Para el ministro, el Tribunal alemán no motiva jurídicamente su decisión, sino que la hace descansar en un “juicio de valor”
Una de dos: o el señor Borrell no ha leído la decisión en su integridad o la ha leído pero no la ha entendido
Una de dos: o el señor Borrell no ha leído la decisión en su integridad o la ha leído pero no la ha entendido

En una entrevista
publicada ayer domingo en El País, el ministro de Asuntos Exteriores,
Josep Borrell, respondía a la pregunta acerca de su opinión sobre la
decisión adoptada por el Tribunal Superior de Schleswig-Holstein
respecto de la euroorden cursada en su día por el Juez Pablo Llarena,
que por supuesto que acataba la decisión, pero reivindicaba al mismo
tiempo su derecho a decir que no estaba de acuerdo con ella y a expresar
su crítica.
Obviamente no hay nada que objetar a dicha respuesta. Las resoluciones
judiciales en cuanto actos de un poder del Estado pueden y deben ser
criticadas. Todas. Sean del país que sean.
Ahora bien, la crítica tiene que ser una crítica que
atienda a lo que la decisión judicial dice, sin leerla de manera
fragmentada y parcial. La crítica tiene que ser honesta, sin desvirtuar
la fundamentación jurídica en la que descansa la decisión.
Esto ese lo que, en mi opinión, el señor Borrell no hace. Para el
ministro, el tribunal alemán no motiva jurídicamente su decisión, sino
que la hace descansar en un “juicio de valor”. Reconoce que hubo
violencia, pero no la violencia necesaria para que la conducta de Carles
Puigdemont pudiera ser calificada como constitutiva del delito de
rebelión. Esa es la argumentación del tribunal, según el ministro.
Una de dos: o el señor Borrell no ha leído la decisión en su integridad
o la ha leído, pero no la ha entendido. El argumento central del
tribunal alemán es el de que la calificación que hace el Juez Instructor
del delito de rebelión en sus autos, confirmados por el Tribunal
Supremo, es radicalmente incompatible con la democracia como forma
política. En la actuación del juez instructor y de la Sala de
Apelaciones hay un atentado contra la democracia tal como es entendida
esta forma política en el “espacio jurídico común de la Unión Europea”.
No se trata de un poquito más o un poquito menos de violencia, sino de
que la calificación del delito de rebelión por el juez instructor y la
Sala de Apelaciones del Tribunal Supremo imposibilita el ejercicio de
derechos fundamentales, como los derechos de reunión y manifestación,
sin los cuales no es reconocible la democracia en la Europa del siglo
XXI. Esta es la razón de fondo en la que, desde el primer momento el
Tribunal Superior de Schleswig-Holstein fundamentó la decisión de no
atender la euroorden en los términos en que había sido formulada. Por
eso no tuvo la más mínima duda en rechazarla inmediatamente después de
recibirla. No es un argumento de tipo procesal, sino sustantivo. No se
puede dar luz verde a un atentado a la democracia. Y eso es lo que salta
a la vista de manera inmediata con la lectura de los autos del juez
Llarrena.
La actuación tanto de la Audiencia Nacional
como del Tribunal Supremo en la persecución penal del nacionalismo
catalán está siendo disparatada, constitucionalmente disparatada, con
múltiples vulneraciones de derechos fundamentales, a los que ya he hecho
referencia en artículos anteriores: el derecho al juez ordinario
predeterminado por la ley, el derecho a la doble instancia, el derecho
de sufragio activo y pasivo en el proceso de investidura del president
de la Generalitat, el derecho a la legalidad penal, el derecho a la
libertad personal, ya que hay varios políticos nacionalistas que están
en prisión por un delito imaginario y, además, por la decisión de un
juez que no debía estar entendiendo de su conducta. Constitucionalmente
es terrible lo que se está haciendo.
Con su decisión
de esta pasada semana, el Tribunal Superior de Schleswig-Holstein le ha
hecho un favor a la democracia española en general y al Tribunal Supremo
en particular. Si no le hubiera impedido juzgar a Carles Puigdemont y,
como consecuencia de ello, a todos los demás querellados, por el delito
de rebelión, la sentencia final de la justicia europea sería demoledora
para el prestigio de la justicia española. Gracias al Tribunal alemán el
Tribunal Supremo se va a librar de hacer el ridículo urbi et orbi.
Hay que reflexionar antes de hablar de lo que no se sabe. Obviamente,
el señor Borrell tiene derecho a decir lo que le parezca oportuno. El
derecho al disparate es uno de los derechos fundamentales. Pero el
disparate no deja de ser disparate porque se tenga derecho a decirlo. Y
un ministro de Asuntos Exteriores debe procurar no decir disparates y
menos en un asunto tan delicado como este.
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Por supuesto que vivimos en un estado del disparate. Es más evidente a cada momento que pasa. Pero, ¿cómo van a entender estos razonamientos de cajón institucional y jurídico que se fundamentan en una base tan lógica, como ética y democrática, quienes están de acuerdo, y ven como cosa normal desde hace cuarenta años, que la Justicia sea rehén del poder político, que el Tribunal Supremo - lleno de "queridas Conchas" y galápagos transformers--,esté sometido al interés ideológico de los partidos que llegan al poder (¿ya se han olvidado del mejunje de las falsas acusaciones al Psoe por el incendio de Guadalajara, en el que nurieron 11 personas, querellas promovidas por 'querida Concha', acusaciones sin fundamento que se quedaron en agua de borrajas porque las pruebas dieron con la verdad: lo provocó una barbacoa y no Zapatero? y el falso merengue costó un ojo de la cara en investigaciones sin fuste, trámites y molestias inútiles y de lo que hasta ahora nadie ha pedido cuentas a los queridos Conchos de Génova 13 y señorías adjuntas al merder, por semejante manipulación?) y para colmo otro marrón incontestable con que el fundamento represivo del Tribunal de Orden Público del fanquismo se haya perpetuado en la Audiencia Nacional (nacional, claro, nunca 'republicana'-roja, of course!)
Con semejantes antecedentes en vigor, imaginar o suponer que esa cuadrilla de corralón va a entender los dictámenes de una justicia como la europea, o sea, del siglo XXI, pertenece al reino de Alice in Wonderland. Donde al parecer nuestro querido y brillante ministro de Exteriores, señor Borrell, se ha quedado enganchado entre el conejo loco y la reina del dispparate alucinógeno. Es lo que tiene hacerse una transición en plan selfie y pretender que sea real y no sólo una foto de recuerdo. Si ni se han cambiado las conciencias ni la manera de entender la realidad con la realidad misma, si después de haber consentido en que, en plan Tancredi gattopardista, parezca que todo cambia para que todo siga igual...Ése es el drama de raíz. Que para colmo quienes tienen la responsabilidad de hacer un cambio institucional y constitucional indispensable, estén convencidos de que todo funciona perfectamente y de que pretender esos cambios a vida o muerte demcorática es inadecuado porque ya han llegado al poder los suyos y no hay nada que cambiar, sino seguir lo mismo con distintos disfraces.
De todos modos la batalla de la Historia la han perdido hace tiempo todos aquellos que se aferran a los fiambres podridos y los convierten en causa perdida de antemano. La vida y su realidad les dejan en evidencia cada día con más basura en catarata que les deja en cueros ante los hechos inocultables, que indudablemente, caen sobre ellos con mucho más ímpetu y persistencia que en cualquier otro tiempo pasado. Así queriendo evitar el fin de su mundo, lo potencian y lo aceleran, algo, por cierto, muy de agradecer.
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