Las cloacas del periodismo
Decimoctavo capítulo de 'Buscando a Franco': lee
aquí el anterior capítulo de la novela por entregas escrita por Isaac
Rosa e ilustrada por Manel Fontdevila que eldiario.es publica
diariamente este verano
Resumen de lo publicado: tras escapar de un policía y huir con el cadáver de Franco, Carmela contacta con las víctimas del franquismo y presencia el desenterramiento de una fosa
Resumen de lo publicado: tras escapar de un policía y huir con el cadáver de Franco, Carmela contacta con las víctimas del franquismo y presencia el desenterramiento de una fosa
Él me metió en este lío, pues que se coma él solito el marrón.
"Él" es Eduardo, el director de mi periódico, con el que no he vuelto a
hablar desde que me dejé la mochila con el teléfono en aquella
cafetería, cuando nos citamos con el policía. Fue hace tres días, ¿o
hace ya cuatro? Me parecen meses.
Él me hizo ir al Valle de los Caídos y perseguir la
primera foto del cadáver. Él insistió en que siguiese adelante hasta
conseguir una buena historia. Así que lo justo es que ahora se quede él
con este regalito.
Aparco cerca del periódico, abro
el maletero y envuelvo el cuerpo y la cabeza en la manta. Lo levanto.
Joder. No lo recordaba tan pesado, o soy yo que no me quedan fuerzas.
Decido mejor mantenerlo en el maletero, y hablar primero con el
director. Ya tendré tiempo luego de entregárselo.
Al
entrar en la redacción, los cuatro redactores me miran con asombro, como
si de verdad llevase el muerto en brazos. Como si yo misma fuese una
muerta. De acuerdo, hace días que no me ducho ni me cambio de ropa, y
apenas duermo. Mi aspecto es lamentable, vale.
–¿Está el jefe? –pregunto a Sole, de administración, que también se sobresalta al verme. Me contesta en voz baja:
–Ha salido a comer con un tipo que vino a verlo. Volverán en seguida,
yo que tú me largaba antes. No sé en qué andas metida, niña, pero el
tipo ese traía tu mochila.
–¿Mi mochila?
–Sí. Creo que la han dejado en el despacho. Me ha dado muy mala espina.
Entré un par de veces y me pareció que hablaban de ti. Callaron en
cuanto aparecí. ¿En qué lío te has metido, Carmela?
Sin contestarle, entro al despacho del director. Y sí, ahí está mi
mochila, sobre la mesa. La vacío y encuentro todo: mi cartera, las gafas
de sol, llaves, pañuelos, una compresa y la grabadora que uso para las
entrevistas. Todo menos el teléfono. ¿Dónde está mi móvil?
Busco sobre la mesa, y nada. Intento abrir los cajones, pero están cerrados con llave. Corro a buscar a Sole:
–Necesito abrir el cajón, quiero recuperar mi teléfono.
–La llave la guarda siempre encima, ya lo conoces. Mister secretitos.
Pero esa mesa es una caca, es de las baratas. Se cree que tiene una caja
acorazada, pero la puedes abrir con un clip. Eso sí, yo no te he dicho
nada.
Gracias, Sole. Con una vulgar ganzúa hecha a
partir de un clip estirado, abro el cajón. Dentro no está mi teléfono.
Solo hay una carpeta delgada, y llevada por no sé qué curiosidad la
abro. Dentro hay unas fotos. Hechas de lejos, con teleobjetivo y poca
luz. Las miro bien, en todas sale el mismo hombre. Espera, yo a este lo
conozco… Joder. Jo–der. Qué es esto. Qué mierda es esta. En qué andas
metido, Eduardo.
–¡Agua, agua, que viene el jefe! –me
susurra Sole desde la puerta. Buena gente, Sole. Harta de aguantar las
ínfulas de Eduardo, que se piensa que dirige el Washington Post y solo
le paga media jornada. Gracias por avisarme. La solidaridad de los
precarios.
Meto deprisa todo en la mochila, para que
la encuentre igual: la cartera, las gafas de sol, llaves, pañuelos, una
compresa y la grabadora, que sopeso en la mano durante un segundo antes
de soltarla dentro. Entreabro la puerta y veo que ya viene Eduardo.
Acompañado por… ¡Joder! ¡Venga ya! ¡El que faltaba!
No hay otra salida, así que me encojo detrás de un archivador al fondo
del despacho. Solo entonces, cuando estoy ahí temblando, me doy cuenta
de que todavía llevo en la mano la carpeta que encontré en su cajón. Las
fotos.
–Sole, ¿tenemos noticias de nuestra intrépida
reportera? –pregunta Eduardo. Y sin verla, sé que Sole ha negado con la
cabeza. La solidaridad de los precarios.
–¿De verdad
crees que será tan tonta como para venir aquí? –pregunta el acompañante
de Eduardo. Esa voz. Me cago viva al escucharlo.
Cierran la puerta, y supongo que se sientan a ambos lados de la mesa.
–Es una niñata –dice mi director–. Yo no me preocuparía mucho por ella.
No tiene ni puta idea de nada, la pobre. Salen de la facultad como
borricos.
–Pues la niñata se me escapó en Despeñaperros. Con ayuda de ese cretino, el emprendedor.
–Muy cretino no sería cuando se te escapó también, eh.
Así que José Antonio consiguió escapar. Bien.
–No me lo recuerdes. Vaya hostia me pegué. Me despeñé como un perro, je, je.

–Bueno, dejemos ya eso. No llegará muy lejos, estará
cagada de miedo, la pillaréis en seguida. Y además tenemos su teléfono
–oigo el golpe de algo arrojado sobre la mesa. Mi teléfono, imagino.
–¿Y lo de Franco entonces? –pregunta el policía.
Dejemos en paz a los muertos y hablemos de cosas importantes, que tú no
has venido aquí para traerme la mochila de una becaria fisgona.
Hablan durante unos minutos que se me hacen horas paralizada en mi
escondite, con la carpeta apretada contra el pecho, las piernas
encogidas, la respiración contenida.
Pronuncian
nombres. Algunos los conozco. Otros no sé quiénes son, pero parecen
importantes por lo que cuentan de ellos. Hablan de unas fotos, de un
vídeo. Repiten mucho un nombre que por supuesto conozco. Sus fotos están
en la carpeta que en cualquier momento buscarán en el cajón y no
encontrarán, porque la tengo yo aquí, apretada contra el pecho. Hablan
de las fotos. Hablan de fechas de publicación. Hablan de intermediarios.
Hablan de abogados. Joder. De qué va esta mierda. En qué andas metido,
Eduardo. Esto no son clickbaits ni noticias manipuladas para calentar
las redes sociales. Esto es más. Mucho más.
Por fin terminan. Eduardo dice al policía que lo acompañará a la puerta, lo invita a un café si no lleva prisa.
–Un café o un cacharrito, venga. Subo enseguida, Sole. Si llama la niña le dices que quiero hablar con ella.
Me pongo en pie, estiro las piernas. Estoy entumecida, me duelen las
rodillas, tengo todo el cuerpo en tensión, me cruje la mandíbula de
tanto apretarla.
Cojo mi mochila, meto dentro la
carpeta con las fotos. Y el teléfono, que han dejado sobre la mesa.
Antes de salir busco dentro de la mochila la grabadora. Pulso "Stop". Me
largo llevándomelo todo.
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