El Valle no se toca
Segundo capítulo de 'Buscando a Franco': lee
aquí el primer capítulo de la novela por entregas escrita por Isaac
Rosa e ilustrada por Manel Fontdevila que eldiario.es publica
diariamente este verano
Resumen de lo publicado: Carmela, joven periodista en prácticas, huye en coche llevando en el maletero el cadáver de Franco. ¿Cómo ha acabado ahí? Todo empezó dos semanas antes, cuando fue enviada al Valle de los Caídos.
Resumen de lo publicado: Carmela, joven periodista en prácticas, huye en coche llevando en el maletero el cadáver de Franco. ¿Cómo ha acabado ahí? Todo empezó dos semanas antes, cuando fue enviada al Valle de los Caídos.

Llevaba apenas un mes de
prácticas veraniegas cuando Eduardo, el director del periódico, me dio
“la oportunidad de mi vida”: ser la primera periodista que presenciase
el desenterramiento de Franco en el Valle de los Caídos. Hacer una foto
del cadáver embalsamado cuando levantasen la tapa para comprobar su
estado antes de sacarlo. De llevármelo en el maletero no dijo nada, lo
reconozco.
Hasta entonces mi trabajo en el periódico había consistido en colocar
anzuelos en los titulares, tal como me había instruido el propio
Eduardo. Cogía una noticia de agencia, y le ponía un titular
irresistible para las redes sociales, y así multiplicaba los clics. De
camino al Valle en el Cercanías iba pensando qué titulares me tocaría
escribir en los siguientes días: “12 cosas que no sabías sobre Franco,
¡la décima te sorprenderá!”. “Ocho frases que nunca debes pronunciar en
una concentración franquista”. “Abrieron la tumba de Franco, y no te
imaginas lo que pasó después”.
También iba leyendo en el móvil noticias de los últimos
días, para enterarme de qué iba toda aquella movida. El presidente
Sánchez acababa de anunciar que sacarían a Franco de su tumba muy
pronto. Y después de unos días discutiendo si sería inmediato o tardaría
unos meses, entre problemas legales y el rechazo de la familia, parecía
que esta vez sí, la exhumación era cuestión de días. Eso decía Eduardo,
que presumía de fuentes en el gobierno. Las mismas fuentes que debían
de tener todos los que iban en el Cercanías aquella mañana. Los vagones
estaban atestados de mujeres y hombres cubiertos con todo lo rojigualda
que encontraron: banderas, gorras, pulseras, abanicos, paraguas, fundas
de móvil, corbatas, tirantes.
Iban muy excitados, no callaron en todo el viaje:
–¡El Valle no se toca!
–¡El Valle no se rinde!
–¡Del Valle no nos moverán!
Me senté frente a un señor disfrazado ¡de caballero templario! Lo juro:
con túnica y capa blanca, solo le faltaba la espada. Y su esposa, de
mantilla y que manoseaba un rosario. Rojigualda, por supuesto. La mujer
me miró y sonrió:
–Qué
bien, hija, tan jovencita y ya tan patriota –dijo señalando la pulsera
que Eduardo me había dado “para pasar desapercibida”-. ¿Cómo te llamas,
bonita?
–Carmela.
–Ah, Carmen, como yo.
–No, Carmen no. Carmela.
–Pues eso, Carmen.
–Carmela,
como la canción –y tarareé, imprudente-: Ay, Carmela, ay, Carmela…
Rúmbala, rúmbala… Me la cantaba mi bisabuela cuando era pequeña.
Se hizo a mi alrededor un silencio que entonces no entendí, aunque
ahora ya sé que podía haberme costado que me arrojasen del tren en
marcha.
Al llegar a la estación del Escorial, seguí a
la multitud en su camino al Valle, caminando por la carretera como en
una romería. Se me puso al lado un joven de mi edad. Camiseta con
calavera, gafas de sol y los brazos llenos de tatuajes.
–¿Tú también vas a acampar? –me preguntó-. Va a ser nuestro 15-M. Pero sin guarros, ja, ja.
Me fijé que en el antebrazo llevaba una esvástica. Yo no había
estudiado la Guerra Civil, vale, pero pelis de nazis he visto unas
cuantas. Simulé que estaba buscando a alguien y me retrasé en la fila.
La carretera estaba atascada de coches, todos ondeando banderas con el
águila. Me adelantó un grupo de ancianos vestidos de azul y boina roja,
marcaban el paso como en un desfile y cantaban alegres:
“Montañas nevadas,
banderas al viento,
el alma tranquila…”
A mis padres les había dicho que me iba de acampada, sí, pero a Gredos
con unas amigas. Si les digo que voy a una concentración franquista les
da algo. Votantes del PSOE de toda la vida, aunque pasan mucho de
política, ya digo que no me habían hablado nunca de Franco y la guerra.
Pero no estarían muy tranquilos de saberme allí.
–Sacar
a Franco es solo el primer paso –gruñó un anciano que llevaba un cartel
con la cara de Franco y de otro personaje que entonces no reconocí:
Primo de Rivera-. “Sacan a Franco, y después vuelan el Valle. Como los
talibanes con los cristos aquellos que destruyeron”.
–No eran cristos, sino budas –le corrigió otro-.
–Pues aquí son cristos, que estamos en España. Lo que le molesta a los sociatas es la cruz. No soportan verla.
Ahí estaba, al girar una curva: la cruz. Había visto fotos en Internet
antes de venir. Había leído que era casi tan alta como el Pirulí de
Madrid, y que en el interior de sus brazos se podían cruzar dos coches
en marcha. Pero al verla ahora, con el atardecer, me pareció un molino
de esos eólicos, pero en chungo.
–Es hermosa, ¿verdad, jovencita? –me dijo un señor con camisa azul. Recitó unos versos de memoria:
“Y aquí, sobre el silencio de los muertos,
los brazos de la cruz están abiertos
como clamando al cielo por España”
–Es… Es… muy grande –dije, todo lo que se me ocurrió.
–El
Caudillo en persona eligió el emplazamiento para que se viese desde
Madrid y al verla nunca olvidásemos el alto precio de la Cruzada.
Levantarla fue un prodigio de ingeniería.
–He leído que la construyeron… esclavos –dije, madre mía qué ingenua era yo ese día.
–¡Cómo
os han lavado el cerebro a los jóvenes! –protestó el hombre, y me tomó
del brazo para andar a mi lado-. El Caudillo ofreció a los presos rojos
redimir sus penas levantando este lugar, pese a estar condenados por
asesinatos horribles. Se les trató muy bien, estaban mejor alimentados
que mi padre, y cobraban un sueldo. Todo eso de los esclavos es
revanchismo de pseudo historiadores comunistas, ni caso.
A la entrada del Valle, entre los bocinazos de los coches atascados, se
oían gritos de “Franco, Franco, Franco”, “España, una; España, grande;
España, libre” y vivas a Franco y a España. Los primeros de la fila se
detuvieron, se pusieron firmes y levantaron el brazo, en plan saludo
romano, y toda la fila fue subiendo el brazo como si hicieran la ola. Me
quedé yo sola sin levantarlo, hasta que un señor a mi lado me dio un
codazo de aviso, y para no llamar la atención subí el brazo también. Se
hizo el silencio, nos quedamos un rato allí, bajo el sol, brazo en alto,
como una competición a ver quién aguantaba más, o a ver quién se
atrevía a bajarlo primero. A mí ya me dolía.

Cuando por fin lo bajaron y reanudaron la marcha, se me
acercó una mujer que llevaba un micrófono e iba acompañada por un cámara
de televisión:
–Hola, ¿podemos hacerte unas preguntas?
–No, yo… No soy de estos… Soy periodista, como tú.
–Ah, perdona –rió-. Ya te veía poca pinta de facha. Estarás espantada, pobre.
–Dan un poco de risa, ¿no? –dije yo.
–¿Risa?
Ese es el problema: que nos reímos al verlos. Y no tienen ni puta
gracia. Siempre pasa igual, vienen con sus banderitas, sus canciones y
sus disfraces, los sacamos en la tele y nos reímos, “ja, ja, mira esos
fachas, qué ridículos”. Pero no te engañes: son ellos los que llevan
cuarenta años riéndose de nosotros, con su parque temático fascista, su
tumba con honores, su impunidad y sus patrimonios intactos. Y además nos
distraen sacando a pasear a estos fantoches, para que pensemos que son
cuatro pirados y no veamos lo mucho que todavía queda de franquismo en
España.
–Perdona, no quería…
–No
pasa nada. Todos hacemos lo mismo. Yo solo dejo que la cámara grabe y
les acerco el micrófono, y lo que sale es una caricatura, soy la primera
que me río y comparto los memes. Pero si viésemos una concentración de
nazis en Berlín disfrazados de SS, con carteles de Hitler y brazo en
alto, no nos reiríamos tanto, ¿verdad? Pues estos son nuestros nazis.
¿Tú sabes a cuánta gente fusilaron? ¿Cuántos pasaron por la cárcel,
cuántos se exiliaron, cuántos torturados?
No. Yo no
tenía ni idea. Y en ese momento pensé que aquella mujer era una
exaltada. ¿Comparar a Franco con Hitler? Un poco exagerado, me dije.
La periodista se alejó para entrevistar a un templario. Este, además de
la túnica y la capa, sujetaba un casco de caballero en el brazo. Debía
de tener más de ochenta años y una gran barriga que le levantaba la
túnica. ¿Nuestros nazis? Anda ya, me dije, y me dispuse a entrar en el
Valle, inconsciente de que era la peor decisión que había tomado en mi
vida.
Continuará mañana...
Este verano, eldiario.es publica diariamente la novela por entregas 'Buscando a Franco'. Se trata de una crónica informal de la España actual escrita por Isaac Rosa e ilustrada por Manel Fontdevila.Lee aquí el primer capítulo: Un caudillo en el maletero
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