La maleta lectora de los políticos
Íñigo Errejón, Carmen Montón, Andrea Levy, Marta Rivera de la Cruz y Alberto Garzón dejan por unos días de este verano los papeles e informes y explican los libros que les han marcado
Comparten su dedicación a la política. Se han consolidado en puestos
de relevancia política a pesar de su juventud. Y todos ellos intentan
aprovechar las vacaciones de verano para leer algo más que papeles o
dosieres habituales el resto del año. La ministra de Sanidad, Carmen
Montón (42 años, licenciada en Medicina, PSOE), los diputados nacionales
Íñigo Errejón (34, Ciencias Políticas, Podemos), Marta Rivera de la
Cruz (47 años, escritora, Ciudadanos) y Alberto Garzón (32 años,
Economía, IU) y la diputada autonómica catalana Andrea Levy (34 años,
Derecho, PP) explican qué están leyendo ahora y qué lecturas han marcado
sus veranos, una época propicia para olvidar obligaciones y dejarse
llevar por las aficiones.
El verano es la estación del tiempo lento, de los placeres sencillos y
de la lectura. Hacer la maleta para unas vacaciones es siempre
enfrentarse a la difícil decisión de qué libros quedarán fuera. Además,
los libros en el verano se leen de otra forma: más seguida, más intensa.
Dejan un poso diferente, más nítido y duradero. Cada verano es en
realidad una unidad de tiempo y de lectura, un ciclo con sentido propio.
Por eso, cada verano este artículo me saldría diferente. Siempre he
sido desordenado para los recuerdos y los nombres, así que los más
recientes o que evocan más cosas en el presente se superponen y
sobresalen. En este verano de 2018 me vienen a la cabeza tres:
El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers. No creo que lo hubiese comenzado de no tenerlo a mano en una noche sin más libros al alcance. Me encontré en seguida desbordado por una narrativa poderosa y sencilla, que no ahorra sentimientos complejos. John Singer es mudo y por ello supone el punto de encuentro de muchos personajes que, en una pequeña ciudad del sur estadounidense, comparten poco más que su soledad y su subordinación: un tabernero que apenas puede salir de su bar, un comunista alcohólico que habla solo, una adolescente que pelea contra su destino de mujer y un médico negro que ha cumplido siempre con todas las normas y aun así no sale de la exclusión y miseria. Todos hallan en el silencio del mudo algo de la empatía y la paz que no encuentran. McCullers, jovencísima, firma una novela magistral, una crónica social que, sin proclamas ni etiquetas, destila ternura por los perdedores: una radiografía de la vulnerabilidad que ella, sin los complejos narrativos de tantas voces masculinas, domina. Pero hace algo más: cuenta una sobrecogedora historia de amor. Singer escucha a todos y vive para pasar cada día por la tienda donde trabaja su compañero de piso, para esperarlo en casa, para cenar viéndole cenar. Apenas hablan, porque los dos son mudos y el compañero de Singer no domina bien el lenguaje de signos. Tampoco es guapo, listo o sofisticado, ni siquiera es cariñoso. Y sin embargo Singer no puede hacer otra cosa que entregarle un amor generoso hasta el dolor.
El presidente que no fue, de Miguel Bonasso. Me lo regaló un amigo que me acompañó en una de mis rutas de librerías en Buenos Aires. Me lo recomendó para sumergirme en los terribles, tan prometedores y tan brutales, años setenta en Argentina. En una generación que allí, como en muchos otros lugares del mundo, en la oleada del largo 68 de la que este año se cumplen 50 años, acarició la posibilidad de cambiar la historia, de hacer cotidianas las proclamas, las banderas, la emancipación del hombre. En 1973 en Argentina hubo un presidente, Héctor Cámpora, que se miraba en Allende, que apenas duró 11 convulsos meses y que fue aupado por una generación de jovencísimos militantes con los que poco después se cebaría la dictadura genocida de la Junta Militar. La historia de aquella generación, el regreso de Perón del exilio, las ingenuidades y las traiciones, la generosidad y la miseria, se suceden a toda velocidad en un thriller político que querrías olvidar para poder volver a leerlo. Cuando la política se oscurece, la novela negra puede analizarla mejor que el ensayo.
La posibilidad de una isla, de Michel Houellebecq. Un libro de varias historias. Houellebecq es un reaccionario y eso le otorga una cierta lucidez, melancólica y provocadora, para dar cuenta de la angustia contemporánea por el fin de la comunidad, de las ideas de trascendencia y las identidades sólidas. Un cierto neoliberalismo tontorrón -sorprendentemente abrazado por muchas izquierdas- nos contaba que desprovistos de cualquier lazo duradero seríamos libres. En realidad, estamos más solos, más débiles, tenemos más miedo. Houellebecq y su prosa ácida, precisa, descarnada, narran algunos de los meandros por el que las personas buscamos calor, compañía, trascendernos. Los caminos parecen disparatados, sin relación entre sí, en diferentes épocas y situaciones. Al final, todos ellos parecen el mismo: una huida ciega y accidentada de la soledad, de la fatalidad de que seamos reemplazables. Dudo mucho que Houellebecq tenga las respuestas, pero tiene las preguntas para enfrentar la anomia de nuestras sociedades.
Este verano he metido en la maleta tres libros muy diferentes pero
cada uno me ha hecho incorporar otras perspectivas y reflexiones sobre
aspectos cotidianos, como la mirada de la infancia, la muerte o la
realidad de los tiempos que vivimos, donde la intolerancia cada vez
quiere abrirse paso de una forma más obscena y burda. El primero ha sido
El Principito,
un libro que he elegido para leer con mi hija, Carmen, que me ha hecho
redescubrirlo a través de los ojos de la niñez al ver cómo ella se
impresionaba en ciertos momentos, como cuando el Principito echa de
menos a su rosa o llega el final con la serpiente. Lo leímos juntas por
primera vez cuando ella tenía cinco años y ahora me doy cuenta de que,
con siete, ha empezado a entender muchas más cosas y a emocionarse con
todo lo que forma parte del aprendizaje de la vida, como el amor, la
amistad o incluso la muerte.
Los dos siguientes han sido lecturas solo para mí que he leído de un tirón en la playa, uno de los mejores lugares para leer (si hay una buena sombra). Las intermitencias de la muerte, de José Saramago, es un buen libro para relativizar todo lo que rodea a la muerte y darle una perspectiva diferente. Presenta un país en el que nadie muere, que podría pensarse que es uno de los anhelos de la humanidad, la inmortalidad, pero entonces aparecen otros problemas: sociales, económicos, filosóficos o religiosos. Hasta el momento en que alguien decide cruzar la frontera para llegar a un país en el que poder morirse. Sin nombrar la eutanasia, Saramago habla y plantea la necesidad también de la muerte como parte de la vida. Una idea que comparto en pleno proceso parlamentario, como estamos, de debate de una ley con la que se pueda decidir el momento de la muerte.
La tercera lectura es Una herencia sin testamento: Hannah Arendt, de Fina Birulés, donde la autora hace un análisis al pensamiento de la filósofa alemana, que es capaz de llamar a las cosas por su nombre y sin ninguna concesión. Mucho de lo que analiza en su época está vigente y es extrapolable a la actualidad. Me gusta por ejemplo la referencia a que “cierta sordera a los significados lingüísticos tiene como consecuencia un tipo de ceguera ante las realidades a las que corresponden” que bien nos puede servir para decir que el uso de ciertas palabras nos hace invisibilizar la realidad que nos rodea.
Quizás después de esta frase cuando alguien de forma técnica haga referencia a menas, de forma abreviada para referirse a menores extranjeros no acompañados recordemos su verdadero significado, que son niños, niñas y adolescentes solos. Arendt es siempre una lectura recomendable, una interlocutora molesta, que no quiere ganarse la simpatía de quien lee, y que nos explica que "lo esencial es comprender", "buscar nuevas vías para que el mundo no se nos torne ajeno". Arendt es una buena lectura para huir del totalitarismo y de las ideas convencionales, es una búsqueda de otras formas de pensar.
Nos estamos acostumbrando a que las cosas brillen más de la cuenta.
Palabras y palabras que relucen mientras pasan en la luz incandescente
de la pantalla. Incluso ahora las publicaciones nos advierten del
"tiempo de lectura" de los artículos. La ansiedad por la inmediatez del
conocimiento nos sitúa en una actualización permanente de nuestras
pantallas. Todo parece querer alcanzarnos. Al menos, así es durante el
resto de año. Sin embargo, en verano, cuando el ruido ya no acecha, es
tiempo de recobrar el poder de elegir y dar nuestra propia luz a lo
importante. Entonces, las lecturas ya no son parte de la rutina de
trabajo sino que se convierten en un íntimo placer. Un solitario deseo
que nos aísla en la necesaria lentitud que requiere el leer textos que
no se acaban en la última página. En estos días, novelas como El último encuentro de Sándor Márai
despliegan toda su trascendencia. Nos propone un ejercicio que no
termina en el hilo argumental sino que profundiza en nuestra propia
vida. Es de esos libros que aún se mastican días después de terminarlos.
No se trata, como sabrán, de ninguna novedad literaria. Por ello, al
leerlo he sentido de nuevo cómo lo relevante se ha vuelto a poner en el
justo equilibrio de mis prioridades de lectura. Ahora, tengo entre mis
manos La muerte en Venecia de Thomas Mann,
que también, más allá de la anécdota narrativa, nos invita a la
introspección moral. Para el verano quedaron también los poemas de
Álvaro Petit, quien ha publicado este año su cuarto libro, Que aún me duelas.
La poesía requiere de una asimilación pausada que encuentra su mejor
espacio en estos días. Ahora también hay ocasión para lecturas como la
propuesta de la joven escritora barcelonesa Laura Ferrero El amor después del amor,
un libro de retales sentimentales que se acompañan de las ilustraciones
de Marc Pallarès. Por cierto, Ferrero publicó este año su primera
novela Qué vas a hacer con el resto de tu vida, un libro que
devoré de una tirada seguramente por ser una voz generacional en cuyas
historias y personajes nos reflejamos. Otro libro que tenía pendiente y
ha encontrado su momento idóneo ha sido Trabajo, piso, pareja de Zahara, que más allá de sus canciones (y de ser una instagramer
muy pizpireta) consigue hacernos reír y a la vez ofrecernos un manual
de autoayuda para cuando las relaciones sentimentales dejan de ser cosa
de ideales made in Disney y requieren un romanticismo funcional
para su supervivencia. Por último, inevitablemente se han colado en mi
maleta un par de libros que me conectan con la actualidad política. Con
motivo del 50 aniversario de Mayo del 68 se han publicado distintos
ensayos que analizan con perspectiva histórica y menor culto a la
nostalgia los hechos que dieron lugar a lo que Ramón González Férriz
llama un legado de individualismo en su libro 1968, el nacimiento de un nuevo mundo y Josemaría Carabante denomina una revuelta posmoderna en Mayo del 68.
Y ya para finales de agosto y como entrada al nuevo curso político he
dejado las 15 lecciones para la democracia que Daniel Gascón recopila en
su libro "El golpe posmoderno" en el que disecciona el procés
independentista, algo que espero que sea una historia cuyo final ya ha
llegado. Para mí ha sido una de las páginas más tristes que me ha tocado
vivir como diputada en el Parlament. Esta sí, espero, sea ya una
pantalla pasada.
Me hice lectora para luchar contra el aburrimiento de los días
grises, de los recreos castigada en el aula, de las tardes largas de los
domingos… y de aquellos veranos de tres meses que llenaba con los
volúmenes de Guillermo Brown, las chicas de Torres de Malory y Los Cinco de Enid Blyton. Era la literatura concebida como entretenimiento. Pero en el verano de 1985 el Werther de Goethe
me abrió el camino al segundo poder de la literatura: el de ayudarnos a
entender la vida. Vivía entonces un amor imposible, y leí el Werther
con la fiebre de los 15 años y la sensación de que aquel alemán de
nombre corto y elegante había escrito aquella novela para que yo la
leyese. El verano siguiente fue el de El amor en los tiempos del cólera.
Me angustiaba preguntándome cómo romper con un novio fugaz, y me
sorprendió la naturalidad con que lo hacía Fermina Daza: "No, por favor.
Olvídelo". Llegó 1988 y me fui a Portugal con mis padres y los tres
volúmenes de Los gozos y las sombras. Leí La pascua triste
en una playa ardiente de la costa de Caparica, y me absorbió de tal
manera que sufrí una insolación. En 1990 una profesora de Literatura me
hizo una lista de recomendaciones. Leí El memorial del convento, de Saramago, o El juego de los abalorios, de Herman Hesse. En el 93 pasé parte del verano en Londres y regresé víctima de una intensa anglofilia que alenté leyendo a Ian McEwan. En el 98 leí Buenos días, tristeza,
de Francoise Sagan. Desde entonces, cada vez que me baño en el mar me
viene a la cabeza el diálogo de Cecil y su padre "-El agua parece
terciopelo fresco… -El terciopelo no es fresco. -Pues entonces, seda
fresca". Al año siguiente me fui a Chipre, y metí en la maleta Hotel Nirvana, de Manu Leguineche.
Lo dejé olvidado en un hotel de Ayia Napa, y siempre me he preguntado
si alguien se lo quedó, o si pasó a formar parte de las indescifrables
bibliotecas de los hoteles de viajeros despistados. En 2001 compré en la
cuesta de Moyano El jardín de los Finzi Contini, de Giorgio
Bassani. Recuerdo la piedad que despertaron en mí aquellos jóvenes que
vivían, sin ellos saberlo, el último verano dichoso de sus vidas. En
2002 me fui a La Habana, y en un puesto de la Plaza de Armas encontré La ciudad de las columnas,
de Alejo Carpentier. Lo leí en mi hotel, estremecida de belleza,
mirando por la ventana desde la que podía tocar con la mano los
guardavecinos de los que hablaba el texto. Del verano siguiente
recuerdo La perorata del apestado, de Gesualdo Bufalino. Y del verano de 2007 Vieja Nueva York, de Edith Wharton. En 2008 alquilamos un apartamento en París, y metí en la maleta un libro que me había entusiasmado en la universidad: Sin blanca en París y Londres, de George Orwell. El verano de 2012 lo pasé en Pienza, en el corazón de la Toscana, y leí por tercera vez Una habitación con vistas,
en las mañanas de los desayunos, contemplando las suaves colinas
doradas y los cipreses en forma de aguja que eran casi tan reales como
los de E. M. Forster. En 2016, en Lisboa, compré un ejemplar de viejo
de O primo Basilio, de Eça de Queiroz, y lo leí en portugués al borde de una piscina de agua verde. El verano pasado el libro Bajo el árbol de los toraya, de Philippe Claudel,
entretuvo las horas de un vuelo entre Zúrich y Tokio, y me emocioné
tanto con un pasaje que se me saltaron las lágrimas. Recuerdo la
suavidad con la que mi vecino de asiento, un hombre de negocios japonés,
bajó sus ojos para no turbar mi llanto con su curiosidad. Y este verano
que va por la mitad me esperan Trilogía de la ocupación, de Modiano, Cómo comportarse en la multitud,
de Camille Bordas, y la biografía de Belmonte de Chaves Nogales. Me
pregunto cuál de ellos recordaré con una sonrisa dentro de muchas
vacaciones.
El día a día de alguien en primera línea política apenas deja tiempo
para lecturas calmadas. La mayoría de papeles que leemos tienen que ver
con estrategias, programas o conflictos. En el caso de los economistas
es habitual que además aprovechemos los huecos para leer los informes de
instituciones como el Banco de España o el Banco Internacional de
Pagos. Nada ligerito. Por eso agosto da alguna oportunidad para la
lectura despegada de la actualidad.
Para empezar, este verano he continuado mis lecturas sobre ciencia. Me apasionan especialmente la neurología y la física. El pasado verano solo leí cosas de física moderna. Este año he cambiado y ahora estoy con António Damásio y su El extraño orden de las cosas, que vincula el desarrollo del cerebro con la forma en la que pensamos, sentimos y hacemos la cultura. También leo a José Enrique Campillos y su Homo climaticus que relaciona la evolución del ser humano con los cambios en el clima. Creo que el estudio de las ciencias tiene que ser multidisciplinar y que los responsables políticos debemos tener como mínimo alguna noción básica. Ayuda a relativizar nuestro lugar en el mundo, una mota de polvo en el universo, y también nuestra creencia en la infalibilidad. No es poco.
También, claro está, me he traído a la playa -mis vacaciones son una vuelta a casa, en Málaga- ensayo político. Eso sí, despegado de la actualidad cotidiana, lo que creo que contribuye a dar mejor perspectiva. Estoy leyendo un libro de 2017 de Walter Scheidel, The Great Leveller, que describe los grandes cambios en la desigualdad a lo largo de la historia y analiza sus causas. Y también tengo en la mesilla In the Long Run We are All Dead: Keynesianism, Political Economy and Revolution, de Geoff Mann, que aborda de forma crítica las razones por las que el keynesianismo sigue siendo un poderoso instrumento para tanta gente. Ambos ensayos combinan la economía con la historia política, algo muy fructífero.
Por eso la historia ficcionada también pisa la arena. Más amena de leer, más ligera y siempre capaz de abrir con facilidad muchas reflexiones nuevas. Quizás el mundo no cambia tanto como creemos. Soy un apasionado de la novela histórica, en la centrada en la Antigüedad y en Grecia, civilización idealizada pero fundamental. Sin embargo este verano he abandonado a Valerio Massimo Manfredi para centrarme en la biografía. Estoy con César, de Adrian Goldsworthy. Estoy deseando obtener alguna buena biografía de Napoleón. Los grandes personajes de la historia, con sus luces y sus sombras, siempre tienen algo que decirnos…
Y finalmente, porque la familia y los amigos ocupan la mayor parte del tiempo de descanso y parafraseando al gran Javier Krahe "no todo va a ser leer", también tengo una novela en la mochila. Se trata de La mujer invisible, de Felipe Alcaraz, que narra la historia de una mujer anónima que viviendo en Sevilla es también metáfora de tantas mujeres a lo largo de la historia de la humanidad: invisibles al mundo de los hombres que escribían los cuentos, las leyes y las promesas de un futuro mejor.
ÍÑIGO ERREJÓN
“Houellebecq es un reaccionario con cierta lucidez provocadora”El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers. No creo que lo hubiese comenzado de no tenerlo a mano en una noche sin más libros al alcance. Me encontré en seguida desbordado por una narrativa poderosa y sencilla, que no ahorra sentimientos complejos. John Singer es mudo y por ello supone el punto de encuentro de muchos personajes que, en una pequeña ciudad del sur estadounidense, comparten poco más que su soledad y su subordinación: un tabernero que apenas puede salir de su bar, un comunista alcohólico que habla solo, una adolescente que pelea contra su destino de mujer y un médico negro que ha cumplido siempre con todas las normas y aun así no sale de la exclusión y miseria. Todos hallan en el silencio del mudo algo de la empatía y la paz que no encuentran. McCullers, jovencísima, firma una novela magistral, una crónica social que, sin proclamas ni etiquetas, destila ternura por los perdedores: una radiografía de la vulnerabilidad que ella, sin los complejos narrativos de tantas voces masculinas, domina. Pero hace algo más: cuenta una sobrecogedora historia de amor. Singer escucha a todos y vive para pasar cada día por la tienda donde trabaja su compañero de piso, para esperarlo en casa, para cenar viéndole cenar. Apenas hablan, porque los dos son mudos y el compañero de Singer no domina bien el lenguaje de signos. Tampoco es guapo, listo o sofisticado, ni siquiera es cariñoso. Y sin embargo Singer no puede hacer otra cosa que entregarle un amor generoso hasta el dolor.
El presidente que no fue, de Miguel Bonasso. Me lo regaló un amigo que me acompañó en una de mis rutas de librerías en Buenos Aires. Me lo recomendó para sumergirme en los terribles, tan prometedores y tan brutales, años setenta en Argentina. En una generación que allí, como en muchos otros lugares del mundo, en la oleada del largo 68 de la que este año se cumplen 50 años, acarició la posibilidad de cambiar la historia, de hacer cotidianas las proclamas, las banderas, la emancipación del hombre. En 1973 en Argentina hubo un presidente, Héctor Cámpora, que se miraba en Allende, que apenas duró 11 convulsos meses y que fue aupado por una generación de jovencísimos militantes con los que poco después se cebaría la dictadura genocida de la Junta Militar. La historia de aquella generación, el regreso de Perón del exilio, las ingenuidades y las traiciones, la generosidad y la miseria, se suceden a toda velocidad en un thriller político que querrías olvidar para poder volver a leerlo. Cuando la política se oscurece, la novela negra puede analizarla mejor que el ensayo.
La posibilidad de una isla, de Michel Houellebecq. Un libro de varias historias. Houellebecq es un reaccionario y eso le otorga una cierta lucidez, melancólica y provocadora, para dar cuenta de la angustia contemporánea por el fin de la comunidad, de las ideas de trascendencia y las identidades sólidas. Un cierto neoliberalismo tontorrón -sorprendentemente abrazado por muchas izquierdas- nos contaba que desprovistos de cualquier lazo duradero seríamos libres. En realidad, estamos más solos, más débiles, tenemos más miedo. Houellebecq y su prosa ácida, precisa, descarnada, narran algunos de los meandros por el que las personas buscamos calor, compañía, trascendernos. Los caminos parecen disparatados, sin relación entre sí, en diferentes épocas y situaciones. Al final, todos ellos parecen el mismo: una huida ciega y accidentada de la soledad, de la fatalidad de que seamos reemplazables. Dudo mucho que Houellebecq tenga las respuestas, pero tiene las preguntas para enfrentar la anomia de nuestras sociedades.
CARMEN MONTÓN
“Saramago ayuda a relativizar todo lo que rodea la muerte”Los dos siguientes han sido lecturas solo para mí que he leído de un tirón en la playa, uno de los mejores lugares para leer (si hay una buena sombra). Las intermitencias de la muerte, de José Saramago, es un buen libro para relativizar todo lo que rodea a la muerte y darle una perspectiva diferente. Presenta un país en el que nadie muere, que podría pensarse que es uno de los anhelos de la humanidad, la inmortalidad, pero entonces aparecen otros problemas: sociales, económicos, filosóficos o religiosos. Hasta el momento en que alguien decide cruzar la frontera para llegar a un país en el que poder morirse. Sin nombrar la eutanasia, Saramago habla y plantea la necesidad también de la muerte como parte de la vida. Una idea que comparto en pleno proceso parlamentario, como estamos, de debate de una ley con la que se pueda decidir el momento de la muerte.
La tercera lectura es Una herencia sin testamento: Hannah Arendt, de Fina Birulés, donde la autora hace un análisis al pensamiento de la filósofa alemana, que es capaz de llamar a las cosas por su nombre y sin ninguna concesión. Mucho de lo que analiza en su época está vigente y es extrapolable a la actualidad. Me gusta por ejemplo la referencia a que “cierta sordera a los significados lingüísticos tiene como consecuencia un tipo de ceguera ante las realidades a las que corresponden” que bien nos puede servir para decir que el uso de ciertas palabras nos hace invisibilizar la realidad que nos rodea.
Quizás después de esta frase cuando alguien de forma técnica haga referencia a menas, de forma abreviada para referirse a menores extranjeros no acompañados recordemos su verdadero significado, que son niños, niñas y adolescentes solos. Arendt es siempre una lectura recomendable, una interlocutora molesta, que no quiere ganarse la simpatía de quien lee, y que nos explica que "lo esencial es comprender", "buscar nuevas vías para que el mundo no se nos torne ajeno". Arendt es una buena lectura para huir del totalitarismo y de las ideas convencionales, es una búsqueda de otras formas de pensar.
ANDREA LEVY
"Sándor Márai profundiza en nuestra propia vida”MARTA RIVERA DE LA CRUZ
“Goethe me abrió el camino de la literatura de ayudarnos a entender la vida”ALBERTO GARZÓN
”Me apasionan las lecturas sobre la neurología y la física”Para empezar, este verano he continuado mis lecturas sobre ciencia. Me apasionan especialmente la neurología y la física. El pasado verano solo leí cosas de física moderna. Este año he cambiado y ahora estoy con António Damásio y su El extraño orden de las cosas, que vincula el desarrollo del cerebro con la forma en la que pensamos, sentimos y hacemos la cultura. También leo a José Enrique Campillos y su Homo climaticus que relaciona la evolución del ser humano con los cambios en el clima. Creo que el estudio de las ciencias tiene que ser multidisciplinar y que los responsables políticos debemos tener como mínimo alguna noción básica. Ayuda a relativizar nuestro lugar en el mundo, una mota de polvo en el universo, y también nuestra creencia en la infalibilidad. No es poco.
También, claro está, me he traído a la playa -mis vacaciones son una vuelta a casa, en Málaga- ensayo político. Eso sí, despegado de la actualidad cotidiana, lo que creo que contribuye a dar mejor perspectiva. Estoy leyendo un libro de 2017 de Walter Scheidel, The Great Leveller, que describe los grandes cambios en la desigualdad a lo largo de la historia y analiza sus causas. Y también tengo en la mesilla In the Long Run We are All Dead: Keynesianism, Political Economy and Revolution, de Geoff Mann, que aborda de forma crítica las razones por las que el keynesianismo sigue siendo un poderoso instrumento para tanta gente. Ambos ensayos combinan la economía con la historia política, algo muy fructífero.
Por eso la historia ficcionada también pisa la arena. Más amena de leer, más ligera y siempre capaz de abrir con facilidad muchas reflexiones nuevas. Quizás el mundo no cambia tanto como creemos. Soy un apasionado de la novela histórica, en la centrada en la Antigüedad y en Grecia, civilización idealizada pero fundamental. Sin embargo este verano he abandonado a Valerio Massimo Manfredi para centrarme en la biografía. Estoy con César, de Adrian Goldsworthy. Estoy deseando obtener alguna buena biografía de Napoleón. Los grandes personajes de la historia, con sus luces y sus sombras, siempre tienen algo que decirnos…
Y finalmente, porque la familia y los amigos ocupan la mayor parte del tiempo de descanso y parafraseando al gran Javier Krahe "no todo va a ser leer", también tengo una novela en la mochila. Se trata de La mujer invisible, de Felipe Alcaraz, que narra la historia de una mujer anónima que viviendo en Sevilla es también metáfora de tantas mujeres a lo largo de la historia de la humanidad: invisibles al mundo de los hombres que escribían los cuentos, las leyes y las promesas de un futuro mejor.
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