El comercio internacional como arma de guerra
Nueva Tribuna
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La relación entre el comercio y la guerra es bien conocida. No hace falta ser experto en historia de la humanidad para saber que, quizá junto a las motivaciones religiosas, los conflictos por la distribución de la riqueza y la búsqueda de ventajas comerciales han sido las principales causas de enfrentamientos bélicos entre los grupos de población y las naciones.
En esta nota, sin embargo, no me referiré a la relación tradicional entre ambas, sino al uso del comercio como un arma de guerra. En concreto, a través de las sanciones económicas y mediante las normas tan injustas que gobiernan el comercio internacional.
Un «remedio terrible»
Las sanciones se consideran una herramienta de política internacional orientada a conseguir que un Estado se comporte de una determinada forma o deje de actuar como lo venga haciendo. Pueden ir desde el no reconocimiento diplomático hasta el boicot en cualquier tipo de actividad, pasando por la confiscación de propiedades de personas del país sancionado. Y las específicamente económicas consisten en cualquier tipo de medida que limite el comercio, los flujos financieros o el movimiento de personas del país o con el país al que se quiere sancionar.
En principio, cabe pensar que la utilización de este tipo de medidas comerciales o financieras para castigar o tratar de corregir el comportamiento de otros Estados es muy eficaz e incluso definitiva. Así lo creía el presidente de Estados Unidos Woodrow Wilson, quien afirmó en 1919: «Aplique este remedio económico, pacífico, silencioso y mortal y no habrá necesidad de la fuerza. Es un remedio terrible. No cuesta una vida fuera de la nación boicoteada, pero ejerce presión sobre esa nación».
La eficacia de las sanciones es bastante limitada a la hora de alcanzar el objetivo pretendido
La realidad ha demostrado que no es exactamente así. Los estudios que se han realizado sobre la aplicación de sanciones muestran que su eficacia es bastante limitada a la hora de alcanzar el objetivo pretendido, mientras que produce efectos perversos muy peligrosos.
Efectos colaterales
Un estudio del Peterson Institute for International Economics mostró que sólo un 13% de los casos de sanciones impuestas unilateralmente por Estados Unidos desde 1970 a 1997 lograron sus objetivos de política exterior y que sólo el 35% de las impuestas desde la Primera Guerra Mundial tuvieron «al menos un éxito parcial».
Esa ineficacia contrasta con otros daños que, en principio, deberían ser no deseados. Por un lado, la población civil es quien principalmente sufre las consecuencias de las sanciones en forma de hambrunas, enfermedades o colapso social. Por otro, las sanciones no sólo hacen daño a los países sancionados sino a quienes las imponen, tal y como el Instituto antes citado ha demostrado en el caso de Estados Unidos, o como se está comprobando que ha ocurrido en Europa tras la aplicación de sanciones a Rusia en los últimos años.
Privilegio imperial
Hoy día, se calcula que más de un tercio de la población mundial vive bajo los efectos de sanciones económicas
Hoy día, se calcula que más de un tercio de la población mundial vive bajo los efectos de sanciones económicas que, además, son cada vez más numerosas. Mientras que en el período 1950-2019 se registraron 1101 casos, sólo entre 2019 y 2022 hubo 217 nuevos.
Además de por su gran aumento reciente, la imposición de sanciones económicas se caracteriza porque la inmensa mayoría proviene de tres grandes centros de poder: Estados Unidos (entre el 40 y el 50 por ciento de todas ellas, Unión Europea (entre el 25 y el 30 por ciento) y Reino Unido (entre el 5 y el 10 por cierto). Las que ha impuesto China no llegan al 5 por ciento del total.
El carácter unilateral de la inmensa mayoría de las sanciones económicas y esa extraordinaria concentración en los países que las imponen muestran que son, en realidad, un instrumento de guerra no declarada que utilizan las grandes potencias del mundo capitalista. Un instrumento en la mayoría de las ocasiones contrario a las leyes internacionales y al derecho humanitario. Por ejemplo, cuando provocan deliberadamente hambre o enfermedad en la población civil, al ser aplicadas incluso en medio de una pandemia; o, sobre todo, cuando responden tan sólo a intereses o problemas no reconocidos como tales por organismos multilaterales de decisión.
Reglas de doble moral
El uso del comercio como arma de guerra no acaba con las sanciones. Hay otra forma de hacer la guerra mediante el comercio del que no se habla como tal y que, sin embargo, quizá ha provocado tantas o más muertes y destrozo de naciones que las intervenciones militares.
Mientras que Estados Unidos y las demás potencias reclaman e imponen a las demás la práctica del libre cambio, prohibiendo que protejan sus intereses comerciales nacionales, ellas recurren a todo tipo de medidas proteccionistas. Sólo desde 2008 hasta el presente, los registros internacionales han contabilizado más de 58.000 en todo el mundo y es muy fácil comprobar que no las aplican los países empobrecidos y con más necesidad de protección, sino los más ricos. Las de Estados Unidos han representado entre un 30 y un 50 por ciento del total y las de China entre el 20 y el 40 por ciento, según diversas estimaciones y periodos de tiempo.
Justicia y paz frente a la asimetría y los privilegios
El comercio internacional está regido desde hace décadas por los dos principios de comportamiento más injustos que puedan existir: tratar igual a los desiguales y permitir que los más fuertes desacaten la norma cuando les conviene.
Las reglas librecambistas de la Organización Mundial del Comercio se imponen sobre todo tipo de países, a pesar de que la desigual potencia y situación de cada uno debería requerir medidas bien diferentes. Y, como acabo de señalar, los más poderosos se las pueden saltar cuando les conviene estableciendo aranceles o subsidios que están vedados a los más débiles y empobrecidos.
El comercio internacional puede ser un factor decisivo de progreso, pero no de cualquier forma
Es cierto que esto último lo hacen países como China, India o Rusia, pero estos no son quienes se dedican a proclamar las virtudes del libre comercio, como tampoco son las potencias que, incumpliendo la norma, castigan a los países más pobres que tratan de protegerse, como hacen Estados Unidos y la Unión Europea, principalmente.
El comercio internacional puede ser un factor decisivo de progreso, pero no de cualquier forma. Hay que exigir a las grandes potencias que renuncien a sus ansias de dominio imperial y entiendan que el bienestar y la libertad han de ser bienes comunes e incompatibles con el privilegio y la desigualdad. Y esa aspiración irrenunciable está estrechamente vinculada a renunciar a practicar el comercio como un arma de guerra.
Son imprescindibles acuerdos internacionales que garanticen el equilibrio, la asimetría, la satisfacción de las necesidades humanas en todos los rincones del planeta y la paz entendida como diálogo y negociación permanentes.
El Gran Wyoming: un pontífice laico del humor y la sátira para quien se pide cárcel por parodiar al espíritu rancio
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¿Demandó en alguna ocasión un club militar a Gila por mofarse al teléfono de la guerra? Podrían haberse visto zaheridos en su pundonor, pero seguramente hasta les hacía tanta gracia como al resto de sus conciudadanos. La clase política podría haber demandado al guiñol de Canal Plus por su implacable sátira en todas direcciones, pero a nadie se le ocurrió nada semejante. Igual que hay licencias retóricas argumentativas o literarias, el humor también tiene su propia cancha de juego, cuyo arbitraje lo ejerce su audiencia. Lo zafio y chabacano se paga caro al perder televidentes, mientras que la sutileza y el ingenio se ven recompensados en esos mismos términos.
En un país que no es teocrático, sino aconfesional, donde conviven pacíficamente diversos credos religiosos e incluso quienes no profesan fe alguna y hasta han apostatado para no figurar en los censos del catolicismo, resulta pintoresco que una Asociación de Abogados Católicos demande a un humorista. Con ello anteponen sus creencias religiosas a su formación jurídica, que debería hacerles respetar otras cosmovisiones tanto como la suya propia, en lugar de utilizar el derecho como arma ofensiva contra quienes no comulgan literalmente con su credo.
El código penal no puede amparar sentimientos de ofensa vinculados con dogmas teológico-religiosos
El derecho canónico solo sirve para sus feligreses, y el código penal no puede amparar sentimientos de ofensa vinculados con dogmas teológico-religiosos. Lo sagrado es tal para quien decide creerlo así, pero no lo es para la sociedad civil. La parodia del Inter-medio sobre un Aznar divinizado por sus partidarios puede hacer más o menos gracia, pero en modo alguno debería ser susceptible de un hipotético ingreso carcelario.
Es curioso que a los demandantes no les indigne la instrumentalización de las víctimas del terrorismo etarra, cuyas fotos exhiben algunos dirigentes políticos entre ofensivas risotadas. A los familiares de las víctimas esto último no les ha hecho ninguna gracia y así lo han manifestado al margen de su adscripción política. Esto sí supone un auténtico sacrilegio civil, porque hay cosas muy sagradas aunque no las bendiga ninguna religión.
En definitiva, quisiera decir que “Yo soy El Gran Wyoming”, al modo en que se dijo “je suis Charlie”, porque las persecuciones por motivos religiosos deberían ser cosas del pasado. Es irritante que convenga releer el “Tratado sobre la tolerancia” de Voltaire y en general a la mayoría de quienes protagonizaron el movimiento ilustrado.
Sin crítica no puede haber pensamiento libre y cuando se ponen andaderas al propio discernimiento, la democracia hace mutis por el foro. Bastantes circos insufribles nos proporcionan quienes comandan las instituciones, donde se profieren sandeces tan hirientes como la de resucitar a ETA en beneficio propio, como para ofenderse por una sátira ingeniosa contra el espíritu rancio.
La demanda en cuestión debería tener un efecto boomerang y no salirles gratis
La demanda en cuestión debería tener un efecto boomerang y no salirles gratis. Quizá se les debería expulsar del Colegio de Abogados y transferir al Vaticano. Entretanto van a tener mucho trabajo con las célebres chirigotas gaditanas y los atuendos monásticos que proliferan en cualquier carnaval.
Como dijo Rousseau (deísta confeso por cierto) en su correspondencia con Voltaire, a mí también “me gustaría que en cada Estado hubiera un código moral, o una especie de profesión de fe civil, que contuviera positivamente las máximas sociales que cada cual estaría obligado a admitir, y negativamente las máximas fanáticas que estaría obligado a rechazar, no como impías, sino como sediciosas. Así, toda religión que fuera compatible con el código sería admisible, la que no lo fuera quedaría proscrita y cada cual sería libre de no tener otra que el propio código”.
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