Opinión
Nuestro papa Francisco


Uno de los mejores vaticanistas de este país, Gorka Larrabeiti, recordaba en un artículo reciente que “quienes se han desentendido durante todo este papado de la guerra que se ha librado dentro de la Iglesia, la cual ha incluido un puro y duro golpe de Estado urdido en los EEUU y liderado por el ex nuncio Carlo María Viganó, ahora de pronto se asoman morbosos a la actualidad vaticana, tal vez arrastrados por la película Cónclave, tal vez por la truculenta eventualidad del advenimiento de un papa trumpista que cabalgue la ola de nacionalcristianismo global. La verdad es que la mayor parte de la opinión pública ha prestado muy poca atención a los doce años de pontificado de Francisco en comparación con la recibida por Ratzinger y, sobre todo, por Wojtila. La derecha porque lo ha considerado un papa hereje y enemigo, el Anticristo al que había que combatir y derribar, y contra el que ha conspirado y se sigue conspirando en el sigilo de las catacumbas reaccionarias; una parte de la izquierda porque, cegada por su anticlericalismo infantil, se negaba siquiera a contemplar una alianza táctica con el Vaticano, esa cueva de violadores de niños. A la derecha, fortalecida y en crecimiento, el papa les parece demasiado feminista, demasiado ecologista, demasiado anticapitalista, demasiado woke; las izquierdas, por el contrario, lo consideran la prolongación estricta de una larguísima tradición de conservadurismo, heteropatriarcado y fanatismo anti-aborto. La derecha, es decir, ha sabido reconocer la diferencia (y hasta la potencial ruptura) de las políticas de Bergoglio dentro de una institución milenaria donde una pequeña reforma equivale a desplazar el eje de la tierra; las izquierdas, aquí como en otros capítulos, por pereza y elitismo radical, se han negado, en cambio, a valorar siquiera esta diferencia y de esa manera han dejado abierto el campo a los peones eclesiásticos de la internacional trumpista. Ahora la derecha, viendo próxima la muerte de Francisco, deja las catacumbas y comienzan en público la campaña para un relevo favorable; en cuanto a las izquierdas, se percatan demasiado tarde del papel que el Vaticano ha jugado y juega en el nuevo orden político mundial, esa guerra religiosa que cruza todas las trincheras (algo que Larrabeiti lleva advirtiéndonos mucho tiempo sin que nadie le haya hecho mucho caso).
En estos doce años, mientras el fascismo se extendía como una mancha de aceite, el papa Francisco ha sido casi el único katechon que le servía de freno; y de ahí la agresividad contra él de los sectores más reaccionarios de la Iglesia. Algunos gobiernos democráticos resisten, es verdad, pero sus medios son pequeños y su poder frágil: la UE está dividida y debilitada y países como Chile, Brasil, México o Colombia bastante tienen con resistir la avalancha. Se dirá que el Vaticano tampoco tiene ningún poder; a la izquierda, en efecto, le encanta citar la frase con la que Stalin despreció a la Iglesia en 1935: “¿cuántas divisiones militares tiene el papa?”. Es verdad. El Vaticano no tiene ejército ni aviones ni petróleo ni tierras raras; apenas si tiene territorio. ¿Con qué va a defenderse? ¿Qué colaboración puede prestarnos? El papa carece de poder, pero tiene a cambio algo que nunca deberíamos menospreciar y mucho menos en tiempos de “guerra cultural”: tiene autoridad. Esta autoridad no procede de la persona misma del papa sino del lugar que ocupa, que es al mismo tiempo espacial y temporal: desde el solio de san Pedro, el pontífice se dirige, en efecto, a mil cuatrocientos millones de católicos aupado en dos mil años de historia institucional. Su autoridad, intangible y material, llega en realidad hasta los límites mismos del planeta. Ni siquiera Elon Musk (qué digo: ¡ni siquiera Canal Red!) tiene esa potencial capacidad de persuasión y construcción colectiva. Cada papa individual, por tanto, es “carismático” con independencia de su carácter o su elocuencia. El carisma le viene del Espíritu Santo, dicen los creyentes; los no creyentes lo llamamos Historia, en su caso la más larga y resistente. El vaticanista Scaramuzzi citaba hace poco una conocida anécdota: “Yo destruiré la Iglesia”, le dijo Napoleón al cardenal Ercole Consalvi, y éste respondió: “majestad, hace veinte siglos que lo intentamos nosotros y no lo hemos conseguido”.
La autoridad tiene, sin embargo, un problema: es mas difícil de democratizar que el poder, al que pueden oponerse otros poderes. La frase “democratizar el Vaticano” es un oxímoron porque su poder constituyente se remonta a Dios, al menos formalmente, como formalmente se remonta al pueblo el de las constituciones democráticas. Su autoridad, es decir, no puede democratizarse sin cuestionar precisamente la fuente de la que emana, que es Dios mismo, y sin disolverse, por tanto, a sí misma. Por eso no se le pueden pedir al papa milagros políticos. Ahora bien, detenta, frente al poder, una ventaja: la de que es capaz de obtener a menudo los mismos efectos (y se vuelve por eso también poder) sin tanques ni aviones ni brigadas militares. En un momento en el que el fascismo está llegando al poder a través de la “autoridad”, y no de las armas, y en el que, en consecuencia, la batalla por el poder es una batalla entre “autoridades” (lugares carismáticos como la televisión o X, desde donde se construyen carismas disruptivos y donde se expresa el mayor de todos: el de la riqueza impudorosa y sin velos), en un momento así, digo, sería un error gravísimo desdeñar, para bien o para mal, la autoridad del Vaticano. La historia de Europa, incluso la de la Europa democrática, es en parte fruto suyo; en Italia, por ejemplo, nadie ha podido gobernar después de la segunda guerra mundial sin antes negociar con el papa; y si esa “autoridad” ha estado siempre y sigue estando hoy en feroz disputa (sin descartar la conspiración y el crimen) es porque, al contrario que nuestras soflamas radicales y nuestras denuncias anti-imperialistas, realmente cuenta.
Solo de manera excepcional el lugar de esa autoridad, en los últimos veinte siglos, ha estado ocupado por una persona que de verdad creyera en el Evangelio y estuviese dispuesta a utilizarla (la autoridad) para reformar la Iglesia. Durante los pasados doce años, las izquierdas han escuchado en boca del papa Francisco muchas de las cosas que ellas predicaban sin éxito: sobre el cambio climático, sobre los migrantes, sobre el Derecho Internacional, sobre el capitalismo, sobre la guerra. Su voz ha censurado y retenido muchas políticas salvajes; y ha legitimado y reforzado resistencias sociales. ¿Qué hacer con eso? El PSOE me representa muy poco y quiero, sin embargo, que gobierne; me representan algo o nada Sumar y Podemos y quiero que sean lo bastante fuertes para que siga siendo posible un gobierno de coalición en España. No me gusta la posición de Lula y Petro sobre Ucrania ni la de Boric sobre los mapuches ni la de Sheinbaun sobre el poder judicial. Ninguno de ellos me representa del todo, pero en este contexto quiero que estén ahí. Nadie me representa del todo y en realidad prefiero no imaginar una fuerza en la que me reconozca plenamente, pues se parecería demasiado a mí mismo como para no estar equivocada. En cuanto al papa, me gustaría que, incluso en los límites que le fija la institución, hubiese ido más lejos: que hubiese aprobado, por ejemplo, la ordenación sacerdotal de las mujeres o el matrimonio para los sacerdotes; y hubiese resuelto de manera tajante la causa pendiente de los abusos sexuales. Y si me permito soñar fuera de esos límites, ¿por qué no un papa gay, favorable al aborto y hasta ateo? ¿Y por qué no un mundo sin papas? Ahora bien, en el realmente existente, con la relación de fuerzas actual, en medio del tsunami fascista, con una izquierda desarbolada e impotente, puedo decir que el papa, sumados sus logros y sus sombras, es, de todos los gobernantes del planeta, el que mejor me representa: el que me parece más “de izquierdas”. Por lo demás, no se trata de sentirse más o menos representado o reconocido, como si la política fuera una tienda de ropa o un muestrario de automóviles, sino de sumar aliados capaces de contrarrestar la barbarie nihilista y antidemocrática que nos acecha. El número de católicos insensatos, me temo, es tan grande como el de izquierdistas insensatos; pero los católicos sensatos hoy por hoy tienen más autoridad y, mientras dure la obra de Francisco, también más poder.
El Estado con menos poder y más autoridad del mundo, el Vaticano, ha estado de nuestra parte (de la de los ateos progresistas) durante los doce últimos años y, desde nuestras diminutas trifulcas y nuestros dogmas de peluche, hemos preferido ignorarlo o despreciarlo (o criticar a los que se acercaban a él). No volvamos a hacerlo, por favor. No olvidemos que si el papa Francisco, antes de morir, consigue dejar un cónclave favorable y su “autoridad” se prolonga en el próximo pontificado, allí estará uno de los focos fundamentales de resistencia contra el trumpismo. El trumpismo lo sabe muy bien y por eso ha intentado e intentará devolver la mastodóntica institución a su tradición milenaria: la de fungir de ejército “moral” de las élites económicas y las dictaduras políticas. En estos momentos, no podemos dejar caer el Vaticano sin debilitar la resistencia global y sin dejar a millones y millones de personas a merced del mal.
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