Una por todas
Han sido los senadores de las provincias más pobres, menos
habitadas, más menesterosas y más sometidas a la ignorancia que la
Iglesia aprovecha, las que han cercenado el derecho a decidir sobre su
cuerpo y sobre su vida a millones de hermanas argentinas

Hay muchos mundos, pero
todos están en este. De las múltiples vidas que cada uno atesoramos,
hubo una en la que yo además de ser redactora-jefe de un diario nacional
colaboraba con una consultora internacional en el rediseño de diarios.
Eran aquellos tiempos en los que no había discusión respecto a que la
calidad mejoraba el rendimiento económico. Yo era la entrenadora de
redacciones, lo que significaba que, una vez que los tacañones habían
determinado el cambio en fondo y forma que precisaba un periódico, a mí
me tocaba ir a conseguir que aquella redacción hiciera un nuevo
producto. Un redactor-jefe es una especie de furia de la naturaleza
exportable, supongo.
Así es como llegué a la
redacción del Diario de Cuyo en la provincia norteña argentina de San
Juan hace ya década y media. Era el tiempo del corralito y de los
montoneros cortando rutas y sembrando un caos desconocido en Europa,
pero no fue esa la imagen que me traje de un país convulso. No. Estando
en la redacción de aquel diario, en un consejo de redacción en el que se
practicaba una costumbre extraña para una “gallega”, como era pasarte
el perolito del mate de boca en boca mientras se determinaba el
contenido de la edición, hubo un día en el que una de las noticias que
se aportaron me conmovió hasta lo más hondo. “¡Tené, una foto genial
para el tema de las bebas-mamá!”, me dijo uno de los fotógrafos. Ante mí
desplegó una serie de imágenes en las que se veían a tres o cuatro
niñas de unos doce años con sus bebés en brazos y sentadas en primera
fila frente a una pizarra. Alguna amamantaba a su crío mientras con su
manita derecha copiaba unas cuentas. Se trataba de ilustrar un nuevo
decreto que iba a permitir que las bebas siguieran escolarizadas después
de tener a sus bebés, a esos hijos que eran obligadas a tener incluso
después de haber sido violadas por sus padrastros o sus hermanos o sus
vecinos.
Nunca he olvidado esa imagen tan antinatural. No eran
sus muñecos ni sus juguetes. Eran unos bebés que algún hijo de puta
había sembrado en sus entrañas infantiles mientras pervertía su
inocencia y les robaba la infancia.
Argentina aún
llora ese drama. Las mujeres aún debemos conmocionarnos por ello. Han
sido los senadores de las provincias más pobres, menos habitadas, más
menesterosas y más sometidas a la ignorancia que la Iglesia aprovecha,
las que han cercenado el derecho a decidir sobre su cuerpo y sobre su
vida a millones de hermanas argentinas. Recuerdo con pavor el peso que
la Iglesia Católica tenía todavía en aquel país y, aun llegando de esta
España en la que aún quedan obispos bocazas que intentan devolvernos al
medievo, no recordaba sino desde mi fragmento de infancia franquista
nada similar. Aún ahora el 15% de los nacimientos en Argentina son de
madres adolescentes y esa cifra se mantiene al menos desde hace un
cuarto de siglo.
Es un problema de niñas y mujeres
pobres sometidas aún a la dictadura de un patriarcado que en el segundo
mundo es aún férreo y compacto. Me gustaría restregarles esas fotos,
esas vidas, a todas las que posturean con la falta de sentido del
feminismo, con los derechos ya adquiridos, con la vacuidad de nuestra
pelea. Una por todas. Hoy toca América Latina, que nos es tan próxima,
tanto que fue nuestra segunda casa, pero son demasiados países en el
mundo. Las que se apuntan al bando del perfil, las que no creen que
ninguna lucha sea ya necesaria, tampoco almacenan en su retina aquellas
imágenes de finales de los setenta y principio de los ochenta en las que
los deslices, los fallos, los experimentos prematuros los seguían
paliando las españolas con rabo de perejil y riesgo o bien con esa
fortuna de un ginecólogo de pago que daba una dirección en Londres para
quien pudiera pagarse el viaje, la intervención y el silencio. Salas de
madrugada en las que velaban en camas parejas mujeres musitando en
español sus miedos, sus silencios, sus engaños para haber llegado hasta
allí evitando convertir su voluntad en delito.
Lo de
Argentina pilla en otro hemisferio, pero los derechos de las mujeres
están amenazados siempre. También en nuestro país. Cierto es que la
influencia pública de la Iglesia ha disminuido, que apenas quedan
partidos que lleven en su programa la idea de un gobierno teocrático
acorde a sus normas, pero sigue existiendo una minoría ultraortodoxa muy
activa que intenta llevarnos de vuelta al nuevo mundo que ya es
historia en éste. El opusino Trillo y sus amigos llevaron hace diez años
su grito de guerra contra una ley que es mayoritariamente aceptada en
nuestro país para intentar revertir los derechos femeninos al toque de
queda teológico. El opusino Ollero sigue custodiando su ponencia ultra a
la espera de que algún golpe de mayoría pudiera permitirle arrebatarnos
lo que ya es una conquista de las mujeres de este país. Ahí está la
cuestión. Siempre habrá una espada de Damocles intentando sojuzgarnos,
intentando reconducirnos, intentando negarnos nuestro derecho a ser.
Gil Tamayo, el portavoz de nuestros obispos, no ha tardado en salir a
pedir al Tribunal Constitucional que nos cercene nuestros derechos
cuanto antes tras ver el resultado de la votación del senado argentino.
Hay muchos mundos, pero todos confluyen en domeñarnos. La relación entre
una determinada religión y la oposición a una ley que no es coactiva y
que recoge derechos que pueden ser utilizados o no es innegable. La ley
del aborto, la del divorcio, la del matrimonio igualitario no producen
ningún perjuicio a quiénes no las comparten más allá de ese deseo de
imponer unas normas teocráticas a todos los ciudadanos incluso si no
comparten tales creencias.
Es hora de exigir al
Tribunal Constitucional que o bien declare decaído tal recurso -dado que
el propio partido recurrente ha gobernado con mayoría y no ha cambiado
la ley- o bien se pronuncie para que nuevos legisladores afiancen los
derechos de las españolas. No queremos vivir siempre bajo la guadaña que
puede cercenar nuestros derechos. Es hora de cerrar este episodio,
aunque también de saber que nunca hemos de bajar la guardia.
Es una por todas. Somos todas las que lo hemos logrado por aquellas que todavía siguen muriendo.
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