El sí de las chicas
Choca el revuelo porque no sé qué amenaza ven los hombres en que la
voluntad de las mujeres que tienen encuentros sexuales con ellos sea
clara, es decir, que no ofrezca duda

El sí. El sí es sí. El
sí de las chicas siempre ha sido moldeado y moldeable. El sí de las
chicas se pronunciaba por boca de otros, se transmutaba, se convertía en
moneda de cambio del honor, de la costumbre, del bienestar de los
demás, del orgullo de la familia, de la posición. De cualquier cosa que
se considerara importante, porque el no de las chicas era una
revolución. Ya Moratín se vio denunciado a la Inquisición cuando se le
ocurrió cuestionar un problema que era cotidiano, como era el obligar a
las jóvenes a casarse según el deseo de la familia aún contra toda
razón. El reformista ilustrado que había en él fue considerado casi un
delincuente social por ello. Estos mismos días se representa en Madrid Lucía de Lammermoor,
otro sí forzado que acaba en muerte porque la vida de las mujeres
quedaba sin sentido si pretendían imponer siquiera su elección y menos
su felicidad.
El sí de las mujeres que aún hoy vuelve a crear zozobra y recelo. La
sola expresión de la voluntad de reforzar la necesidad de ese
consentimiento libre de la mujer, ese derecho de ser humano, produce
escozores, malestares y una avalancha de razonamientos que se presentan
como exclusivamente técnicos, racionales y, por tanto, inapelables. Como
si de esa forma se pudiera volver a poner el corcho de ese poder
femenino que ha estallado y burbujea en una sociedad a la que todavía le
cuesta comprenderlo. Esa es la idiosincrasia de una estructura, la que
define el conjunto de relaciones que mantiene en pie a un todo y que lo
hace de forma interna, oculta o no visible; y una estructura es el
patriarcado. Ha bastado que Carmen Calvo dijera que quiere establecer
unas reformas para que "los tipos penales no se pongan en riesgo a
través de la interpretación de los jueces" para que hayamos visto
titulares acusándola de decir "barbaridades, según los juristas". Quiero
recordar que ella también lo es, doctora en Derecho Constitucional para
más señas. Y hay que decirlo porque estamos pasando de que nos digan
que de estas cosas solo pueden opinar los juristas a que nos impongan
que solo pueden hacerlo algunos juristas o los que algunos determinen.
Si la vicepresidenta del Gobierno está planteando que los tipos penales sean más cerrados,
se redacten de una forma más precisa y den menos lugar a las
interpretaciones extemporáneas o ideológicas de los jueces, a lo mejor
solo está poniendo en valor la necesidad de mejorar la técnica
legislativa española, que deja mucho que desear. Nada que ver con
retirar ninguna de sus atribuciones a los jueces, puesto que en cada
caso ellos tendrán que valorar la prueba y decidir su encaje en el tipo.
En realidad hay muchas propuestas muy interesantes sobre las reformas
que se podrían hacer para mejorar la protección de las víctimas en los
delitos sexuales. Algunas, recogidas por ejemplo por la asociación de
juristas Themis, son de cajón y no tienen gran discusión. Ellas proponen
un solo delito de violación con circunstancias agravantes y atenuantes y
el retorno a la consideración de violación para cualquier penetración,
de cualquier tipo, sea con violencia, intimidación, prevalimiento, edad o
sin importar si la persona está inconsciente o sin voluntad. Los demás
supuestos sin penetración pasarían a ser abusos sexuales. Proponen que
siempre sea un agravante que el violador haya colocado a la víctima en
situación de inconsciencia y que el acceso carnal, con miembros u
objetos, a un/a menor de 12 años sea considerado siempre violación sin
que haya que acreditar la edad biológica. No sé qué problema hay en que
se revisen estas cuestiones y otras de puro sentido común, al menos
femenino.
El gran problema, la gran revuelta, ha
llegado por la cuestión del consentimiento expreso o explícito, o sea,
CLARO. A mí ya me choca el revuelo porque no sé qué amenaza ven los
hombres en que la voluntad de las mujeres que tienen encuentros sexuales
con ellos sea clara, es decir, que no ofrezca duda. Me resisto a creer
que la mayoría de ellos haya tenido muchas ocasiones en las que esto no
haya sido así. La inmensa mayoría de los adultos no ha tenido un solo
problema con esta cuestión en la vida. ¿A qué ese temor? ¿Qué es lo que
les hace torcer el morro cuando oyen hablar del peso del consentimiento
de la mujer? Aunque no lo expresen así, están temiendo la palabra del
otro, están temiendo la fuerza que pudiera tener, y están considerando
que las mujeres podrían usar esa fuerza de forma espuria contra ellos.
Eso es lo que creo que temen. No me parece que sea justo que esto
sucediera. Pero sí me congratulo un poco de que ya que muchos no son
capaces de empatizar con los siglos de ese miedo femenino a no ser
creídas, a que nuestra palabra no solo se cuestionara sino que nos
estigmatizara para siempre, vean ahora lo cruda que puede ser la idea de
que toda la estructura social se construya para que tu versión sea la
menos creíble. Eso es lo que muchos temen, juristas y no juristas, que
la palabra del hombre en estos casos pase a ser una palabra de segunda.
Yo no lo deseo y veo la dificultad de poner en aprietos al derecho
básico a la presunción de inocencia pero, insisto, sí me alegro de que
se pongan por un momento en el papel que lleva siendo el de las mujeres
desde el principio de los tiempos.
En todo caso,
propongo que no se pongan los paños calientes antes de haber leído el
texto de la reforma que se proponga. Cuando lo tengamos delante podremos
ver su alcance y si de verdad fricciona o no con principios
fundamentales del Estado de Derecho.
Más bien creo
que se debería reflexionar sobre los nuevos retos a los que nos
enfrentamos y considerar que sí hay que darles una salida. Los casos que
están produciendo más problemas -no sólo el de 'la manada'- tienen que
ver con prácticas sexuales en grupo, con solo una mujer, y en lo que
podríamos denominar prácticas duras. Entre adultos consintientes todo
vale. Por eso, el tema del consentimiento es medular. Hay que fijarse en
que todo está inventado. Los practicantes de BDSM hace mucho tiempo que
consensúan de forma clara qué es lo que está permitido y lo que no
antes de empezar cualquier sesión. Eligen una palabra de seguridad que
el sumiso puede utilizar en todo momento, que significa que el
consentimiento se ha roto y en ese instante todo debe cesar. Ya ven. No
creo que este respeto, en prácticas tan duras, haya supuesto ni merma de
su placer ni de su libertad. Quizá no sea tan difícil pedir
consentimiento expreso para cierto tipo de sexo y quizá no sea tan
descabellado establecer una palabra de seguridad para tener la certeza
de que aún cuando haya consentimiento inicial se tiene claro cuándo este
declina.
A nuevos retos, a nuevas demandas sociales,
los poderes públicos y los legisladores solo pueden intentar buscar las
reformas más adecuadas. Ya sabemos que la sociedad va siempre por
delante de las leyes y, cada vez creo percibir más, que por delante de
quienes las aplican
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