¿Cuál es el sentido de nuestro existir en esta vida?
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¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Soñar con el advenimiento de paraísos ultramundanos o procurar impedir que mucha gente viva en un infierno?
Cuando el ser humano se pregunta por las razones de su existencia, propende a dar un doble tipo de respuesta que podemos definir como transcendente o inmanente. Las religiones acostumbran a ver esta vida como algo transitorio que abocará en otro estadio superior y permanente, por medio de la resurrección, las reencarnaciones o el retorno a un paraíso que recibe muy diversos nombres y en algunos casos está plagado de vírgenes complacientes con el sexo masculino. Por su parte, la filosofía ha buscado soluciones alternativas a esa transcendencia, queriendo encontrar algún sentido a una existencia efímera que no tenga prolongación más allá de su término biológico.
Las religiones acostumbran a ver esta vida como algo transitorio que abocará en otro estadio superior y permanente
Resulta duro asumir el inexcusable fenómeno de nuestra propia muerte. La de los demás nos golpea emocionalmente cuando se marchan familiares o amistades muy queridas. Cuesta reponerse de ciertas pérdidas que trastocan tanto nuestro paisaje humano más cercano. Pero imaginarnos a nosotros mismos cruzando ese umbral nos desazona terriblemente. Poco importa que nunca vayamos a experimentar nuestra propia inexistencia y que serán los otros quienes la sientan o eventualmente la celebren. Es una pesadilla que jamás viviremos, porque tras fallecer no sentiremos absolutamente nada. Como tantas otras cosas es un problema que se debe a una imaginación desbocada y a la que conviene ponerle bridas para no sufrir de balde, como con tantas otra dificultades que, bien consideradas, no son para tanto, según nos cabe comprobar una y otra vez a cada rato.
El consuelo de una vida eterna donde todo son parabienes resulta un paliativo curioso. Tradicionalmente ha servido para conformarse con ciertas condiciones vitales muy mejorables y aceptar dócilmente vasallajestan absurdos como inasumibles. Presentar la vida como un valle de lágrimas en donde prima el sufrimiento que redime nuestros pecados es algo deprimente y no da mucho sentido que digamos a nuestra existencia terrenal. Por eso está tenebrosa caracterización ha competido desde siempre con las que vienen a ensalzar lo placentero. Las pasiones no tienen desde luego nada de malo, salvo que se abuse de las mismas. Pero eso es algo que vale para todo cuanto no se toma en su justa medida.
Deberíamos preocuparnos más bien por no dañar al prójimo en esta vida, sin acaparar unos recursos que pertenecen a la humanidad en su conjunto
Los pecados capitales reflejan adiciones que nos aguan la fiesta por sus excesos. En realidad ser un poco holgazán es algo natural, pero la sobredosis de pereza puede ser lesiva. Esto sucede igualmente con la lujuria o la gula. El comedimiento siempre incrementa los disfrutes en la cama o en la mesa. Una orgía continua y un copioso banquete pierden su atractivo al dejar de ser excepcionales. Envidiar es algo sano, si nos espolea para conseguir lo que no se nos había ocurrido, pero es una maldición dejarnos corroer por ella. Eso mismo vale para la soberbia, si el grado de autoestima se disparata, o la ira, cuando el afán del desagravio nos devora obsesivamente. ¿De qué sirve acumular unas riquezas o un patrimonio que nos hace caer en una inquietante avaricia?
Encontrar un afán a cada día es la tarea que nos corresponde atender en el presente. Con los años vamos acumulando vivencias y ciertos recuerdos pueden resultarnos gratificantes, máxime cuando el día de mañana ya no cuenta con un calendario tan abigarrado como antes. En cualquier momento se puede terminar nuestra película vital y ese final nos hace regresar al estadio anterior a nuestro nacimiento, del que no recordamos en principio absolutamente nada sin sobresaltarnos por ello. En cambio, no soportamos pensar que nuestro paso por este mundo no dejará ninguna huella en la propia memoria, por mucho que la posteridad pueda recordarnos durante un rato en una u otra medida.
El auténtico paraíso no está perdido ni tampoco está situado en un remoto futuro. Es algo que podemos construir entre todos para disfrutarlo en esta vida
Deberíamos preocuparnos más bien por no dañar al prójimo en esta vida, sin acaparar unos recursos que pertenecen a la humanidad en su conjunto y cuyo reparto extremadamente desigual genera unas terribles disfunciones, como la indigencia o las guerras. Esto sí que no tiene ningún sentido. Creer que un colectivo merece una u otras supremacía por considerarse superior a otro. Salirse con la tuya sin reparar en las penosas consecuencias que puedan derivarse de todo ello para terceros. Despreciar a un congénere por haber tenido la mala fortuna de haber nacido en lugares menos favorables o padecer circunstancias poco halagüeñas. Hay querencias y actuaciones que hacen la vida mucho más invivible. Quizá debiéramos concentrarnos en reparar las injusticias y matizar los excesos en la desigualdad. Ignoro si esto puede dotar de sentido a nuestra existencia, pero al menos paliaría el sinsentido que generamos cuando nos excedemos en cualquier ámbito.
El auténtico paraíso no está perdido ni tampoco está situado en un remoto futuro. Es algo que podemos construir entre todos para disfrutarlo en esta vida. Planificando el urbanismo de nuestro hábitat para configurarlo con arreglo a nuestra necesidades y no en aras del beneficio económico de un pequeño colectivo. Conseguir que las nuevas tecnologías nos liberen de los trabajos más pesados para poder disfrutar del ocio como estado natural del ser humano en general y no solo de las clases más pudientes. Cuidarnos mutuamente, prestando especial atención a la infancia, los menesterosos y las generaciones veteranas, mediante sistemas educativos, asistenciales y sanitarios que garanticen oportunidades homogéneas y conjuren la miseria. No distinguir entre triunfadores y perdedores ni estigmatizar costumbres o creencias que no resulten dañinas de suyo. El mundo puede ser un infierno y de hecho lo es para mucha gente. Pero es responsabilidad nuestra propiciar unas condiciones de posibilidad que cambien las cosas, lo cual tiene mucho sentido en clave inmanente.
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