Orange is the new blue
Noveno capítulo de 'Buscando a Franco': lee
aquí el anterior capítulo de la novela por entregas escrita por Isaac
Rosa e ilustrada por Manel Fontdevila que eldiario.es publica
diariamente este verano
Resumen de lo publicado: tampoco en el PP han tenido suerte Carmela y José Antonio, que siguen cargando por Madrid el cadáver de Franco en busca de un “verdadero patriota” que se haga cargo de él.
Resumen de lo publicado: tampoco en el PP han tenido suerte Carmela y José Antonio, que siguen cargando por Madrid el cadáver de Franco en busca de un “verdadero patriota” que se haga cargo de él.

“Recorriendo España yo no veo rojos o azules, yo veo españoles; yo no
veo jóvenes o mayores, yo veo españoles; yo no veo trabajadores o
empresarios, yo veo españoles…”
–¿No es maravilloso? –preguntó José Antonio cuando terminó el vídeo que
me había puesto en su teléfono mientras intentábamos otra vez cruzar
Madrid.
–Espera, tienes que oír esto también, pone la carne de gallina.
Y me puso el himno de España cantado por Marta Sánchez.
Aparcamos frente a un edificio de oficinas totalmente pintado de color
naranja y con una gran bandera rojigualda en la fachada. José Antonio
parecía entusiasmado:
–“Yo no veo rojos o azules, yo
veo españoles…” Qué genio. Ese muchacho ha sabido recoger y actualizar
mejor que nadie el pensamiento joseantoniano.
Busqué en Google “joseantoniano”, mientras él seguía:
–Es un patriota. Hoy no hay muchos que defiendan la unidad nacional
como él. Y ni derechas ni izquierdas: españoles. ¡El naranja es el nuevo
azul!
Todo era naranja allí dentro, sí. Carteles,
puertas, bolígrafos, alfombrillas de ratón. En el vestíbulo las paredes
estaban cubiertas con paneles con frases famosas:
“No hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo” (Victor Hugo)
“Si quieres resultados distintos, no hagas siempre lo mismo” (Albert Einstein)
“Tenemos que recuperar la ilusión que nunca debimos perder” (Albert Rivera)
–Hemos venido al lugar indicado –sonrió José Antonio. En la pared
principal del vestíbulo había una gran pantalla con otra frase: “No
llegamos a este mundo a temerle al futuro, llegamos a moldearlo” (Barack
Obama). Al lado, una tablet invitaba al recién llegado a escribir su
propia frase histórica para que apareciese en la pantalla.
–Voy a hacer mi contribución –dijo José Antonio, y aleteó los dedos
como un pianista calentando. Tecleó despacio: “Que todos los pueblos de
España, por diversos que sean, se sientan armonizados en una irrevocable
unidad de destino”
–¿Es de quien estoy pensando? –pregunté.
–Casi.
Y tecléo: “José Antonio Primo de Rivera”.
La frase subió a la pantalla, y ahí quedó.
Nos acercamos a la recepción. José Antonio dejó sobre el mostrador la
cabeza embolsada. Una azafata de traje naranja nos atendió.
–Queremos ver al líder. Tenemos un asunto importante.
–¿Tienen cita?
–Es una urgencia. Déjeme hablar con alguien de su equipo.
–Hoy están todos en el Congreso. Hay sesión.
Y allá que nos fuimos. De camino al Congreso me entretuve leyendo lo que encontré sobre falangismo en Internet:
–En la República, tus admirados falangistas formaban grupos de choque y
defendían la violencia. “La dialéctica de los puños y las pistolas”.
–Lo que hacían era defenderse. El primer muerto fue un falangista: el estudiante Matías Montero.
–En la guerra iban por las casas deteniendo gente y fusilándola a la salida del pueblo.
–No te creas todo lo que leas en Internet. Busca quiénes asesinaron a Primo de Rivera, y verás.
–Rapaban la cabeza a las mujeres y las violaban.
–Las únicas violadas fueron las monjas. Y no fueron los falangistas.
–Durante la Transición daban palizas en las huelgas y manifestaciones.
–Mira, haz algo mejor con el teléfono. Habla con tu jefe. Pregúntale
cuánto va a pagarte por una historia como la que tenemos entre manos.
–No me va a pagar nada, estoy en prácticas.
–Tú pregúntale, pero sin contar mucho. Dile que tienes algo muy grande, lo más grande que va a publicar nunca.
Intercambié un par de mensajes con Eduardo, que me respondió en seguida.
–Dice que treinta euros la pieza.
–¿Treinta euros por palabra?
–No, por artículo. Y eso solo si es una buena historia y se mantiene un día entero entre las diez más leídas.
–¡Eso es una miseria! La venderemos a la prensa extranjera. Es una noticia de dimensión internacional.
–Joder, ¿qué noticia? ¿Dos chiflados con la cabeza de Franco en una
bolsa del Corte Inglés? Nadie va a ayudarnos, acéptalo. Nadie va a
pagarte una recompensa, ni a mí una exclusiva. Da gracias si no acabamos
en la cárcel.
–“La vida es como montar en bicicleta.
Si no quieres caerte tienes que seguir avanzando” –y señaló los leones
del Congreso de los Diputados.
Sobra decir que no nos
dejaron entrar. José Antonio lo intentó por la puerta de autoridades,
por la de coches, la de trabajadores y la de proveedores. Me pidió que
usara mi acreditación de periodista, que obviamente no servía.
Resignados, entramos en una cafetería cercana. Café con porras.
–Es una pena. Me habría gustado enseñarte los agujeros del techo. Las
huellas del 23F. Un día importante en la historia de España.

–Eso sí me lo conozco –dije, recordando lo que nos contaban en clase el día de la Constitución–.
–¿Qué sabes del 23F, jovencita?
–Fue un golpe de Estado. Entraron a tiros. “¡Se sienten, coño!”. Lo
paró el rey, que salió en la tele por la noche. El golpe fracasó.
–Te equivocas, jovencita. El golpe consiguió sus objetivos.
–No es verdad. Se rindieron, los juzgaron, y la democracia siguió.
–¿Cuáles eran según tu profesor los objetivos del golpe?
–Volver a la dictadura, ¿no?
–Nada de eso. Pretendían meter en cintura a la democracia, que se
estaba desmadrando con los etarras, los comunistas y los políticos
chaqueteros. Estábamos en peligro de romper España, los socialistas
querían dejarnos fuera de la OTAN, la calle estaba revuelta, y en vez de
libertad íbamos a tener libertinaje. Gracias a Tejero, Milán del Bosch,
Armada y otros patriotas, la democracia se serenó y se acabaron los
inventos. Mano de seda a partir de entonces. Mira, te enseñaré algo.
Sacó de la cartera una foto ajada, con un autógrafo. Reconocí al del tricornio.
–El teniente coronel es un gran hombre, injustamente tratado. La historia lo absolverá.
En el televisor del bar retransmitían el debate parlamentario. Tomó la palabra el presidente del Gobierno:
–La decisión política del gobierno es firme. Procederemos a la
exhumación de los restos de Franco del Valle de los Caídos. A falta de
los últimos retoques, será en breve espacio de tiempo.
–Sí, sí, ya verás cuando quites la tapa –murmuró José Antonio.
–Habéis tenido cuarenta años para sacarlo, joder –un anciano levantó la
voz al fondo de la barra–. Que está muy bien, que ya era hora, pero no
nos vendáis ahora esa moto vieja. Entre Franco y la reforma laboral,
mejor acabad con la reforma laboral. Y no os quedéis en Franco: enterrad
como se merecen a los miles que siguen en el hoyo. El segundo país del
mundo con más fosas comunes.
José Antonio se revolvió incómodo, pero en seguida señaló al televisor:
–Atenta, ahora viene lo bueno.
Había subido a la tribuna aquel que consideraba reencarnación del
pensamiento joseantoniano. Me decepcionó ver que no llevaba traje
naranja. Ni siquiera corbata naranja. Empezó a hablar:
–Señor presidente, le veo muy preocupado por los huesos de Franco; más
preocupado por hablar del pasado que del futuro de España.
–Ahí le has dado –dijo José Antonio. El diputado continuó:
–Si se trata de prohibir el culto a una dictadura, por supuesto, pero
siempre que se prohíban también los homenajes a los terroristas. Hay que
hablar de memoria histórica, pero de toda.
–Dos a cero, campeón.
–En cualquier caso, mi partido no se opondrá a que Franco salga del Valle de los Caídos.
–¡No, hombre, con lo que bien que ibas!
Como José Antonio parecía incrédulo, le aclaré las ideas con una noticia de un año antes que acababa de encontrar en Google:
–El PSOE y Podemos presentaron una proposición para desenterrar a Franco. Y adivina qué votó tu naranjita…
–¡Espera, mira quién está ahí!
José Antonio señaló al televisor. El realizador mostró un plano de la
tribuna de prensa. Ahí estaba sentado, con cara de amargado, un tipo al
que entonces no reconocí.
–¡Es nuestro hombre! ¡No está todo perdido!
Continuará mañana...
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