga dentro de sí muchas dosis de esperanza.
Y que vive una espiritualidad que yo etiqueto como militante contra el
victimismo, el odio y el fatalismo. Y que vive y anima a otros a “sentir
y gustar internamente” una espiritualidad de resistencia y esperanza,
de paz y compromiso, de reconciliación y perdón.
Percibir la realidad desde otras representaciones mentales
No
es fácil describir lo que es nuestro mundo en los tiempos de
crispación, conflictos, guerras injustas (como todas). Muy diversos
factores inciden en la construcción y deconstrucción de una sociedad
mundial compleja en la era digital o la era de la ciencia que ha
supuesto un cambio cualitativo en nuestro planeta. Pero estos avances,
que podrían haber transformado nuestras sociedades en la dirección del
bienestar universal y de la distribución justa de los recursos naturales
y culturales, han generado malas prácticas.
Nuestra sociedad global, parece lastrada ya antes de la pandemia –entre otras cosas- por la desigualdad
(como efecto perverso colateral de la sociedad de libre mercado), la
crisis ambiental global (dentro del contexto del cambio climático), la
globalización del paradigma tecnocrático, el individualismo y el
consumismo compulsivo.
¿Qué va a ocurrir en un futuro cercano en la noosfera,
entendida como la capa virtual (no material) del pensamiento, la
creatividad, los valores, la espiritualidad, la interacción humana, la
solidaridad, el amor?
La crisis como oportunidad
Tal vez quien esto escribe sea de los utópicos que creen que sociedad crispada y sus secuelas, pese a los efectos perversos, puede ser una oportunidad global para rectificar
el rumbo individual, social, político, espiritual e intelectual de la
humanidad. Tal vez sea un iluso (en la doble acepción de la palabra en
castellano, la utópica y la ilusoria).
En la mente y en el corazón de muchas personas y sociedades la situación actual está generando sentimientos confusos
Soy consciente de que en la
mente y en el corazón de muchas personas y sociedades la situación
actual está generando sentimientos confusos. Muchos se consideran
víctimas de confabulaciones mundiales que desean dominarlos (los
conspiranoicos). Hay personas y sociedades en las que crecen en el
corazón el odio hacia los que no son como nosotros (los xenófobos
envenenados de aporofobia). Hay personas y sociedades en las que ha prendido la droga del fatalismo
(la GAIA de Lovelock se ha propuesto acabar con estos enanos que se han
ensoberbecido en el antropoceno y solo queda rendirse sin condiciones).
Podemos decir que con el COVID-19 en 2020 parece que ha entrado en el cuerpo humano el victimismo, el odio y el fatalismo.
Y frente a estos sentimientos y comportamientos autodestructivos
de muchos (a pesar de que es una minoría pero que se oye mucho) caben
muchas posturas: políticas, sociales, humanitarias, científicas.
Una crisis de espiritualidad
En el fondo – desde mi punto de vista- existe en la humanidad actual una crisis de espiritualidad.
Desgraciadamente, en el imaginario colectivo de muchas sociedades la
palabra “espiritualidad” tiene ecos solamente religiosos, e incluso
provoca rechazos en muchos.
No es este
el lugar para impartir doctrina sobre lo que es la “espiritualidad”.
Apuntamos solo que es una dimensión poco cultivada del ser humano. Es el
cuidado de nuestras experiencias interiores. Aprender a “sentir y gustar de las cosas internamente” (que escribe Ignacio de Loyola en los Ejercicios Espirituales).
Pero
la interioridad no se contrapone a exterioridad, sino a
superficialidad. Una persona que no ha aprendido a “sentir y gustar”
internamente se convierte en “superficial”,
insensible a la belleza, a la empatía, al dolor de las víctimas. Y
nuestra sociedad líquida (que escribe Z. Baumann) favorece (cuando no
impulsa de forma planifica por el consumo compulsivo) la banalidad, la
superficialidad, lo efímero e intrascendente. Como repetía Rafael Díaz
Salazar, la “cultura de la ceguera y del olvido”.
Espiritualidad se contrapone a superficialidad, no a exterioridad
La
espiritualidad no se contrapone a la exterioridad sino a la
superficialidad. Vivir en la superficie es vivir resbalando
infantilmente por la superficie de la vida “pasándolo bien”, pero sin vivir.
“Vivir”
significa para nosotros “sentir y gustar de las cosas internamente”.
Nos parece que uno “vive” cuando armoniza lo interior y lo exterior.
Cuando resuena la música interior que armoniza los propios sentimientos y
la experiencia mundana, el compromiso con la sociedad, el estímulo que
lleva a comprometerse para construir una sociedad más justa, igualitaria
y convergente hacia objetivos comunes. Es lo que Pierre Teilhard de Chardin llamaba “amorización”.
Desde
nuestro interior organizamos y planificamos individual y socialmente
nuestras interacciones con la realidad natural, con la naturaleza, y con
los otros humanos de acuerdo con unos valores solidarios y ecológicos.
Desde este punto de vista, la ecología espiritual reconoce que es crítico admitir y abordar la dinámica espiritual en la raíz de la degradación medioambiental.
Ecología espiritual
La ecología espiritual es un campo que está emergiendo por medio de tres ramas principales de estudio y actividad formal:
la ciencia y academia, la religión y la espiritualidad, y la
sustentabilidad ecológica. Más allá de que las áreas de estudio sean
diferentes, los principios de la ecología espiritual son sencillos: para
poder resolver problemas del medioambientales tales como la disminución
de las especies, el cambio climático, el calentamiento global y el
hiperconsumo, la humanidad necesita examinar y re-evaluar nuestras
actitudes y creencias subyacentes acerca de la Tierra y nuestra
responsabilidad espiritual hacia el planeta.
Por
consiguiente, la renovación y sustentabilidad ecológica necesariamente
dependen de la consciencia espiritual y de una actitud de
responsabilidad. Los ecologistas espirituales concuerdan que esto
incluye tanto el reconocimiento de la creación como sagrada como así
también, a las conductas y comportamientos que honran lo sagrado.
Rasgos de una espiritualidad ecológica
Lo decíamos al inicio: contra el victimismo, el odio y el fatalismo: una espiritualidad de resistencia y esperanza, de paz y compromiso, de reconciliación y perdón.
Para
contrarrestar las actitudes y comportamientos victimistas, los
generadores de odio y de fanatismo, hoy proponemos desde aquí impulsar
una espiritualidad (es decir, el cultivo de actitudes, valores y
sentimientos interiores ante las cosas) que haga emerger una cultura de resistencia y esperanza, de paz y compromiso, de reconciliación y perdón.
Y en concreto: nos urge desde el sentir y gustar internamente nuestro compromiso
con la vida, con la Tierra, con la humanidad fomentar en nosotros y en
nuestro entorno una cultura de resistencia y esperanza, de paz y
compromiso, de reconciliación y perdón.
- Una cultura de resistencia:
la resistencia no es una actitud interior reaccionaria sino muy al
contrario, es una resistencia activa: mantener atentas todas las
facultades humanas para abrir los ojos (frente a la mala cultura de la
ceguera social y ambiental) y los oídos (frente a la mala cultura del
exceso de ruido consumista para ocultar los gemidos de las víctimas,
sean humanas o animales). Resistir frente a las falsas culturas
victimistas, generadoras de odio y de fanatismo.
- Una cultura de esperanza: La
esperanza no es solo una virtud cardinal. Es una actitud interior que
orienta el sentido de la vida. Tal vez es el momento de recuperar la
figura de Erns Bloch y El principio esperanza”[i]. Bloch dice que “por dignidad personal me niego a que el hombre acabe igual que el ganado“, que “la desesperanza es en sí, tanto en sentido temporal como objetivo, lo insostenible, lo insoportable en todos los sentidos”, o que “no me resigno a que la última melodía que escuche sean las paletadas de tierra que alguien arroje sobre mis despojos”.
- Una cultura de paz:
la paz no es solo la ausencia de violencia o de guerra. Es una actitud
humana interior profunda de respeto, reconocimiento, que conduce a la
defensa pacífica, armoniosa y amorosa de los derechos a existir de todas
las realidades y todas las parcelas de la realidad (sean materiales,
intelectuales, espirituales, vivientes o humanas).
- Una cultura de compromiso: Desde
el punto de vista de la Antropología filosófica (Arnold Gehlen, Helmut
Plessner, Emmanuel Levinas) el desarrollo evolutivo del ser humano se
hace posible y fecundo cuando hay conciencia (sensibilidad interior) de
que somos seres-para-los demás. Que ser-para-otros nos hace crecer como
personas, como sociedad y como miembros de la biosfera[ii].
Parafraseando al profesor Carlos Beorlegui [del que soy deudor de muchas
ideas de su excelente Antropología filosófica(Universidad de Deusto, 1999)]: "me
daría por satisfecho si la lectura de estas páginas sirviera para
acercarse a descubrir y admirar el misterio sin fondo de la realidad
humana, así como para entender que la reflexión antropológica no debiera
detenerse en una contemplación narcisista acerca de lo humano, sino en
un compromiso incesante por hacer que el mundo en el que vivimos se vaya
configurando como un ámbito de humanización, en el que nadie quede
excluido, y a nadie le falte lo necesario para construir libremente, en
diálogo con sus semejantes, su particular e irrepetible proyecto
personal".
- Una cultura de reconciliación: Re-conciliar significa
volver a unir (armonizar, amorizar, perdonar, fusionar...) lo que
anteriormente pertenecía a una misma realidad. Hay varios niveles de
reconciliación: reconciliación con la naturaleza, reconciliación con la
sociedad y con los grupos sociales, reconciliarse (perdonarse) con uno
mismo; y para los creyentes, esto implica reconciliación con el Dios de
Jesús.La reconciliación exige contar la
historia en verdad y en fidelidad. Evitando afirmaciones rápidas, y
superficiales. En la base de muchos actos de violencia se relatan cosas
como esta: “Al fin y al cabo, era un traficante y estaba deshaciendo a
la juventud vasca”..., “formaba parte de los opresores del pueblo”,
“ellos son responsables de la situación de nuestros presos”, “la
responsabilidad de la violencia la tiene el gobierno”, “los terroristas
no merecen vivir; hay que matarlos a todos”, “no tienen ningún derecho”,
“son animales”, “no son presos políticos; son vulgares delincuentes”
¡Tantos relatos que corregiría el Padre...! Continuamente las noticias
que se generan en relación con la situación de nuestros países son
leídas según el prisma ideológico del partido al que pertenece o del que
es simpatizante el intérprete de la noticia. Hay que tener particular
atención a la lectura que hacen los políticos de estas noticias e
identificarlos —en la mayoría de los casos con justicia— con el hijo
mayor de la parábola ¿Cómo hemos compartido esas “verdades”? El texto
del Evangelio no nos permite decir cualquier cosa del hermano, no nos
permite hablar de él como si nada tuviésemos que ver con él.
Al perdonar, dejamos de pensar en nosotros mismos y nuestro
perpetrador y el mundo dejan de parecernos un lugar hostil, peligroso,
injusto o ante el que planeamos una venganza
Una cultura del perdón.
No es fácil perdonar ni perdonarse. Todos arrastramos heridas (o al
menos cicatrices) narcisistas que nos dificultan perdonar a los demás o
perdonarnos. En algún momento todos hemos guardado rencor a alguien por
algo que nos ha hecho. Quizá un familiar, un amigo, un conocido o
nuestra pareja nos hicieron sentir mal en un momento dado y nos ha
costado cielo y tierra perdonar. Pero a esa labor de perdonar hay que
sumarle un trabajo extra: olvidar. Según Ana de la Mata,
psicóloga del centro psicológico Cepsim, dejamos de experimentar
rabia, miedo, tristeza, culpa o vergüenza hacia nosotros mismos o hacia
otras personas cuando perdonamos. «Aspiramos a transformar ese
sufrimiento y después experimentamos compasión, que hará que
podamos plantearnos una realidad de mayor complejidad», dice.
La
experta cuenta que, al perdonar, dejamos de pensar en nosotros mismos y
nuestro perpetrador y el mundo dejan de parecernos un lugar hostil,
peligroso, injusto o ante el que planeamos una venganza: «Al perdonar deja de haber buenos y malos
y damos paso a una realidad llena no sólo de matices de grises, sino de
colores y de posibilidades». Todo esto implica dejar de llevar a
cabo acciones que buscan la venganza para castigar; dejaremos de
protestar reivindicando lo que no tuvimos o no fue y nos redirigimos
hacia todas esas posibilidades que se han abierto conectando con estados
psicológicos positivos.
El rencor:
Perdonar es un proceso que lleva tiempo, pero no hacerlo tiene
consecuencias, sobre todo para el bienestar de uno mismo. En palabras de
la psicóloga Ana de la Mata, significa que «mantenemos la herida
abierta y el dolor que la acompaña, y querrá decir que nos hemos quedado
anclados a dichas experiencias». «Es habitual que relacionemos perdón
con reconciliación. Una reconciliación es un proceso interpersonal que
implica reestablecer o reparar una relación en la que el agraviado
reconstruye la confianza perdida y el perpetrador reconoce los errores
cometidos y toma medidas para corregir o enmendar el daño causado»,
explica. Sin embargo, dice, perdonar es un proceso individual que tiene
que ver con disminuir el resentimiento que uno siente sin la necesidad
de la participación del perpetrador: «El perdón requiere de un
esfuerzo por ver con benevolencia y amor a quién nos agravió y a aceptar
las partes de nosotros mismos que algún momento rechazamos», indica Ana
de la Mata.
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[1] Erns Bloch (1885-1977) y El principio esperanza
es el meollo de su pensamiento. Pedro Laín Entralgo la llama “la
catedral laica de la esperanza“, aunque ‘demasiado laica y enlutada’.
Muestra a un ser humano consciente del mal que rodea esta existencia
pero profundamente esperanzado. A diferencia del dramatismo de Heidegger
para quien el hombre es un ser para la muerte y lleno de angustia,
Bloch dice que “lo importante es aprender a esperar“. Se niega a
resignarse en la negatividad. Sueña con un mundo digno donde vivir,
cálido, que sea nuestro verdadero hogar y donde incluso nunca más haya
hambre. Para ello propone que se ayude al hombre a que muestre lo mejor
de sí mismo. Sin embargo Bloch no se engaña. Comprende que aunque las
necesidades básicas del hombre quedaran cubiertas, aunque ciertos males
se pudieran erradicar, todavía quedaría la muerte como fin absurdo del
hombre. Y es que él la conoció bien de cerca: su primera mujer había
muerto con sólo veinticuatro años. Por eso llama a la muerte el “hacha
de la nada“. Bloch dice que “por dignidad personal me niego a que el
hombre acabe igual que el ganado“, que “la desesperanza es en sí, tanto
en sentido temporal como objetivo, lo insostenible, lo insoportable en
todos los sentidos”, o que “no me resigno a que la última melodía que
escuche sean las paletadas de tierra que alguien arroje sobre mis
despojos”. Busca desesperadamente un modo de eludir la muerte sin contar
con el hecho religioso pues él es ateo, aunque había dicho que “donde
hay esperanza, hay religión“, que lo importante es leer la Biblia con
los ojos del Manifiesto comunista, o que Jesús de Nazaret era “un hombre
que obra aquí como un hombre bueno, algo que todavía no había
sucedido”. La solución entonces no puede venir de arriba, del cielo. Hay
que encontrar aquí mismo en la tierra una forma de afirmar la vida
frente a la muerte. Y él la encuentra a su manera: la sonrisa de un
niño, la alegría de ayudar a un necesitado, las artes, la música, la
entrada de un buque en un puerto, incluso toda la herencia de esperanza
contenida en las religiones. Bloch sabe que estas experiencias no
garantizan que perduremos más allá de la muerte, pero por lo menos le
dan al asunto una gran fuerza esperanzada. Quiere arrancar a la vida lo
mejor de sí misma. Por dignidad personal quiere mantenerse erguido.
Encontramos aquí a un ser humano que prescinde de la religión, pero que
hace todo el esfuerzo del mundo por dar sentido a su vida porque
vislumbra mil y un destellos vivenciales que no hacen más que alumbrar
esperanza. Incluso poco antes de morir, en su lecho de muerte, se le
pregunta cómo iba a encarar ese reto. Su respuesta llena de vigor fue:
“la muerte, todavía me queda esa experiencia“. Nada de temor, entonces.
La muerte era sólo una “experiencia” más. Bloch muere finalmente a la
edad de noventa y dos años, pero sin dejar de intuir luz al final del
túnel. Se podrá estar o no de acuerdo con su posición existencial, pero
sin duda su legado lleno de dignidad nos llena de admiración e invita
seriamente a la reflexión.
1 Muchas de estas ideas se desarrollan en mi libro Quiénes somos nosotros. Antropología filosófica. Bubok, 2019. https://www.bubok.es/libros/172874/QUIENES-SOMOS-NOSOTROS-Antropologia-filosofica